Para la sabiduría milenaria de Oriente, la fuerza material no es la
clave del poder. Conquistar una posición invencible pasa, más bien, por la
construcción de una civilización espiritualmente superior a todas las demás.
EULOGIA MERLE
Podemos,
quizá, aceptar que China, como muchos vaticinan, se convierta a corto plazo en
la primera potencia económica del planeta. Aunque la gloria no está del todo
cantada, tanto en función de las dificultades de su proceso de reforma como de
las reacciones de los países desarrollados de Occidente a través, entre otros,
del fomento de acuerdos de libre comercio de gran amplitud, dicha realidad
pudiera llegar a confirmarse en pocos años.
Otra cosa
es, sin embargo, que China disponga de los atributos indispensables para
afirmarse como una potencia global integral. Y no se trataría tanto de sus
insuficiencias en materia tecnológica o militar, que trata de corregir a
marchas forzadas habilitando políticas y presupuestos millonarios, ni del
agravamiento de las contradicciones sociales o políticas, que le exigirán por
largo tiempo una exhaustiva atención a los asuntos internos, sino de algo más
sutil y de mayor alcance, esto es, la carencia de un pensamiento, de una
ideología que pudiéramos calificar de universal.
A día de
hoy, su influencia cultural es limitada y viable solo y de manera limitada en
su entorno más inmediato. Entendida como reto ideológico a Occidente, plantea
numerosas reservas. Si su modelo económico, aún singular en muchos aspectos,
sugiere la imposibilidad de su traslación automática a otras latitudes, en el
orden del pensamiento, también sus especificidades culturales y nuestro
distanciamiento respecto a sus claves, dificultan su universalización o
siquiera el mínimo mestizaje.
Dicho
esto, cabría señalar igualmente que Oriente nos es indispensable y que la
primacía excluyente del pensamiento occidental es una muestra de provincialismo
de nuestra cultura, ajena a cualquier empeño auténticamente cosmopolita. Se ha
avanzado mucho en las últimas décadas en la interacción económica con Asia,
pero poco en la comprensión de su universo espiritual.
El
reconocimiento de ese foso inmenso inspira una dinámica política cultural
exterior por parte de China que ha ganado intensidad en los últimos años. Su
objetivo a medio plazo, como en otros campos, es incrementar su presencia e
influencia política más allá de la Gran Muralla, pero ahora mismo se
conformaría con ser más entendida y aceptada, enarbolando la bandera del
respeto a la diversidad.
A la
inevitable curiosidad, debe sumarse la idoneidad de la cultura para llegar a
comprender la lógica y el proceder de las autoridades chinas, muy deudoras de
sus raíces más profundas, donde radican las principales fuentes de su
previsibilidad.
Dos
textos nos serían hoy de mucho provecho en esta labor tan indagatoria como
interactiva. El más conocido es El
arte de la guerra, de
Sun Zi; quizá menos, Las 36 estratagemas, un clásico de la estrategia taoísta.
El arte
de la guerra de Sun Zi
tiene más de 2.000 años de antigüedad, pero sigue abordándose como una obra
plenamente actual. Lo es por la acertada contundencia de muchos de sus
aforismos, pero, sobre todo, porque es parte sobresaliente de ese legado de la
milenaria civilización china que ejerce una poderosa influencia en la conducta
política y en la mentalidad de los dirigentes actuales. Estos conceden al
conocimiento de la historia un papel central en su formación, gobernando con
una mano en el presente y otra en el pasado.
La
esencia del pensamiento de Sun Zi consiste en la apuesta por métodos no
violentos para alcanzar la victoria en un conflicto. El arte de la guerra se
fundamenta en el engaño, dejó escrito, y siempre es preferible ganar sin
luchar. Gran parte de la cultura estratégica de China suscribe la idea de que
no es la fuerza material la clave del poder —lo cual no quiere decir que sea
irrelevante—, sino la moral y la inteligencia. Es la atracción cultural la
fuerza más eficaz para doblegar cualquier hostilidad. Por eso la construcción
de una civilización espiritualmente superior a todas las demás es el principio
de cualquier posición invencible y el fomento de su poder seductor la mejor
garantía para una convivencia pacífica. La similitud con el poder blando es
notoria. Tal era, en parte, la lógica que inspiró los reinos tributarios de
China durante varios siglos.
