Me pregunto muchas veces por qué me
apasionan por igual el amor y la política. Arriesgo alguna conjetura. Se trata,
en principio, de dos de las cosas más serias del mundo: materias complejas y
resbaladizas, donde el hombre y la mujer crean todo el tiempo espejismos
emocionales y tratan de sobrevivir haciendo equilibrio en ese filo inestable y
peligroso que forman la ilusión y la realidad. A priori, uno podría decir que
la política está ubicada en un campo cartesiano, en la racionalidad pura. Y
que, en cambio, el amor se sitúa en el terreno de la más arbitraria
subjetividad emocional. Pero está probado que existen en el sufragio y en la
historia de las ideas políticas un alto nivel de pasión animal, y que las
relaciones de parejas están plagadas de intercambios razonados y de sutiles
roles de poder.
En ambos aspectos de la vida, uno idealiza al otro y termina
requiriéndole que sea fiel a esa construcción ficticia. En ambos están en juego
el narcisismo y la esperanza, la errónea necesidad de complitud y el acecho
permanente de una desilusión catastrófica. Cuando llega el desamor, tanto en
los sentimientos románticos como en la adoración de un líder, se desencadenan
el dolor, el despecho, el duelo, el desencanto y al final una cierta extrañeza:
¿cómo pudo cautivarme tanto esta persona, cómo pude hacer tanto por ella, por
qué me traicioné tanto para seguirla?
Pensé en todas
estas analogías, y en muchas más, al leer la última pregunta que el psicólogo y
periodista Diego Sehinkman
le formuló esta semana a Diana Conti: ¿existe algo que el
Gobierno o Cristina pudieran hacer que eventualmente le generara una desilusión? La
diputada, recostada en el diván, respondió: "Lo que pasa
es que cuando vos estás enamorado no ves la desilusión, no la admitís, porque
al otro vos lo investiste de algo que te completa. Y yo no me decepciono de mí
misma".
Investir significa
conferir al otro un poder sobre todos; completar significa llenar el vacío que
tenemos. No investir sería como desvestirse y estar de nuevo desnudos, y lo
contrario a la complitud en este caso sería la oquedad de la falta de fe, la
enfermedad de no creer en nada, la soledad con uno mismo, el riesgo de la
intemperie. Cuando Sehinkman
le pregunta sobre su relación con la Presidenta, Conti vuelve a
decir que "en un punto es un vínculo amoroso". Fuera de esa
entrevista memorable quedó sin publicar, por una razón de espacio y de edición,
otro tramo significativo: "Yo con el Frepaso aposté, pero en ese momento
Chacho Álvarez decidió hacerla sin consultar -dijo-. Se despertó un día y
estaba hecha. Para mí fue un desastre. Cuando cayó el gobierno de la Alianza yo
realmente dije basta, nunca más en política. Y Cristina y Néstor, la verdad que
generaron en mí lo mismo que cuando tenés un desenamoramiento muy fuerte y ves
otra vez la luz y decís: por acá puedo volver a sentir". El psicólogo
hundió más el escalpelo, y Diana precisó: "En 2002 tuve una reunión con
Néstor. Ahí me enamoré. Cuando dijo, con respecto al FMI: «Bueno, a ver,
¿cuánto es? ¡Les pago, pero acá no vengan a molestar!»".
Muchos viejos militantes del
setentismo y algunos músicos, actores y escritores del progresismo vernáculo
habían gozado también de la primavera frepasista y habían caído después en la
decepción atroz de la Alianza. Esa primavera, antes del fracaso del final,
incluyó la idea de abrazar una política ética que luchara implacablemente
contra todo atisbo de corrupción. Arrojados del paraíso por esa nueva derrota
política e institucional, los militantes anduvieron como sonámbulos en busca de
una nueva casa. El kirchnerismo les abrió las puertas, se interesó por ellos,
financió sus proyectos y les hizo olvidar algunos principios en los que creían.
Diez años después, visto en perspectiva, se puede decir que ese deslumbramiento
anuló los frenos inhibitorios que el movimiento nacional y popular debió tener.
Si esos referentes hubieran actuado con menos amor y complacencia, el
kirchnerismo no hubiera caído en tantos autoritarismos, transgresiones
republicanas, violaciones constitucionales y relativismo moral.
Me interesa, en estos momentos en que
el oficialismo celebra la "década ganada" y la oposición aprovecha
para hacer balance y contarle las costillas, detenerme en los enamorados. No me
importan tanto los mercenarios, las prostitutas caras del poder ni los cínicos
de ocasión. Me interesan los creyentes (rentados o de a pie) que legítimamente
se enamoraron de este proyecto. Puesto que sin ellos, éste no sería más que un
régimen feudal, como el que encarnan Guido Insfrán o Alperovich. Sin ese amor
ciego, que corrompe la verdad, este modelo jamás podría ser confundido con la
izquierda, el progresismo o el nacionalismo popular, ni siquiera con el
peronismo evolucionado, aquel que hizo autocríticas sobre sus imperdonables
abusos de antaño. El amor incondicional te hace ver y ser lo que no es y lo no
que sos. Podés despotricar contra las corporaciones mientras tu gobierno
promueve las suyas de un modo oscuro y venal. Podés hablar de una economía
emancipadora mientras aumenta la concentración y la extranjerización. Podés
hablar de la igualdad mientras mantenés severos índices de desigualdad y pobreza.
