El gigante asiático
está invirtiendo en África y América Latina a través de empresas que tienen el
respaldo del Estado. El resto de los gobiernos deberían estar preocupados por
el papel que Pekín jugará en el futuro.
EDUARDO ESTRADA
¿Por qué una empresa china semidesconocida ha puesto en marcha un plan
para construir un canal que atraviese Nicaragua? No se ha escogido aún ninguna
ruta concreta y las dificultades medioambientales y de ingeniería a las que se
enfrenta la obra son enormes, pero el Gobierno nicaragüense aprobó hace poco
una concesión de 50 años a la empresa para la realización y explotación del
proyecto. Se calcula que el plan tendrá un coste aproximado de 40.000 millones
de dólares, una suma que es cuatro veces mayor que el PIB anual del país
centroamericano. Sabemos por qué el presidente de Nicaragua, Daniel Ortega,
está interesado en que se lleve adelante. La construcción del canal podría
reducir drásticamente el número de desempleados en el país, y los ingresos
obtenidos por los derechos de tránsito podrían contribuir a la lucha contra la
pobreza.
Ahora bien, ¿qué motivo es el que impulsa a una empresa china a asumir
los inmensos costes y riesgos asociados al proyecto? Según un portavoz de la
compañía, el tráfico de buques petroleros crecerá a toda velocidad en paralelo
al comercio mundial, en especial cuando la revolución energética en Estados
Unidos impulse un aumento de las exportaciones de recursos energéticos a Asia
desde los puertos situados en el golfo de México. Además, como ocurre con los
proyectos de infraestructuras financiados por empresas chinas en África y otras
partes del mundo en vías de desarrollo, las obras crearán puestos para
trabajadores chinos, y el canal garantizará el paso del petróleo, el gas, los
metales y los minerales que China necesita para alimentar su crecimiento.
Esta historia contiene importantes enseñanzas para los Gobiernos y las
empresas que compiten con grupos chinos en todo el mundo. En primer lugar, las
compañías chinas pueden permitirse correr unos riesgos que para otros son
inasumibles. Las empresas de propiedad estatal cuentan con el respaldo político
y económico de sus Gobiernos, y ese es un factor que les da una ventaja
comercial fundamental. Pero incluso las firmas que no son propiedad directa del
Estado pueden obtener condiciones de financiación muy favorables si Pekín
considera que sus planes de inversión son creíbles y que redundan en beneficio
de los objetivos del Gobierno. En algunos casos, incluso pueden permitirse el
lujo de sufrir pérdidas cuantiosas.
En segundo lugar, las empresas chinas pueden hacer negocios con socios
que otros consideran que representan un riesgo excesivo. La mayoría de las
empresas de todo el mundo se lo pensarían antes de invertir en un proyecto cuyo
éxito depende de la fiabilidad de un Gobierno como el de Nicaragua, que es
históricamente hostil a los intereses de Occidente, carece de calificación de
solvencia para los inversores y podría nacionalizar el canal en el futuro. Sin
embargo, Nicaragua no dispone de suficientes amigos internacionales como para
atreverse a enemistarse con los ricos socios comerciales de Pekín. De hecho,
las empresas chinas podrían utilizar su peso diplomático para obtener unas
condiciones comerciales mucho más favorables que las que proporciona el canal
de Panamá.
Lo que tenemos ante nuestros ojos es capitalismo de Estado, un sistema
en el que los Gobiernos utilizan las empresas de propiedad estatal, otras
empresas de propiedad privada pero políticamente leales, bancos y fondos
soberanos para hacer realidad sus objetivos políticos. Se trata de un intento
sistemático de usar los mercados para construir prosperidad y, al mismo tiempo,
hacer todo lo posible para garantizar que sea el Estado el que decida quién
resulta beneficiado. Y ningún Gobierno practica el capitalismo de Estado a
mayor escala ni con tanto éxito como China.
