Sueño de toda sociedad ilusionada con
un sistema justo de posicionamiento social, hoy el modelo educativo
meritocrático está en el banquillo de los acusados, cuestionado por elitista e
inequitativo; pero, ¿es necesario renunciar a la meritocracia en pos de la
inclusión?.
Más notas para entender este tema
La ciudad de Nueva York también tiene su Nacional
Buenos Aires. Es el Hunter College High School, en pleno Manhattan, una
secundaria más que centenaria, gratuita, de financiación pública, altamente
selectiva y, como el Buenos Aires en la Argentina, una de las más prestigiosas
de Estados Unidos.
Cada año, miles de chicos de sexto grado venidos de
todos los rincones de Nueva York, de todas las clases sociales y siempre que
hayan logrado superar con gran puntaje las pruebas nacionales estandarizadas de
evaluación, se presentan para sortear el segundo obstáculo que los separa de
una de las ofertas educativas de mayor calidad en el mundo: el examen de
ingreso para entrar a Hunter. Pero el cupo es descorazonador: de los 4000
chicos que rinden el examen, sólo entran 185. Los que obtuvieron las mejores
notas en el ingreso.
La repetición de ese ritual selectivo durante
décadas convirtió a Hunter en uno de los ejemplos indiscutidos de meritocracia
en Estados Unidos. Al menos hasta 2010.
En junio de ese año, un alumno de Hunter, un chico
negro de Harlem llamado Justin Hudson, fue el encargado de dar el discurso de
egresados del secundario. Todos quedaron boquiabiertos.
El chico Hudson habló de la "culpa" por
un privilegio inmerecido. De la injusticia que implica definir el destino de
chicos de once años en un solo examen. De la desigualdad de origen -chicos de
familias acomodadas versus chicos venidos de familias más humildes, sin
recursos para pagar profesores particulares que los preparen para el examen-
que condena a los más humildes a la derrota y hace pasar a los chicos ricos por
más inteligentes, por más meritorios.
La anécdota la cuenta el periodista estadounidense
Christopher Hayes, él mismo egresado de Hunter, en su libro Twilight of the
elites. America after meritocracy, lanzado en 2012 en Estados Unidos. Twilight
of the elites es un trabajo potente y crítico sobre una vaca sagrada de la
maquinaria social, la meritocracia.
Los cuestionamientos contra la meritocracia se
vienen apilando y Hayes pone sobre la mesa dos de los aspectos cada vez más
criticados. Por un lado, la injusticia fundacional que en la práctica enmascara
todo sistema meritocrático no importa si aplicado al mundo educativo o al
mercado de trabajo. Por el otro, el fin de la movilidad social y la acentuación
de las desigualdades que acarrea, con elites cerradas que se complacen en su
autorreproducción. La ilusión meritocrática se está desvaneciendo.
EL DILEMA LOCAL
El tema resuena en la Argentina. Es evidente:
nuestro país no es Estados Unidos, donde la competencia implacable entre los
mejores en pos de ganarse un lugar en la elite es vista como naturaleza. La
Argentina tampoco es Singapur, donde el mérito educativo -la carrera
enloquecida tras las mejores notas- determina sin vueltas las posiciones
laborales, la posición social y el éxito. Lo cuenta Andrés Oppenheimer en
¡Basta de historias!
En la Argentina, la meritocracia se juega más bien
en valores implícitos añorados antes que en los rituales diarios de la
sociedad. En la práctica los mecanismos clásicos de la meritocracia -exámenes
de ingreso, sistemas de reconocimiento según el desempeño educativo,
evaluaciones de desempeño profesional como instrumento de avance en la carrera-
están muy en desuso, o muy discutidos.
"Este trimestre Luli va a ser la
abanderada", le dice la nena de quinto grado a su mamá, y agrega:
"Los papás se separaron. Y el trimestre que viene, va a ser Pili. la mamá
se murió". La anécdota la cuenta una especialista en educación, al
comentar el peso que tiene hoy la meritocracia en la escuela. Sabemos: los
abanderados en primaria ya no se eligen según una noción clásica de mérito.
Llevar la bandera puede ser a veces un premio al mejor compañero o una
herramienta de compensación emocional, no importan las notas del boletín.
