Videla ordenó
perseguir sin piedad a cualquier sospechoso de izquierdista.
Bajo el régimen que
lideró de 1976 a 1981 desaparecieron 30.000 personas.
ALEJANDRO
REBOSSIO Buenos Aires
Muchos argentinos reaccionaron ayer ante la muerte del encarcelado Jorge Rafael Videla, a
los 87 años, calificándolo como “hijo de puta”. El dictador más cruel que jamás
haya conocido Argentina —que se decía católico, nunca se arrepintió de nada,
siempre reivindicó todo y solo reconoció algún “error”— gobernó su país entre
1976 y 1981 y en ese tiempo su régimen forzó la “desaparición” de hasta 30.000
personas, muchas arrojadas al mar en los vuelos de la muerte, y otros
fusilados, o torturó, saqueó bienes de sus perseguidos, empobreció a la clase
trabajadora, fomentó la especulación financiera en detrimento de la producción
local y endeudó a su país.
Su madre se llamaba María Olga Redondo y su padre, Rafael. Jorge Videla
nació el 2 de agosto de 1925 en Mercedes (100
kilómetros al oeste de Buenos Aires). En 1942 inició su carrera militar. Por
entonces los conservadores gobernaban Argentina sobre la base del fraude
electoral. Seis años después se casó con Alicia Hartridge, hija de un
embajador, con quien tuvo siete hijos, dos que también fueron militares y otro
que sufría problemas mentales y que fue cuidado por una monja francesa que más
tarde sería secuestrada por el régimen.
En 1971, el dictador militar Alejandro Lanusse lo ascendió a general.
Eran tiempos en que el peronismo y la izquierda habían tomado las armas para
enfrentarse al régimen, en plena guerra fría. En 1975, la presidenta Isabel
Perón, respaldada por la derecha y enfrentada a la guerrilla peronista
Montoneros, designó a Videla jefe del Ejército y decretó que las fuerzas
armadas aniquilasen la “subversión”. En 1976, Videla y los cabecillas de la
Marina, Emilio Massera, y la Fuerza Aérea, Orlando Agosti, dieron un golpe para hacerse cargo
de forma directa del terrorismo de Estado que ya había asomado
contra opositores.
Además cerraron el Congreso, los partidos políticos y los sindicatos. Le
llamaron “Proceso de Reorganización Nacional”. Videla, que encabezó la Junta
Militar, también justificó el golpe en la necesidad de cambiar la desastrosa
situación económica, afectada por la hiperinflación. Muchos
empresarios y la mayoría de la jerarquía eclesiástica lo apoyaron, según él
mismo reconoció. Parte de la sociedad civil también respaldó el fin del
desgobierno de Isabel Perón, pero con los años se arrepentiría a tal punto que
en la actualidad son una ínfima minoría los argentinos que defienden la
dictadura.
Videla persiguió a cualquier sospechoso de izquierdista o comprometido con
causas sociales, a guerrilleros y opositores de diversa ideología, obreros y
sindicalistas, estudiantes y profesores, profesionales y empleados, artistas y
periodistas, empresarios y religiosos, como el obispo Enrique Angelelli, por
cuyo asesinato estaba procesado el exdictador, entre otras causas
pendientes.
Hubo secuestros, torturas —incluso de bebés de detenidos—, sustracción
de las pertenencias de los desaparecidos, asesinatos y robos de 400 hijos de
embarazadas cautivas. Videla fue condenado a prisión perpetua en 2012 por organizar el plan sistemático de
desaparición de estos niños, de los cuales 109 han recuperado
su identidad.
La dictadura no reconocía los secuestros ni los asesinatos, y las madres
de los detenidos iban preguntando por sus hijos por aquí y por allá. Daban
vueltas silenciosas a la Plaza de Mayo en señal de protesta.
Las organizaciones de defensa de los derechos humanos denunciaron 30.000
desapariciones. “Ni muertos ni vivos, están desaparecidos”, explicó en 1979
Videla, que décadas más tarde reconoció 7.000 u 8.000 homicidios, aunque los
justificó por la “guerra contra la subversión”. “Para no provocar protestas
dentro y fuera del país, sobre la marcha se llegó a la decisión de que esa
gente desapareciera”, relató quien para muchos argentinos representa el símbolo
del horror.
