Aceptar la realidad tiene por lo menos dos
connotaciones. Por un lado, supone no engañarse, ver las cosas correctamente.
En este caso, la aceptación pasa por el intelecto. Por otro lado, puede suponer
también resignarse a las cosas tal como están. Aquí la aceptación ya no pasaría
por el intelecto, sino por la voluntad y el deseo. En el orden social, esta
resignación puede resultar peligrosa: el peso del presente no debe impedir
imaginar un futuro próximo en el que pueda emerger una nueva clase política con
un espíritu distinto y una nueva forma de gobernar.
Una nueva clase política. Del hartazgo y del compromiso surgirá una nueva clase política en la
Argentina. Serán personas que se meterán en política cansadas de ver al país ir
de un extremo a otro, como el vaivén de un péndulo, o hartas de ver prontuarios
agitados como argumentos, o de las descalificaciones o las crisis, o cansadas
de escuchar elogios hacia los tigres asiáticos, los BRIC, el milagro chileno,
colombiano o brasileño, o de ver por televisión siempre las mismas caras, los
mismos "sospechosos de siempre" que se reciclan y se enriquecen no
importa cuál sea el gobierno de turno. De ver un país que no está a la altura
de su potencial.
Será un hartazgo que no lleve a la parálisis, sino
que empuje. Su contracara será un enorme compromiso que va a construir una
Argentina que será uno de los mejores países del mundo. Lo dirán así,
abiertamente, sin titubeos y sin pudores. No tendrán vergüenza de pecar de
utópicos o ingenuos. No les surgirá de un nacionalismo exacerbado ni del
egocentrismo, sino porque saben que todo padre o madre quiere para sus hijos lo
mejor. Tal vez lo habrán escuchado de sus padres: "Quiero para vos lo
mejor". ¿Cómo podrán darles lo mejor a sus hijos si no hacen de nuestro
país uno de los mejores? Así de simple será el razonamiento.
Esa nueva clase dirigente surgirá de distintos
ámbitos. Vendrá, por ejemplo, de una nueva generación democrática que pide
pista. Todo argentino en condiciones de votar nacido a partir de 1965 votó
siempre y, si nació a partir de 1983, vivió siempre en democracia. Además, en
2015, alrededor de 50% del electorado tendrá 40 años o menos. Surge una mayoría
que, por ejemplo, nunca convivió con Perón. Es una simple realidad demográfica.
Así, el país irá dejando atrás un durísimo contexto político distinto al
actual.
Pero no surgirá sólo de jóvenes. La nueva clase
dirigente estará también formada de políticos de la vieja estirpe, que con
vocación de servicio seguirán queriendo trabajar por el país; hay gente valiosa
en la política que incluso sufre más los fracasos por verlos de más cerca. Por
eso, la nueva clase política no responderá al grito estéril del "que se
vayan todos", sino a la demanda de "que se metan todos", la
convicción de que con mayor participación ciudadana, políticos con experiencia
y gente nueva se puede sacar el país adelante.
Hay gente valiosa en todos los ámbitos, y la nueva
dirigencia surgirá del mundo académico, del espectáculo, de los deportes. No
importa el origen, sino que todos quieran trabajar, con la mirada puesta a
futuro, por el mismo destino. La clave será la honestidad y la humildad, la
capacidad de escucha y el deseo de servir al prójimo, además de la ambición de
construir uno de los mejores países del mundo, ya que es ahí donde se criarán
nuestros hijos.
Un nuevo espíritu. La gran discusión de fondo de nuestra política dejará de ser entre
derecha e izquierda. Será entre los que ven a la política como un ejercicio
reivindicativo y los que la ven como uno aspiracional. Reivindicar es reclamar
lo que uno siente que le pertenece por derecho, pero ya no tiene. Es la actitud
que se encarna en gran parte de la política actual. Aspirar, en cambio, es
intentar conseguir algo que se desea. Simplificando, el reivindicativo se
levanta a la mañana y piensa: "Estoy mal, ¿de quién es la culpa?",
mientras que el aspiracional dice: "¿Qué puedo hacer para estar
mejor?". El primero se orienta hacia el pasado; el segundo, hacia el
futuro.
El espíritu reivindicativo es incapaz de orientarse
a futuro porque el acto de recuperación y búsqueda de culpables requiere mirar
hacia atrás. Se acentuó en la última década, con un kirchnerismo que llevó la
política del reclamo y la victimización a su máxima expresión. Esto no quiere
decir que no haya reclamos justos y culpables reales. Pero en este caso la
culpa de los males está siempre en el pasado y nunca es nuestra: la dictadura,
los 90, el neoliberalismo, los medios, las corporaciones. Se dice que ellos son
los culpables y que hay que recuperar lo que nos sacaron. Por eso sus
agrupaciones, incluso las juveniles, imitan la retórica de figuras del pasado.
Una aspiración, en cambio, no es una entidad recuperable por la simple razón de
que no se realizó. Necesariamente se orienta hacia el futuro.
El escritor Washington Cucurto expresa el hartazgo
con lo reivindicativo en su poema "Los puentes levadizos". Habla
sobre los horrores de la dictadura y cómo le fue inculcado el respeto por
figuras como Walsh, Santoro y el Che. Después agrega: "Ni mis padres, ni
mis hermanos, ni mis primos, ni nadie del barrio Los Pinos, en Berazategui,
donde vivo, tienen nada que ver. Suena duro, pero no es nuestra historia de
vida. Para nosotros no hubo ni habrá política... El Che ni un pelo me mueve,
para mí es una estampa serigrafiada".
Todo extremo genera su reacción equivalente.
Tenemos que lograr que el pasado vuelva a ocupar el lugar que principalmente le
corresponde: el del pasado. Aprendiendo de él, pero también dejándolo atrás.
Así se abre un horizonte aspiracional para la política que permite, finalmente,
dirigir la mirada hacia el futuro. Lograr el equilibrio justo entre los dos
ejes es tarea fundamental de aquí en más.
Una nueva forma de gobernar. Gobernar, para algunas figuras políticas de nuestra América latina, es
encarnar la voluntad popular. Por eso el gobernante pasa al frente como la cara
visible del pueblo y su persona importa más que su gestión. Por eso la crítica
al gobernante es traición, ya que es concebida como un asalto a la patria. Por
eso también la búsqueda de reformas constitucionales para perpetuarse en el
poder.
Gobernar en la Argentina del futuro será gestionar.
Aunque la palabra carezca de carga mítica, si una gestión es buena o mala tiene
implicancias enormes. De ella depende que un chico viva en un hogar con cloacas
o que una hija pueda salir a la noche sin miedo a ser asaltada. Tragedias como
Cromagnon, Once y la inundación en La Plata demuestran que la gestión puede
marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Gestionar es, simplemente,
mejorar la vida de la gente sin hipotecar el largo plazo ni fomentar divisiones
y sin la pretensión mesiánica de salvar al país. Es entender que el político no
es más importante que el elector, que lo que realmente importa son los
intereses de los ciudadanos y no los de la casta dirigente.
Me podrán decir que éstas son sólo palabras que
describen una realidad que quiero que exista, pero que está lejos de
realizarse. Tal vez. Pero uno de mis filósofos preferidos, el norteamericano
William James, alguna vez escribió que "nuestras descripciones agregan al
mundo".
Es hora de empezar a ver al país de otra manera, no
sólo para facilitar el surgimiento de nuevas fuerzas y figuras, sino también
para que cuando lleguen no nos tomen por sorpresa.
© LA NACION.
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