Una imagen que trascendió su tiempo: el festejo de la junta militar en el Mundial 78. Foto: Archivo / Reuters
La muerte del ex dictador Jorge Rafael Videla nos
coloca frente a una cantidad enorme de preguntas difíciles, cuyas respuestas
todavía están por escribirse.
Dos
cuestiones (me) resultan particularmente inquietantes.
La
primera: ¿hemos sabido dar, como sociedad democrática, una respuesta adecuada
frente a las atrocidades cometidas por la dictadura?
La
segunda: ¿contamos con reservas morales suficientes como para resistir una
eventual nueva oleada de violaciones de derechos humanos?
En
torno a la primera pregunta, hay una nota significativa que favorece el
optimismo: la incansable batalla que dieron familiares de las víctimas,
militantes políticos y sociales, y organismos de derechos humanos, en contra de
la impunidad.
Esa
batalla fue heroica muchas veces, y extraordinariamente meritoria en la
totalidad de los casos. A todos los que lucharon decididamente contra la
impunidad les debemos un eterno agradecimiento colectivo.
Dicho
esto, luego aparecen las dudas, que marcan trazos pesimistas sobre nuestro
recuento. Es preocupante saber que, desde el poder político y económico, tantas
veces y con tanta fuerza, se haya trabajado por la impunidad.
Es
preocupante que tantos hayan tranquilizado sus conciencias prontamente,
encapsulando las culpas de las violaciones masivas en unos pocos, cuando las
torturas y desapariciones se hicieron posible gracias a aplausos, silencios y
complicidades socialmente muy extendidas.
Es
preocupante que, en el camino de las necesarias condenas, muchos hayan aceptado
resignar garantías elementales en torno a derechos del procesado y niveles
exigidos de prueba. Es preocupante, además, que los valiosísimos juicios, por
los modos en que fueron diseñados, hayan trabajado en contra de la obtención de
información imprescindible, capaz de permitirnos saber quién hizo qué, o dónde
quedaron los cuerpos de los que fueron muertos.
Es
preocupante que la necesaria batalla contra la impunidad haya contribuido a
instalar la idea que asocia la condena pública con la privación de la libertad,
y la Justicia plena con la condena a perpetua.
Es
preocupante que los juicios hayan sufrido la apropiación política que
sufrieron, cuando habían llegado a ser motivo de orgullo y emoción compartida.
OPTIMISMO Y DUDAS
La
segunda pregunta sigue un derrotero similar al de la primera.
Por
un lado, optimismo: en numerosas oportunidades, nuestra sociedad ha mostrado
capacidad para ponerse de pie, para pelear por sus derechos, para clamar por
Justicia. Este hecho nos llena de esperanza, nos tranquiliza y nos da consuelo.
Pero, luego, las dudas: El poder sigue siendo responsable de graves violaciones
de derechos humanos, pero son muchos los que prefieren el silencio.
El
poder sigue espiando, infiltrando y persiguiendo a organizaciones y militantes
sociales, pero tantos sonríen a sabiendas y acompañan.
El
poder roba descaradamente, y reprime casi cotidianamente a grupos de indígenas,
ambientalistas, militantes de base, pero para muchos nada de esto es
importante: se está dando la lucha contra las viejas violaciones de derechos.
¿Nos
dice esto que nuestras reservas morales están intactas y preparadas para
activarse frente a casos extremos?
¿O nos dice, en cambio,
que el horizonte infernal de la dictadura sirve para justificar un actuar
complaciente, frente a los agravios que los derechos humanos sufren en nuestro
tiempo?.
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