Por Eduardo
Crespo *
Desde hace algunos meses en la revista The Economist se está
debatiendo una tendencia internacional que la publicación caratula con títulos
del tipo: “El ascenso del capitalismo de Estado”; “La vuelta de la mano
visible”; “La era del libre mercado ha llegado a su fin”; “Leviatán vuelve”. Y
la mejor de todas: “El retorno de la historia”. Del intercambio se hicieron eco
otras publicaciones como Business Week, Financial Times y Foreign Affairs.
Además, varios libros dedicados a este tema ya son best-sellers. Como sucede
actualmente con tantos otros asuntos, lo que motiva este debate es el ascenso
económico chino y los serios interrogantes que este proceso le plantea al
discurso económico dominante de las últimas décadas.
Al pensamiento liberal se le
complica interpretar un mundo cada día más permeado por la economía china y las
asiáticas en general. Se trata de organizaciones híbridas que combinan formas
de propiedad incompatibles con el paradigma dominante. De estas formas, la más
subversiva e irritante es la empresa pública. En el período 2003-2010, un
tercio de toda la inversión extranjera directa registrada en economías
emergentes fue ejecutado por empresas estatales y el porcentaje va en aumento.
Estas compañías ganan licitaciones para obras de infraestructura en todos los
continentes y simultáneamente adquieren, a veces con la ayuda de fondos
soberanos del Estado, empresas privadas extranjeras.
En el ranking de las 2000 mayores
empresas del mundo que publica la revista Forbes se incorporaron 120 empresas
estatales desde 2004 hasta 2009. Son estatales las 13 mayores compañías de
petróleo y gas del mundo, valuadas por sus reservas.
China
Al contrario de lo que proclama
el pensamiento económico dominante, las elevadas tasas de inversión chinas no
encuentran su explicación en la idílica frugalidad de la “ética confuciana”,
sino en las decisiones de sus órganos estatales y empresas públicas que son
responsables por aproximadamente un 50 por ciento del total. Las empresas
públicas y mixtas, por otra parte, representan alrededor de la mitad del
Producto Bruto no agrícola del país. La compañía estatal china típica actúa a
escala global sin desatender criterios de rentabilidad privados, cotiza en
Bolsa y es administrada por una gestión profesionalizada. Los mejores graduados
de las universidades chinas son mayoritariamente acaparados por estas
corporaciones.
Exceptuando el caso de los
recursos naturales, donde está en juego la apropiación de rentas, el ascenso de
este capitalismo de Estado no coincide en esta ocasión con un asalto al sector
privado. El avance de estas compañías, al contrario de lo que pregona el
discurso dominante, impulsa la inversión y le da sustento a la innovación
privada. En este “nuevo capitalismo”, las firmas de particulares se integran en
las redes que tienen por centro instituciones estatales como universidades,
centros de investigación pública, fuerzas armadas. El capitalismo chino es una
formación social pragmática que aún preserva varias herramientas de las
economías “socialistas”, como la capacidad de planificación en base a planes
quinquenales. El padre del “modelo”, Deng Xiaoping, lo resumió con maestría en
su célebre frase: “No importa que el gato sea blanco o negro, mientras pueda
cazar ratones”.
Aunque los rasgos de este
“modelo” sean más pronunciados en China que en otros países, sus
características fundamentales van ganando terreno en varias otras regiones del
planeta, delineando una tendencia mundial.
Estamos ante un cambio de época.
Esta polémica sobre el “modelo” chino, o asiático, no es equiparable a las
pequeñas rencillas sobre cuestiones fiscales o cambiarias que entretuvieron a
la mayoría de los economistas argentinos en las últimas décadas. Tampoco
refiere a una mera cuestión distributiva. Este debate atañe a conceptos
fundamentales como el Estado y el Mercado. También pone en tela de juicio,
después de mucho tiempo en la prensa dominante mundial, las claves que
sustentan la riqueza de las naciones y el ascenso de estas en la escala del poder
geopolítico mundial.
Los reproches que a estas formas
de capitalismo oponen algunos editorialistas en las publicaciones referidas son
monumentos a la tenacidad ideológica. En términos empíricos es poco lo que
pueden objetar al dinamismo chino. Las remanidas alusiones a la corrupción y al
clientelismo estatistas suenan poco creíbles en vista de los escándalos
asociados con la última crisis internacional y del insolente aumento de la
desigualdad que acompañó las políticas neoliberales en todo el planeta. No se
puede reivindicar la transparencia de un régimen social que sólo favorece a una
minoría.
En términos teóricos, tampoco se
sostiene la tesis de que las empresas públicas absorben recursos que serían
mejor utilizados por el sector privado. Como en el idílico mundo de la
ortodoxia prevalece el pleno empleo, todo recurso utilizado en una determinada
actividad necesariamente es retirado de las otras. En el mundo real, por el
contrario, todo nuevo recurso que se emplea en una actividad contribuye a
emplear otros recursos en otras actividades.