Podés declamar que defendés a los humildes mientras mantenés políticas
inflacionarias y fiscales regresivas. Podés alardear de articular al
proletariado mientras tu líder se ocupa de fragmentar como nunca a la
"clase trabajadora organizada". Podés enarbolar la cultura del
trabajo, mientras mantenés un sistema de clientelismo con punteros infames y
planes de limosna.
El amante no tiene distancia del
objeto amado. Ama hasta sus defectos y errores, y niega cualquier reparo o
evidencia en su contra.
Pero donde ese enamoramiento
encuentra una especie de andamiaje ideológico, digamos una liturgia que permita
racionalizar de alguna manera la adoración, es en ciertas teorías acunadas en
la universidad argentina. Allí la mayoría de los estudiantes son trotskistas o independientes,
pero es sorprendente la cantidad de profesores e intelectuales maduros, novios
tardíos y rejuvenecidos, que sienten un frenesí casi erótico por la gestión de
los Kirchner. Esa devoción está en sintonía con el posmarxismo, corriente donde
algunos polémicamente ubican también a Ernesto Laclau, un socialista nacional
que jamás dejó de serlo. Desde esos promontorios se asimila con resignación y
tristeza la decadencia del comunismo clásico, se caracteriza a la
socialdemocracia como el ala izquierda y blanda del liberalismo económico, y se
ve con alegría la precipitación populista.
Es relevante concentrarse en Laclau,
que se ha puesto tan de moda en los claustros. Hijo político de Jorge Abelardo
Ramos, a quien nunca pudo superar como ensayista, el gurú de Cristina creía
durante los años 60 en una revolución nacionalista con sesgos de izquierda. Ese
grupo discrepó severamente del guevarismo de los 70, donde se debatieron formas
revolucionarias: los trotskistas eligieron el foquismo y los montoneros el
entrismo. Esta última variante implicaba infiltrar el peronismo, dominar su
cabina de mandos y derivarlo hacia la Patria Socialista.
Laclau no estaba de acuerdo con esa
estrategia, y la historia le dio la razón. Todo ese experimento fracasó de una
manera sangrienta y demencial. Laclau siguió desde Europa las evoluciones de la
política mundial, palpó la declinación del comunismo, presenció la caída del
Muro de Berlín, leyó a Lacan y releyó a Gramsci, y se presenta hoy con un
lujoso anillo que calza perfectamente en el dedo de los mandarines
kirchneristas.
Hablar de una revolución tal y como
se concebía en los 60 y 70 suena anacrónico, sobre todo cuando la democracia
global pareció ganar la partida y convertirse en cultura y sentido común. De
modo que Laclau propone, para un proyecto de ruptura, hacer entrismo ahora en
la democracia republicana mediante el sufragio legitimador, para luego desde
adentro generar una hegemonía y elevar un líder absoluto e inalcanzable que
sintetice los conflictos y demandas, monte un dispositivo de antagonismos
permanentes y hable en nombre de esa abstracción que es el pueblo. Semejante
entronización del líder popular, que se logra dividiendo brutalmente a la
sociedad en dos y sometiéndola a un régimen hegemónico, implica transformar
desde el poder a las instituciones, que para Laclau no son neutrales, sino
esencialmente trampas armadas por el liberalismo. Siguiendo su razonamiento es
dable pensar entonces que, tal como el peronismo fue el hecho maldito del país
burgués, el kirchnerismo es el caballo de Troya de la democracia argentina. Un
movimiento que en nombre de la "democracia real" viene a cambiar la
democracia tal y como los argentinos la alumbramos en 1983. Un presente griego
para un país con una larga patología de enfrentamientos y dicotomías.
Esta lectura, que produce fervor en
los sectores más radicalizados de la intelectualidad, excluye curiosamente las
razones de fondo: para qué se quiere el poder. Laclau no lo explicita, de hecho
desdeña un poco el determinismo económico de Marx. Todo se reduce a un líder
político y a un Estado todopoderoso que siempre tiene la razón y que encarna el
"bien común". También en ese olvido por las reglas económicas
concretas el kirchnerismo siente identificación con su inefable gurú
londinense.
Néstor y Cristina Kirchner
merodearon, en su juventud, el socialismo nacional, pero resultaron lo
suficientemente pragmáticos y oportunistas como para moverse por los
andariveles que la salvaje y cambiante realidad argentina les iba dictando.
Fueron menemistas, cavallistas y duhaldistas, antes de ser tímidos
desarrollistas en los inicios del viento de cola. En la última etapa, en la escala
del "vamos por todo", mientras el modelo económico se desvanece como
el fuselaje de una nave que entra en contacto con la órbita, el cristinismo
encuentra en estas teorías una justificación para la política jacobina y feudal
que practicó en su terruño sureño y para avanzar contra las instituciones que
cuestionan hoy el absolutismo de su liderazgo.
Intelectuales, artistas y militantes
acompañan acrítica, amorosamente al Gobierno en ese asalto final, algunos sin
terminar de entender que es la democracia, estúpido. Que se juega con cosas que
no tienen repuesto. Y que, como decía Baudelaire, el amor siempre se trata de
un crimen que requiere un cómplice.
© LA NACION
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