El inesperado
movimiento de protesta de los jóvenes nace a tientas, con los políticos
asustados y las fuerzas del orden muy dispuestas a reprimirlo.
JUAN
ARIAS/EL PAÍS
Cuerpos de policía en las calles de Sao Paulo. / NELSON ANTOINE (AP)
A pesar de que Brasil es un país
envidia de muchos, lleno de riquezas, posibilidades de trabajo y vocación
emprendedora, con una democracia de las más consolidadas del continente y hasta
de los Brics, muchos se extrañaban de que no hubiese en él un movimiento de
indignados como hoy existe hasta en las mejores democracias del mundo.
Era considerado extraño que en un país en desarrollo, que está
eliminando pobreza y acortando diferencias sociales, los jóvenes nunca salieran
a la calle para protestar, por ejemplo, contra la corrupción política o para
mejorar los servicios públicos, la educación y la salud, que muestran aún
índices, a veces, de Tercer Mundo.
De repente, la nimiedad del aumento de 20 céntimos de real en los
transportes públicos ha hecho saltar la chispa y la gente se ha echado a la calle,
no contra sus gobernantes, a los que aún conceden altos índices de confianza,
sino para intentar mejorar lo ya conquistado en los últimos 20 años.
No es posible aún prever si el movimiento inicial, que ha comenzado
teñido de violencia y actos de vandalismo callejera, se consolidará o no. Ni es
posible parangonarlo con las protestas de la llamada primavera árabe,
porque en Brasil, como en España, Italia o Grecia, los indignados no han salido
a la calle para derrotar a una dictadura, sino para ensanchar los espacios
democráticos y exigir mayor calidad de vida.
Quizás por ello, habrán podido chocar al mundo las imágenes de la noche
del jueves, sobre todo de las manifestaciones de São Paulo, reprimidas
duramente por la policía. Daban, en efecto, la impresión de que habían ocupado
la ciudad con todo el despliegue de sus fuerzas no para aislar a los posibles
vándalos, sino para evitar la misma manifestación. Habrá podido extrañar
también ver a las fuerzas policiales de São Paulo actuar contra un grupo de
manifestantes que pedían mejores transportes públicos, y más baratos, como si
estuvieran liberando de traficantes de drogas a una favela violenta de Río.
Se intentó desacreditar a los manifestantes alegando que no
representaban a la mayoría de la población, pero un sondeo de Datafolha reveló
este viernes que esa mayoría estuvo a favor de ellos, aunque condenan también
los actos de vandalismo.
Brasil tendrá a partir de ahora que convivir con las exigencias de una
ciudadanía que parece haberse despertado del largo letargo de un periodo de
vacas gordas, pero que los jóvenes que no vivieron la dictadura quieren aún
mejorar. No quieren solo bonanza, quieren mejor calidad de vida.
El nuevo e inesperado movimiento de los indignados brasileños nace aún a
tientas, sin experiencia, con los políticos asustados y las fuerzas del orden
dispuestas a reprimirlo. Deberá irse perfeccionando.
Las fuerzas del orden deberán entender que están en la calle para
defender el derecho de manifestación en una democracia. La represión de un
puñado de revoltosos radicales y violentos que se aprovechan como siempre del
río revuelto debe obedecer a la defensa de los jóvenes que luchan por una mayor
democracia.
Y eso, para unas fuerzas del orden como las de Brasil, preparadas y
acostumbradas a combatir otras violencias mucho mayores, es una niñería.
Ya es un paso adelante que el alcalde de São Paulo, Fernando Haddad, del
gubernamental Partido de los Trabajadores (PT), haya tenido el coraje de
confesar que la violencia de la pasada madrugada en la ciudad “fue tristemente
obra de la violencia policial”.
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