Tras la derrota electoral que sepultó el
objetivo de la re-reelección, se presenta una oportunidad única de observar,
desnuda y sin poesía, la estructura política del segundo peronismo.
Comienzan tiempos
interesantes, un poco riesgosos pero apasionantes. Frente a nuestros ojos,
durante los próximos dos años se desplegará un espectáculo digno de L' a comedia humana , de Balzac: el establecimiento de
una nueva jefatura en el peronismo.
Muchos se preguntan si
el peronismo todavía existe. La cuestión es demasiado compleja para clausurarla
con un simple "sí" o "no", pues, como la Santísima
Trinidad, el peronismo encierra el misterio de ser uno y muchos a la vez. No existe un programa, una
"idea" o siquiera un sentimiento. Tampoco hay una organización, sino
muchas, que compiten y acuerdan. Lo que sin dudas existe es un espacio común,
más cultural que político, donde propuestas y liderazgos comparten valores,
lenguajes, eslóganes, guiños y sobreentendidos que eventualmente facilitan la
articulación. Ese espacio común es el peronismo.
El primer sobreentendido
común es que se trata de ganar y de conservar el poder, y que para eso se necesita un jefe con carisma y autoridad , que articule el conjunto y le
asegure un plus a cada jefe subordinado, expresado en una foto compartida. A
diferencia del PRI mexicano, el peronismo no adoptó la saludable práctica de la
renovación sexenal automática del gran jefe, y no hay mecanismos previstos
cuando se debe renovar. Momentos como el actual tienen la dimensión dramática
de un documental de National Geographic, cuando por ejemplo una manada de
leones consagra a un nuevo jefe.
El
espectáculo ya comenzó. No por la derrota electoral del Gobierno -de la que
eventualmente podría recuperarse-, sino por la evidencia de que no habrá
reelección. Se abre la competencia, con varios aspirantes de posibilidades
parejas, y comienza un reacomodamiento de las estructuras del peronismo.
Podremos ver al desnudo su forma de posicionarse, en un momento en que la
pasión no enturbia el cálculo.
El
peronismo clásico nunca debió afrontar este problema. Apareció en 1983, cuando
estaba en el llano, y se dirimió en 1988, en la competencia entre Menem y
Cafiero, quizás el momento más democrático e institucional del movimiento. Pero
a partir de la vuelta al poder en 1989, la puja se maneja desde allí. El
peronismo hace política con los recursos del Estado, con los que se mantiene la
estructura política y se reparten beneficios, que a la larga retornan como
votos. Lo hacen desde el presidente hasta el último intendente. Es un peronismo
donde la política y la administración del Estado son la misma cosa.
Entre
el Estado y los votantes, los administradores conforman una estructura política
compleja y diversa. No se limita a la "Liga de Gobernadores" o a los
"Barones del conurbano", en diálogo con el presidente. Ésta es sólo
la parte externa de un juego que llega hasta los niveles más bajos, donde sus
integrantes mantienen un contacto con los votantes que pone en juego todos los
sentidos: pues para operar hay que hablar, oír, ver, oler y tocar a la gente.
El
término "barones" es sorprendentemente adecuado, pues remite a una
organización muy similar: la del feudalismo clásico, cuya compleja pirámide se
asentó en quienes podían controlar directa y personalmente a una porción
tangible y audible de los campesinos. Sobre esa base se construyó una jerarquía
de autoridades, que llegaba hasta el príncipe o el rey, basada en lealtades y
reciprocidades, pero sostenidas por la conveniencia o el temor. Las lealtades
eran variadas, cruzaban lo territorial, lo familiar y lo político, y dieron
resultados crónicamente inestables. El poder feudal, como el del conurbano,
debe construirse y reconstruirse permanentemente, controlando las deserciones o
quitándole subordinados al otro, pues entonces y ahora "nada es para
siempre".