Fiel asistente a misa, Videla decía en 1978 que “un terrorista no es
solo alguien con un revólver o una bomba, sino también aquel que propaga ideas
contrarias a la civilización occidental y cristiana”.
Así fue como su régimen quemó libros, prohibió canciones, controló la
prensa y forzó al exilio a artistas, intelectuales, científicos, periodistas y
otros argentinos de diversa condición social. El dictador nombró como ministro
de Economía a un empresario y ganadero, José Alfredo Martínez de Hoz, que
también falleció este año. Congelaron los salarios, fomentaron la especulación
financiera, liberalizaron de forma unilateral el comercio en detrimento de la
industria local y multiplicaron la deuda pública hasta niveles nunca vistos en
Argentina. Por un lado, financiaron el Mundial de Fútbol de 1978, durante el
cual el régimen intentó lavar su imagen ante el resto de los países. El 6-0 de
la Argentina campeona contra Perú quedará siempre bajo sospecha, pues esa
goleada la clasificó para la final. Por otra parte, reforzaron el gasto militar
para la represión interna y para prepararse ante una eventual guerra ese año
con el Chile de Augusto Pinochet por disputas limítrofes. Sus planes contra la
inflación no lograron bajarla nunca del 100% anual y el malestar socioeconómico
terminó forzando el final del Gobierno de Videla en 1981. Enfrentado con
Massera, los militares reemplazaron al dictador por otro general, Roberto
Viola.
También la presión internacional se hacía cada vez fuerte contra el
régimen, sobre todo a partir de 1979, cuando una visita de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos recabó información sobre los
crímenes que estaban cometiéndose. En 1980, uno de los denunciantes y
exdetenido, Adolfo Pérez Esquivel, recibió el Nobel de la Paz.
En 1983 regresó la democracia a Argentina y el presidente Raúl Alfonsín,
de la Unión Cívica Radical (UCR), impulsó el juicio a las juntas militares. Dos
años después, Videla y el resto de sus secuaces fueron condenados a prisión
perpetua por 504 secuestros, torturas, robos, usurpaciones, esclavización de
detenidos y robo de bebés. Pero en
1990, ante la presión militar y el rechazo de la sociedad civil, el entonces
presidente Carlos Menem, un peronista que estuvo preso años durante el régimen,
indultó a los jefes militares y guerrilleros presos por los delitos de los
setenta. Videla guardó entonces un perfil bajo.
Ante la impunidad en Argentina y bajo el criterio de justicia universal
contra delitos de terrorismo de Estado, que no prescriben, el entonces juez
Baltasar Garzón comenzó a investigar a Videla y otros represores, pero el país
sudamericano se negaba a extraditarlos. En 1998, un juez argentino detuvo al
exdictador por robos de niños que no habían sido juzgados en su momento. Videla
estuvo un mes en prisión, pero después consiguió el arresto domiciliario por
ser mayor de 70 años.
En 2003, el peronista Néstor Kirchner llegó al poder e impulsó la declaración de inconstitucionalidad de los indultos. En 2007, la Corte Suprema los dio de baja y al año siguiente otro juez ordenó que Videla regresara a prisión por la condena de 1985. En 2010, recibió otra pena de reclusión perpetua por crímenes cometidos en la provincia de Córdoba. En 2012, fue condenado a 50 años de cárcel por el robo de bebés y todavía tenía varios juicios pendientes más. Uno de ellos, por el Plan Cóndor, de coordinación con las dictaduras de Perú, Bolivia, Chile, Paraguay, Brasil y Uruguay para perseguir opositores.
Tres días antes de morir, declaró en esta causa que se sentía un “preso
político”. Murió en una cárcel común, la de Marcos Paz (50 kilómetros al
suroeste de Buenos Aires), sin privilegios militares, con el casi generalizado
repudio de sus compatriotas. Durante cinco años sembró el terror, durante diez
estuvo bajo arresto domiciliario y durante otros diez tras las rejas. Ahora,
bajo tierra.
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