En los
sectores movilizados de la opinión pública vivimos días decisivos. Un mes
escaso nos separa del momento en que los partidos tendrán que presentar los
candidatos de las alianzas que competirán en las elecciones primarias. A
su vez, otro decreto de convocatoria fijará la misma fecha para presentar las
listas correspondientes a la elección por voto popular de los jueces, abogados
y académicos que deberían sumarse a los actuales integrantes del Consejo de la
Magistratura.
Menudo
programa. Los que se interesan por estas cosas soportan un barullo provocado
por los repentinos zarpazos de un poder que no logra salir de sus propias
encerronas y, al mismo tiempo, confunde al electorado. Es un engaño, montado con
astucia leguleya, tras el cual se mueve una estrategia para
trasponer otro umbral de los tantos que conducen a un régimen de sumisión de
los poderes Legislativo y Judicial al imperio del Poder
Ejecutivo.
A esta circunstancia hemos llegado mientras cruje
la popularidad del Gobierno y se ponen en marcha, adicionalmente, planes de
blanqueo para amortiguar la escasez de dólares del Banco Central, fabricar una
cuasi moneda y, de paso, encubrir la corrupción. Nada, en cambio, se propone
para atacar las causas de este desaguisado, que se cifran en la inflación y el
déficit fiscal.
Estamos pues ante un escenario que muy poco tiene
que ver con la normalidad a que nos convoca la legitimidad de la democracia
republicana. En verdad, nos sigue arrastrando el choque, la fricción constante,
entre dos tipos de legitimidades: la primera, anclada en la fórmula de una
democracia resguardada por los derechos y los frenos y contrapesos de la
república; la segunda, dispuesta a dejar de lado esa fórmula para instaurar la
alternativa de un cesarismo hegemónico. Dos maneras antagónicas de entender la
democracia.
Por el momento, ninguna de estas legitimidades ha
logrado prevalecer definitivamente, lo cual nos señala, en perspectiva histórica,
que nuestra política no ha podido sortear una disputa en torno a los
fundamentos de la autoridad política y a las correlativas obligaciones que se
desprenden de ese fundamento. El asunto tiene por tanto raíces en el pasado,
viene avanzando desde el fondo de nuestro traumático siglo XX y hoy tiende a
poner en crisis una democracia a punto de cumplir tres décadas de existencia.
Son treinta años que se han revelado incapaces de
borrar este conflicto que exacerba las pasiones. El saldo es conocido: un
paisaje hostil en el plano público de la vida ciudadana que nos empantana, en
particular a los más pobres y desprotegidos, frente al desafío del desarrollo
sustentable y equitativo de la sociedad.
En cualquier disputa en torno a la legitimidad, el
tiempo y la velocidad con que suceden los acontecimientos representan un papel
crucial. El espíritu de una constitución republicana como la nuestra establece
tres ritmos temporales para adoptar decisiones. Un tiempo corto para el
ejercicio del Poder Ejecutivo; un tiempo intermedio para el ejercicio del Poder
Legislativo; un tiempo largo, en fin, para el desempeño del Poder Judicial.
De este modo, una presidencia en permanente
actividad, con un aparato burocrático y clientelar en estado de alerta, puede
poner el pie en el acelerador mientras los legisladores deliberan con menos
urgencia temporal y los jueces lo hacen durante períodos más largos mediante un
sistema procesal compuesto por varios niveles.
La atmósfera que envuelve a estos días decisivos
está cargada por un gobierno que no para, que busca dejar sin aliento a sus
adversarios, que dispara decisiones sin cesar y dispone de una mayoría registradora
en el Congreso. Con esa palanca se reduce a mínima expresión el tiempo
necesario para deliberar y, de ser posible, elaborar algún consenso. Esta
mayoría es por ahora tributaria del escaso desgarramiento que en este año han
tenido las bancadas del Frente para la Victoria en el Senado y en la Cámara de
Diputados.
Gracias a esa disciplina, el tiempo ejecutivo y el
tiempo legislativo se han fusionado en un mismo acto: le basta a la Presidencia
con enviar un proyecto al Congreso para que, de inmediato, sobrevenga la
ratificación legislativa. Es una cohorte legislativa que tan sólo podría
cambiar si esa compacta conducta se desarticulara como ocurrió en 2008 al
influjo del enfrentamiento con el campo.
Las marchas a paso forzado obedecen al temperamento
belicoso que inspira al oficialismo. Es un combate en varios frentes, por
ejemplo, contra el enemigo mediático a través de una intervención al Grupo
Clarín y de una ley modificatoria del paquete mayoritario de la empresa Papel
Prensa, que parece un calco de un apotegma clásico en esta materia: "El
arte de la guerra -decía en efecto Bonaparte- es sencillo: todo estriba en la
ejecución". Entre nosotros es un arte invasivo, efectuado a golpes de
arbitrariedad, que tiene en mira romper el equilibrio del orden constitucional
y erosionar el pluralismo de la sociedad civil.
¿Qué límites podrán contener esta arremetida? A
simple vista, provendrían de tres fuentes: de las oposiciones, que deberían
aprovechar todos los resquicios de las leyes de reforma de la Justicia para
unificar propuestas y conformar listas conjuntas para el Consejo de la
Magistratura; de la vigilancia de la opinión pública y de las redes y fuerzas
sociales y, en especial, de la sobresaliente responsabilidad que, en estos días
decisivos, recae sobre el Poder Judicial.
Se trata de una responsabilidad ligada a la
presunción de inconstitucionalidad de la ley atinente a la composición del
Consejo de la Magistratura (no es, por cierto, la única), que seguramente, una
vez promulgada, podría generar demandas de amparo y medidas cautelares en
varios fueros, entre ellos, el contencioso administrativo y el electoral. De
ser así -y parecería que hasta el propio Gobierno lo descuenta-, el ritmo de
los tiempos judiciales, su mayor o menor lentitud, adquiere un dramatismo
proporcional al gran tema de la independencia de la Justicia.
¿Qué actitud cabe en semejante contexto? En primer
lugar, por parte del Poder Judicial, unidad y prudencia. La unidad de este
poder no es de carácter sustantivo, como sueñan los dictadores, sino de
carácter formal. Consiste en un apego riguroso a la Constitución, las leyes y
los procedimientos. En una palabra, como diría Norberto Bobbio, el Poder
Judicial es la instancia que mejor encarna una democracia que respeta "las
reglas preliminares que permiten el desarrollo del juego político". Cuando
se las rechaza, en lugar de desenvolvimiento democrático hay declinación
autoritaria y, en la otra orilla, confusión anárquica.
Reglas vigentes, por tanto, y además un tiempo
adecuado para que, cuando nos internemos en el proceso electoral, las
decisiones judiciales despejen las incógnitas y nos permitan contar con la
certeza de que no se cortará el "hilo de seda" de la legitimidad.
Esperemos no llegar a tal situación, lo que nos retrotraería a las malsanas
dicotomías del último siglo, anteriores a 1983.
En el trasfondo de estas querellas se oculta una
carencia destructiva. Es la ausencia de un poder moderador capaz de morigerar
las ambiciones e inyectar en la política adhesión a la legalidad. Hoy, los
poderes moderadores se radican en la Corte Suprema y en el electorado
independiente. Uno, en manos de pocos; el otro, en manos de muchos, salvo que
el faccionalismo haga estallar ese potencial en múltiples cabezas tan ineptas
para la negociación como para el acuerdo. Incógnitas, todas ellas, en
efervescencia mientras los plazos apremian.
© LA NACION.
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