La vida en la sociedad moderna esconde una verdad
solapada e inmutable, que parece desmentir los logros del progreso: el
primitivo miedo a la desgracia sigue allí, incrustado en la subjetividad de los
individuos, como una marca o un rasgo corporal transmitido por generaciones.
Ese temor se renueva ante cada tragedia, haciendo patente, por una parte, la
fragilidad de la naturaleza humana, y por otra, las debilidades y miserias de
los vínculos sociales.
Freud vio esto con lucidez en El malestar
en la cultura, cuando identificó tres causas universales del sufrimiento:
los achaques del cuerpo humano, la furia destructiva de la naturaleza y la
insuficiencia de las normas que rigen las relaciones entre los individuos. Este
último motivo es para Freud de índole cultural, con una clara resonancia
política: involucra al Estado, a la sociedad y a la familia. Ante él, decía el
creador del psicoanálisis, nos negamos a admitir nuestra falla. ¿Cómo pudimos
crear un sistema destinado a cuidarnos que, en realidad, nos desprotege y nos
expone al sufrimiento y la muerte? Sospechaba que esa paradoja encierra un
límite tan difícil de eludir como el que suponen la decadencia del cuerpo y las
devastadoras fuerzas naturales.
De las interminables imágenes que dejó la
inundación, tal vez la de los ancianos represente la concreción más acabada del
infortunio freudiano: la naturaleza ensañándose con cuerpos envejecidos y
maltrechos, en medio de la precariedad y el desinterés estatal. El malestar en
nuestra cultura política se reveló allí con toda crudeza y mostró una vez más
algo que el Gobierno niega y que la oposición nunca supo exponer, extraviada en
narcisismos y desvaríos republicanos: la crisis política argentina se mide en
vidas humanas. La pérdida de calidad institucional se verifica en los
hospitales y las morgues, antes que en seminarios selectos, discursos
moralistas o artículos en los diarios.
A esto hay que agregar un dato estructural que
atraviesa a las sociedades contemporáneas y se manifiesta en circunstancias
como las actuales: la creciente distancia entre las elites dirigentes y las
personas comunes. Entre el poder y la sociedad. Después de la audacia innegable
de dar la cara y constatar, sin mediaciones, la protesta y el resentimiento
popular, es probable que las autoridades hayan pensado secretamente, con
vergüenza: nosotros lo tenemos todo, ellos se quedaron sin nada. Nosotros
poseemos recursos ilimitados para librarnos de los trastornos y las amenazas
cotidianas, ellos las sufren día tras día. Y si no pensaron eso, lo dejaron
entrever. Basta contemplar los vehículos con los que bajaron a la realidad:
helicópteros inalcanzables y autos de alta gama que los inundados trataban de
abollar en su impotencia. Fue patético.
En Democracia S.A ., un duro
alegato contra la connivencia entre el capitalismo y la democracia en Estados
Unidos, el veterano politólogo Sheldon Wolin plantea una tesis para reflexionar
en estos días: "La cuestión política fundamental de nuestros tiempos se
refiere a la incompatibilidad entre la cultura de la realidad cotidiana a la
que debería ajustarse la democracia y la cultura de la realidad virtual en la
que florece el capitalismo corporativo". No otra cosa que realidad virtual
y realidad cotidiana, dramáticamente contrapuestas, es lo que se está viendo en
estas horas. Acaso el tuit apócrifo de un intendente sea la expresión farsesca
de este divorcio. Sería cómico, si no fuera trágico.
Al cabo de diez años de un régimen que atendió
demandas insatisfechas, reconstruyó el empleo, implementó planes sociales y
elaboró una epopeya, el síndrome de la muerte y el embrutecimiento cotidiano
debería llamar a la reflexión. A pesar de los logros de la democracia, que no
debemos olvidar, algo se descompone en la Argentina. No puede ser que un
gobierno que hizo del pueblo su causa central lo deje librado, una década
después, a la delincuencia, las inundaciones, los accidentes, la corrupción, el
narcotráfico, las mafias. No puede ser que la oposición permanezca ausente de
este drama, sin ideas, sin pasión. Y no puede ser que los dueños de la economía
sólo piensen en sus negocios y adulen al poder de turno que se los asegure.
Ante la tragedia, que volvió a golpear, el populismo
se muerde la cola y el republicanismo permanece impotente. En medio de este
vacío político, la solidaridad espontánea mitiga la falta de liderazgo. La
sociedad se ayuda a sí misma cuando la elite la abandona. Y pronto, con nuevos
motivos de malestar y cólera, se hará oír.
© LA NACION.
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