Estados Unidos
Las peculiaridades de la
experiencia asiática obligan a repensar la relación Estado-Mercado en todas las
latitudes. En los debates sobre modelos de desarrollo es común que se señale a
Estados Unidos como un próspero contraejemplo de laissez faire y de
intervención estatal mínima. Sin embargo, cuando se realiza un escrutinio más
exigente, surgen evidencias suficientes para afirmar que el Estado
norteamericano practica la política industrial más ambiciosa y exhaustiva del
mundo.
El complejo
militar-industrial-científico-académico de este país domina la frontera
científica internacional desde la creación del Big Science (“ciencia mayor” o
“ciencia a gran escala”), la compleja red institucional que vincula la defensa
nacional con la investigación básica y las compañías industriales. Entre sus
principales conquistas está el adaptar los resultados de la investigación
fundamental para transformarlos en tecnología civil con destino comercial. Esta
densa red de universidades, laboratorios y centros de investigación, que operan
junto a entidades civiles y militares, es una herencia de la Segunda Guerra
Mundial y sus emprendimientos tecnológicos colosales, como el célebre Proyecto
Manhattan del que surgieron las primeras bombas atómicas. Sus actividades luego
se extendieron sobre el conjunto de la economía (y la política) norteamericana
mediante el financiamiento directo o indirecto de toda actividad científica
considerada estratégica.
Desde la postguerra resulta
difícil –si no imposible– identificar algún sector competitivo de la economía
estadounidense que no haya surgido de esta malla institucional. Invitamos al
lector a preguntarse: ¿cuáles son las innovaciones básicas desarrolladas en
exclusividad por el sector privado? En este caso, la particularidad de Estados
Unidos no es que la injerencia del Estado allí sea mayor o menor que en otros
países, sino que invariablemente son empresas privadas las que acaban
recogiendo los frutos comerciales del impulso público a la innovación. Los
analistas que hablan de un estado mínimo en Estados Unidos parecen no advertir
que el aparato militar norteamericano está presente en casi todos los rincones
del planeta.
Leviatán en Estados Unidos no
vuelve. Nunca se fue.
América del Sur
Durante el auge neoliberal, en
cambio, las elites de América del Sur en distintos grados aceptaron desmantelar
las instituciones desarrollistas. Incluso en el país donde el desarrollismo
llegó más lejos, Brasil, Fernando Henrique Cardoso, en un discurso de 1994 a
instancias de asumir como presidente, declaró que llegaba para terminar con la
“Era Vargas”. Esta etapa se extendió desde los años ’30 hasta la crisis de la
deuda externa de los años ’80 y se distinguió por una generalizada
“intromisión” estatal en la economía y por la creación de grandes empresas y
organismos públicos. Veinte años después es forzado preguntarse: ¿qué sería de
la economía brasileña sin Petrobras, Vale, Embraer, Embrapa y el Bndes,
creaciones todas de esa era de desarrollismo estatista que debía ser sepultada?
Y en el caso argentino las
preguntas no son diferentes. Además de todo aquello que tenemos como un regalo
de la naturaleza, ¿qué nuevas actividades le debemos a la iniciativa privada
desde que empezaron a soplar los vientos privatistas? Incluso el mismísimo
paquete tecnológico del boom exportador argentino, la soja transgénica y el
herbicida todo terreno, no fue gestado por nuestros irritados agricultores,
sino por un proveedor del ejército estadounidense, beneficiario del comprenacional
yanqui.
Es relevante enfatizar que la
importancia de la injerencia pública nunca refiere a un dilema entre
empresarios malos versus Estado bueno. Se trata de una cuestión de velocidades.
Los grandes saltos que impone el desarrollo capitalista, como la innovación
fundamental, o la superación del subdesarrollo por un país o una región,
requieren de tareas hercúleas, que si se dejan al arbitrio de la iniciativa
privada, o bien demandan siglos para ejecutarse o jamás se concluyen.
¿Habrían florecido la comunicación
satelital, la energía nuclear, las computadoras o Internet, en un mundo
organizado por sinceros admiradores de Vargas Llosa?
Cabe interrogarse por las tareas
pendientes en América del Sur. Si aún aspira a alcanzar el desarrollo
industrial, la inclusión social y la integración regional, como procesos
duraderos y sustentables, la región no tendrá más alternativa que subirse a la
nueva ola desarrollista y abandonar las premisas privatistas del pasado que aún
siguen pesando en las interpretaciones y en las políticas que se ejecutan (o se
dejan de ejecutar) en el presente.
En cambio, si opta por continuar
en la dirección (más cómoda) que impone el “mercado”, lo más probable es que
sigamos avanzando, pero a paso de tortuga, como proveedores de materias primas
para el capitalismo de Estado que nos arrastra desde Asia.
* Licenciado en Ciencia Política
y en Economía de la UBA y profesor de la Universidad Federal Fluminense de Río
de Janeiro, Brasil.
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