Por supuesto, esta estrategia no se limita en absoluto a Nicaragua.
China es el país cuyas inversiones más están creciendo en Latinoamérica y es ya
también el mayor socio comercial de pesos pesados de la región como Brasil y
Chile. Las exportaciones latinoamericanas a China aumentaron de 5.000 millones
de dólares a 104.000 millones de dólares entre 2000 y 2012. La reciente visita
de Estado de tres días del presidente Xi Jinping a México culminó con el
anuncio de un partenariado estratégico y la expansión de los lazos comerciales,
así como la garantía de que México reconoce oficialmente que Tíbet y Taiwán
forman “parte inalienable del territorio chino”. Además, Canadá está
desarrollando una intensa campaña para expandir su comercio con Asia en general
y con China en particular.
En algunos círculos de Washington preocupa que las inversiones chinas en
el hemisferio occidental sean un elemento más de la rivalidad geopolítica con
Estados Unidos. Es indudable que, en Pekín, algunos piensan que el giro estadounidense
hacia Asia, que incluye un mayor énfasis del Gobierno de Barack Obama en los
vínculos comerciales y el traslado de recursos militares a la región, ha
despertado la indignación de los dirigentes chinos, algunos de los cuales han
llegado a decir que Estados Unidos quiere rodear China e impedir su
crecimiento.
Pero China no está creando nuevos lazos comerciales en Centroamérica y
América Latina como parte de una campaña de estilo soviético para establecer
una cabeza de puente en el patio trasero de Washington. China y las empresas
chinas están desarrollando también cada vez más actividad en África, Oriente
Próximo, el sureste asiático y Europa, donde buscan obtener beneficios de sus
inversiones, tener acceso a un número cada vez mayor de consumidores capaces de
comprar las exportaciones chinas y asegurar a largo plazo el abastecimiento de
los recursos que necesita el país para sostener el crecimiento, crear nuevos
puestos de trabajo y reforzar la estabilidad interna. Eso sin contar con que,
en Pekín, muchos funcionarios bien relacionados están ganando mucho dinero con
estos acuerdos y contratos.
Sin embargo, el hecho de que la agresiva política comercial e inversora
de China no sea un avance estratégico en el gran tablero de ajedrez no
significa que las empresas y los Gobiernos extranjeros no deban estar
preocupados por ella. Para empezar, en todos los países en vías de desarrollo,
las empresas multinacionales de propiedad privada tienen que competir con las
empresas estatales que cuentan con el respaldo del Estado chino y un
considerable apoyo económico y político de sus respectivos Gobiernos, por lo
que no compiten en condiciones de igualdad.
Y, si las empresas de otros países deben estar preocupadas por la
fortaleza de China, por otra parte, a los Gobiernos deberían inquietarles todos
los factores que hacen a China vulnerable. Al establecer todas esas nuevas
relaciones en el mundo en vías de desarrollo, Pekín está asumiendo de forma
precipitada unos riesgos políticos que no va a poder gestionar por falta de
experiencia. En especial, a medida que el aumento de la producción nacional de
energía en Estados Unidos le haga depender cada vez menos del crudo procedente
de Oriente Próximo y África, China, con sus grandes necesidades energéticas,
irá involucrándose cada vez más en los problemas de la región.
Y esa es una posibilidad que debe preocuparnos a todos, porque esta
potencia, aún en pleno desarrollo y con un futuro que puede ser inseguro,
pronto será la mayor economía del mundo, y eso hará aflorar unas debilidades
que tendrán consecuencias para todos los que hacen negocios con China y para
todos cuya vida depende de la estabilidad de la economía mundial.
Ian Bremmer es fundador y presidente de Eurasia Group, la principal firma
mundial de consultaría e investigación sobre riesgos políticos. Su libro más reciente esEvery nation for itself: Winners and losers
in a G-Zero World, details risks and opportunities in a world without global
leadership.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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