Si se desmontaran los escenarios y se ignoraran atuendos, uniformes y
protocolos, la gira del Papa en Brasil se asumiría como la de un líder político
sugiriendo el rumbo de colisión con la estructura que hasta ahora su
institución había mantenido incólume. Es cierto que la gente, sobre todo los
dirigentes, son también sus símbolos y lo que con ellos representan, pero el
ejercicio serviría para advertir que hay algo más que una emoción
religiosa en lo que sucede en la Iglesia desde la entronización del
Papa argentino.
El viaje en Brasil,
que culmina mañana, exhibió con nitidez esa ruptura con el pensamiento
previo que el antecesor inmediato de Jorge Bergoglio, Joseph
Ratzinger, se encargó de remachar antes de su renuncia este año, al
repudiar a quienes insisten con ver a la institución como una organización más
allá de su basamento espiritual. Pero es precisamente lo que sucede.
Este no es un
debate de sutilezas para entendidos sino de poder. Tampoco es una mera cuestión
del cruce de personalidades diferentes que no lo son tanto. Como la mayoría de
quienes lo precedieron, el nuevo Papa es un conservador profundo y no
un revolucionario; por eso, quienes le demandan mayor esencia de cambio
deberían no confundir sus gestos. En el mejor de los casos, lo que sucede con
Bergoglio es la construcción de una visión más abarcadora y objetiva de la
Iglesia frente a una realidad que se impone y amenaza vaciarla.
Es un paso
necesario y seguramente inevitable.
Debería ser ya
claro que los líderes no suelen ser causa sino la respuesta de la historia a
sus contradicciones. La clave esta en las circunstancias que hacen posible que
una visión y su emisario se imponga sobre la que antes dominaba. Con apenas
mirar los diarios se encontraría la respuesta.
En uno de los
discursos del jueves en Río de Janeiro, Francisco ligó la idea de paz
con la de igualdad; la primera, sostuvo, no existiría en el tiempo sin la
segunda. Esa reflexión a tono con las demandas de los indignados allí y en todo
el mundo, encaja con el paradigma que constituyó hace medio siglo el Concilio
Vaticano II, de donde se abonó el concepto de la justicia social de la Iglesia.
Esos son los fundamentos que Ratzinger y, antes que él Juan Pablo II,
demolieron hasta los escombros. Lo hicieron contrarios a una propuesta que
asumía de un modo tan concreto a la realidad y porque ellos coincidían con el
estilo y sentido de los cambios que acabaron con el campo comunista. Cuando
Benedicto pronosticó que falta venir “un verdadero” Concilio “con fuerza
espiritual” lo que hacía era proteger ese derrumbe.
La historia va
mostrando que su renuncia fue menos eso que un relevo porque se han
abierto nuevas grietas en el mundo que ahora urge remendar.
Lo que se discutió
en aquel foro histórico, entre 1962 y 1965, fue una nueva visión de la Iglesia,
menos monárquica y absolutista, para adaptarse a los cambios de la post guerra
tardía, épocas aquellas, el sesentismo y el setentismo, de fuertes
demandas transformadoras. Era el pleno y efímero iluminismo del siglo XX,
como lo describía Eric Hobsbawm, un periodo que concluyó a comienzos de los ‘70
cuando Richard Nixon da el primer paso hacia el monetarismo, se alía con el
futuro Nobel Milton Friedman y derrumba la convertibilidad del oro y el dólar
hundiendo al mundo en la imprevisibilidad y la desregulación.
El concepto aquel
de paz e igualdad estaba en la matriz del Concilio impulsado por Juan XXIII y
profundizado por su sucesor Paulo VI, una copia de cuyo anillo usa Francisco.
Además de hacer más cercana la liturgia para los creyentes, poner al sacerdote
de frente, usar el idioma local o dejar entrar la música, concibieron el
concepto de paz dentro del más amplio de justicia. Las banderas de una teología
ligada a la liberación, que proliferaron en aquellas décadas, reflejaron el
rechazo a percibir la paz en un sentido abstracto. En 1978, cuando
llegó al trono el Papa polaco Juan Pablo II, tanto paz como justicia volvieron
a ser valoraciones separadas.
Más de 500 teólogos
ligados a aquella visión desafiante del Concilio fueron suspendidos, su voz censurada,
muchos de ellos como Leonardo Boff por el propio Ratzinger.
Es probable que
ahora esa masa de pensadores sea rehabilitada por este nuevo Papa como parte
del gesto de adaptación a estos tiempos que impulsa en la antigua nave que
comanda para retomar la iniciativa no sólo en la Iglesia.
Los desafíos de
Bergoglio son múltiples. Su institución milenaria siempre ha intentado ser la
válvula a las tensiones sociales para impedir que se desvíen hacia otras
veredas fuera de su control. Pero ahora, la Iglesia no sólo ha venido
perdiendo influencia a manos de otras religiones, lo que sería una cuestión
menor, sino de un mesianismo que es quizá la peor forma de la teología y que
llega, igual de dogmático, como una competencia inesperada desde la política y el
poder económico.
En el mundo actual,
como en los tiempos de Juan XXIII, se extiende una rebelión contra la
forma en que suceden las cosas alimentada esencialmente por la
distribución brutal del ingreso pero también, como una bomba de relojería, por
la deformación hipócrita del populismo travestido de socialista que sigue
creando pobreza y una extendida corrupción.
Esos conceptos
alejados de los más abstractos que se esperarían de un jefe espiritual, se han
multiplicado llanos y directos en este viaje de Francisco, en el cual
llamó a combatir en el clericalismo las ataduras de la curia tradicional.
En esa línea alentó
a los jóvenes a una mayor actitud militante y a los más ancianos a rebatir con
su experiencia el concepto del discurso único. De ahí van a salir estímulos
para multitud de organizaciones de base en las zonas más pobres y vulnerables
que es donde anida el mayor peligro para la estabilidad del sistema.
Quizá no se
conforme sólo con eso. Es una cuestión claramente política y no pastoral la
vinculación que este Papa ha hecho casi a diario de la condena a la corrupción
con la esperanza de un cambio posible en esos modos del poder. Un
mensaje que no fue ambiguo en su destinatario, cuando lo formuló también frente
a decenas de miles de argentinos, en una cita fuera de agenda y que organizó
especialmente para estos compatriotas que están a punto de votar en dos
elecciones claves.
Copyright Clarín,
2013.
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