Aplicado
a un municipio, por debajo del intendente de la eterna reelección, hay un
presidente del Concejo Deliberante, quien en algún momento aspirará a
sustituirlo. Quizás una oportunidad -un cambio en el gobierno provincial o
nacional- estimule a alguno de quienes están por debajo -concejales, ministros,
directores generales- a desplazar sus lealtades y comenzar a construir una
nueva jefatura. En cualquier caso, estos cambios requieren realineamientos en
los segmentos inferiores de la estructura. Allí, quienes han iniciado su
carrera autoproclamándose "conducción" evalúan si su futuro está en
la lealtad o en la traición. Cada uno está convencido de llevar en su mochila
el bastón de mariscal; es sabido que muchos de sus mariscales sacrificaron y "entregaron"
a Napoleón.
Esta
inestabilidad permanente en el poder del peronismo estatal -ajeno a cualquier
regla del Estado o del partido- explica el papel decisivo del jefe. Sin
jefatura no habría peronismo. Y no basta un "liderazgo" como el que
satisfaría, por ejemplo, a los radicales. Debe ser un jefe con autoridad y
eficacia. Debe ser capaz de conducir al conjunto a la victoria. Debe poder
manejar en orden el reparto de los recursos, del botín, eso que los
estadounidenses llaman spoils. Finalmente, tiene que ser capaz de mantener la
disciplina del conjunto, la unidad, con el palo y la zanahoria. Tony Soprano es
un ejemplo didáctico adecuado para quienes no estén familiarizados con las
antiguas prácticas de los reyes visigodos o francos.
Lo
original del momento actual está, precisamente, en el final a término de la
actual cúpula del poder, que además lo ha centralizado al punto de hacer
notable su vacío. Sin cúpula, comienza el proceso de disgregación de quienes
hasta hoy juraron fidelidad al modelo. Los que no tienen otra alternativa quizá
la mantendrán hasta el final. Quien tiene algo que cuidar o vislumbra que en la
ocasión puede aumentarlo abandonará el viejo redil y entrará en el juego. En la
gran competencia hay varios competidores naturales: por lo menos diez. Los electores
serán los otros, jefes, oficiales o suboficiales que controlan algún fragmento
de poder. Todos pesan, cada uno en su medida. Dependerá de cómo se orienten,
con quién sigan, a quién abandonen. Para cada uno de ellos el momento también
es crucial y su elección será decisiva para su futuro.
Éstos
son los protagonistas y el libreto básico de este episodio de la comedia
humana. Los primeros ejemplos son deliciosos: el del intendente Ishii, quien
hace apenas dos años proponía una cruzada contra los traidores, o el del
sindicalista taxista Viviani, que sobriamente asegura estar "con los que
ganen". Tras estos episodios, hay una oportunidad única de observar,
desnuda y sin poesía, la estructura política del segundo peronismo.
¿Qué
lugar ocupan en este juego las "bases peronistas"? Hay un papel para
ellos, no a título individual, sino a través de los diversos colectivos que
organizan la vida social popular. Quienes están vinculados con las estructuras
son sus jefes: referentes, líderes sociales, "porongas". Ellos harán
pesar el humor de sus dirigidos e indicarán si la gente "acompaña"
con entusiasmo o a regañadientes, y hasta harán saber que no pueden encauzarlos
a todos. Esto forma parte de su propio posicionamiento. Se abre una competencia
en este nivel más bajo, donde la invocación a Perón o Evita parece pesar poco,
y la de Cristina menos aún. Dependerá en parte de los discursos y de los
acentos: más seguridad, menos corrupción, más lucha contra las corporaciones.
Pero sobre todo jugará la posibilidad de mantener lo logrado, de acrecentarlo o
de perderlo.
De
todo esto saldrá un nuevo liderazgo peronista. Quienes no lo son se preguntarán
cómo los afectará el resultado. Una posibilidad es que se consagre un
"peronista manso", como se decía de algunos caudillos rosistas:
tolerantes con los opositores, con mejoras en las prácticas y menos abuso del
discurso. Otra alternativa es que la lucha no se zanje y que con un peronismo
dividido se abra la posibilidad de alianzas transversales. En cualquiera de los
dos casos, lo importante será apreciar la importancia de una brecha que permita
a una fuerza política no peronista tomar forma. Un espacio alternativo y
competitivo, con proyecto, política y liderazgo. Algo que por ahora parece
lejano.
© LA NACION.
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