Por: José Ignacio
Torreblanca |
Toda
disciplina científica busca el máximo de unidad en el estudio del objeto que le
ocupa. La ciencia política no es diferente. Pero toda norma tiene una excepción
que la confirma. Ahí es donde entran nuestros vecinos italianos que, como premio por su empeño en
sorprender todo el rato a todo el mundo y hacer incomprensible para los
extranjeros lo que ocurre en su país, han logrado algo único:
desgajar el estudio del sistema político italiano del estudio de los sistemas
políticos comparados para convertirse en una disciplina propia: “Política Italiana” o,
en su versión anglosajona “Italian
Politics”. No hace falta mucho sentido común para darse cuenta de
que esta distinción no es motivo de envidia, sino de preocupación.
Las elecciones
italianas de este domingo confirman
de nuevo la procedencia de esta etiqueta. ¿Cómo digerir si no el magma
de sensaciones que
supone ver, a la vez, el contra todo pronóstico más que exitoso retorno
de Silvio Berlusconi, los problemas del tecnócrata Monti para ganarse al electorado, la marea
de apoyo popular y callejero del cómico Beppo Grillo y las dificultadas del
centro-izquierda de Bersani para hacerse con una victoria
electoral que, después de años fuera del poder, debería ser más que obvia?
Al
histrionismo y desmesura de algunos de los candidatos, hay que añadir un sistema electoral enormemente complicado,
que otorga al Partido más votado el 55% de los escaños en el Congreso y,
también, en el Senado (aunque allí el voto para por regiones y sólo pueden
votar los mayores de 25 años) y luego reparte el resto de escaños entre el
resto de los partidos de forma proporcional. Ese sistema, que buscaba corregir
la inestabilidad política, fruto de un sistema excesivamente proporcional y
fragmentado que desembocaba en gobiernos de coalición débiles, ha tenido
resultados paradójicos. Donde los politólogos italianos se ufanaban de haber
creado una democracia “potenziata” o democracia
“riforzata” nos
hemos encontrado con una democracia que se ha convertido en un problema de
primer orden, tanto para los propios italianos como para la misma Unión
Europea.
Y
en esas estamos. Muchos en Europa piensan que si Berlusconi gana, la reacción de los
mercados será de pánico y el euro acabará en la UVI, cuando no en el tanatorio.
La frase “si Berlusconi gana, Europa se hunde”, escuchada ayer en Berlín, no es
tanto un pronóstico como una constatación del desconcierto, y también, del
impacto que la crisis está teniendo sobre los sistemas políticos nacionales, la
democracia, los partidos políticos y los ciudadanos.
No estamos en los años 30, ni dirimimos una lucha entre fascismo y comunismo, pero no
conviene olvidar que Hitler llegó al poder mediante unas elecciones (no ganadas
mayoritariamente pero sí con una amplia mayoría que le permitió formar un
gobierno minoritario y, desde ahí, capturar el poder). No estamos ahí, en ese
sentido los europeos somos típicamente posmodernos, pero sí que estamos
constatando hasta qué punto esta crisis ha generado un
círculo vicioso entre tecnocracia y populismo. Cuanto más
populismo emerge en la política nacional, más necesario se hace el gobierno de
los tecnócratas, únicos capaces de restaurar el sentido común y tomar medidas
que sean eficaces. Pero cuánto más tiempo gobiernan los tecnócratas, más crece
el populismo, pues la ciudadanía acaba rechazando los sacrificios que estos
imponen.
El populismo de Berlusconi, prometiendo rebajas de impuestos a
sabiendas de que estas hundirán el país precisamente en un momento en el que
los esfuerzos de austeridad están dando resultado (Italia ha logrado un
superávit presupuestario primario, esto es, sin contar el servicio de la deuda,
del 3.5%) es escalofriante. Como lo es también la incapacidad
de Mario Monti o Per Luigi Bersani de despegarse de Berlusconi en las
encuestas. ¿De
verdad que es posible que el futuro de un país y, por extensión, el destino de
muchos europeos, se juegue en una elección que, vista desde fuera, parece algo
así como el lanzamiento al aire de una moneda? El domingo, esperemos no tener que
frotarnos los ojos.
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