Si El
arte de la guerra es
una obra de todos los tiempos, objeto de estudio en las academias militares de
todo el mundo, en universidades y escuelas de negocios, desde el punto de vista
de las relaciones internacionales reviste el máximo interés en un momento de
transición como el actual.
Son
muchos quienes en China comparan la fluidez del tiempo presente con la época de
los Reinos Combatientes (siglos V a III antes de Cristo) cuando este libro tuvo
mucho predicamento. Fue una etapa en la que diversos feudos pugnaban por
hacerse con el poder central, inmediatamente posterior a Sun Zi (Periodo de la
Primavera y Otoño) y previa a la fundación de China. Aquella era una China
internamente multipolar y el juego de relaciones y conflictos entre los actores
emergentes, que no estaban en condiciones aún de superar el poder hegemónico,
sugiere hoy el estudio de sus acciones para intuir y orientar los vectores de
conformación del orden de la posguerra fría. Los estrategas chinos llevan años
estudiando a conciencia aquel periodo histórico tratando de deducir las claves
aplicables al tiempo presente.
La propia
escuela del PCCh y de su ejército es muy deudora de esta obra de Sun Zi. Mao
reconocía abiertamente su influencia en las estrategias que le permitieron
vencer a un rival infinitamente más poderoso como el Kuomintang. Otro tanto
podemos adivinar cuando Deng Xiaoping enfatizaba su principal contribución a la
política exterior de la China posmaoísta: no hay que apresurarse, hay que
esperar el momento. Esa paciencia, cultivada con las alianzas (llámense OCS,
BRICS u otras) es lo que permite ganar en el último momento. Observar la
política exterior de China y contrastarla con El arte de la guerra de Sun Zi ilumina sus contornos y
ayuda a entender mejor la razón y sentido último de muchos comportamientos.
Por su
parte, Las 36 estratagemas constituye una reflexión sobre el arte
de la victoria, reuniendo las leyes para el éxito en la contienda con el
adversario. La más celebrada en China es la que invita a la fuga en condiciones
adversas. Nada que ver con nuestro deshonor. Mao, con su Larga Marcha, la
evidenció como un modo de avanzar.
La
importancia atribuida a este texto era tal que siempre ha estado rodeado de
mucho secreto y solo circulaba en núcleos reducidos de estrategas militares.
Hasta 1979 ha permanecido oculto al gran público. El pragmatismo y la
flexibilidad sobresalen como sus principales principios inspiradores.
Ambas
obras son de gran aplicación en todos los contextos competitivos y en ellas
encontraremos algunos trazos básicos del pensamiento chino, moldeadores de su
filosofía y aplicables tanto en la política interna como en la diplomacia, la
comunicación, la gestión en sentido amplio, los negocios o en la vida social.
No solo en el orden militar. Toda una despensa de instrumentos con vocación práctica.
Ambas
tienen en común la fabulación de estratagemas para vencer por medio del engaño
y las argucias psicológicas en un contexto de hostilidad. El más sabio es aquel
que no combate o que si se ve obligado a hacerlo, se comporta como el agua,
obteniendo la victoria sin luchar. Si uno analiza la política continental hacia
Taiwán puede comprender cabalmente el sentido de esta estrategia. La
agresividad no es sinónimo de vigor; el poder en Oriente se asocia más con la
fragilidad y la capacidad de adaptación.
Para la
mentalidad occidental no resulta fácil la comprensión profunda de los
contenidos de estas obras. La complejidad de las ideas que incorporan y la
necesidad de trascender el sentido literal de cada una de las expresiones exige
un conocimiento íntimo de la cultura y civilización china para explorar sus
sutilezas y desgranar sus sentidos metafóricos. Pero el esfuerzo vale la pena.
Su incorporación al bagaje propio nos libraría de nuestro unilateralismo
armándonos de razones para reivindicar un ecumenismo de nuevo signo.
Xulio
Ríos es
director del Observatorio de la Política China.
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