A pesar de todo, está claro que una cierta moral
meritocrática es parte de nuestro genoma nacional, aunque sea como sueño
nostálgico de una grandeza que tuvimos y ya no es: la ilusión del título
universitario como símbolo del mérito y premio merecido. Y la fe puesta en la
utopía del ascenso social a partir de esa oportunidad de esfuerzo educativo al
alcance de todos, sin importar su origen social.
Es una meritocracia en versión populista, o
peronista: la aspiración de máxima no es incorporarse a las elites, como en
EE.UU., sino salir de la clase baja y obtener la carta de ciudadanía de
argentino de la clase media. Sin embargo, la herramienta es la misma que en
EE.UU. o en Singapur: el mérito, y el diploma o las notas como prueba de ese
mérito merecido.
Pero. sorpresa: la meritocracia ya no es lo que
era. A la tendencia global que viene cuestionando la meritocracia por sus
principios y consecuencias palpables se le sobreimprime un nuevo tótem, el de
la inclusión. Una y otra se presentan cada vez más como nociones
irreconciliables.
"Si la escuela sólo se centrara en una
estricta meritocracia, nos quedan muchos en el camino y en el camino se van a
la esquina, y en la esquina no tienen destino." Así decía el ministro de
Educación de la Nación, Alberto Sileoni, el 21 de septiembre pasado en su
homenaje a Sarmiento.
No se trata esta vez de un comentario interpretable
sin más según una brújula kirchnerista-populista, que piensa la igualdad
educativa en términos distributivos. Hay algo interesante en los dichos del
señor ministro: la revisión de la meritocracia y de sus efectos sociales está
en el aire de la época.
El debate se impone. Si la meritocracia ya no es
garantía de justicia a la hora de la inclusión y la movilidad social, ¿hay que
descartarla para siempre? ¿O a veces? ¿Está perimida una sociedad de premios a
los que se esfuerzan en pos de los méritos?
ESPEJISMO MERITOCRÁTICO
Todo es cuestión de grado: "Una sociedad
meritocrática es en principio más justa que una sociedad de herencia". Así
lo explicaba hace un tiempo a Enfoques el sociólogo francés François Dubet.
Para que se entienda: es más justo alcanzar un
trabajo o un cargo público en función del mérito que en función del apellido o
la fortuna. Hasta ahí, la síntesis de las virtudes del modelo meritocrático. A
partir de allí, las críticas.
En el caso de la educación básica, por ejemplo, esa
limitación está clara. "Es extremadamente difícil -dice Dubet- producir
una escuela meritocrática porque el origen social y el capital cultural de los
alumnos condicionan muy fuertemente su mérito escolar. El problema es que el
punto de partida de cada alumno es muy desigual."
Lo que pasaba en Hunter pasa en todas las escuelas:
los chicos de familias mejor posicionadas social, económica y sobre todo
culturalmente corren con ventaja.
En término de Twilight of the elites, la
"justificación moral" de la meritocracia -la ilusión de que en ese esquema
cada uno obtiene lo que merece- es una falacia. La realidad es otra: "La
pirámide del mérito termina reflejando la pirámide de la riqueza y el capital
cultural", dice Hayes en su libro.
Y la meritocracia termina convirtiéndose en
"una ideología porque sirve para justificar moralmente a los que ocupan
las posiciones de privilegio al mismo tiempo que responsabiliza a los
perdedores por no haber hecho el esfuerzo necesario para ganar". Así lo
explica el sociólogo e investigador principal del Conicet Emilio Tenti Fanfani.
La segunda crítica va directo a las consecuencias
prácticas del modelo. "En casi todos los países del mundo que enfatizan la
meritocracia, cerca de un cuarto de los alumnos es totalmente abandonado. Esos
alumnos van a ser condenados al desempleo, la violencia, la delincuencia, el
narcotráfico", sostiene el sociólogo francés.
En el caso de la sociedad en general, Hayes lo pone
en blanco y negro: "Aquel que dice meritocracia dice oligarquía". Una
casta cerrada que llega por privilegios de origen -ya no el apellido, pero sí
el caudal cultural y económico- y luego se dedica a protegerlos. Y como telón
de fondo está el gran problema: ¿cómo medir el mérito? ¿Tiene sentido
establecer el valor de una persona por el diploma que posee?
LA FALACIA DE LOS TÍTULOS
Es curioso: no nos llega desde los griegos aunque
lo parece. "Meritocracia" es un neologismo con historia corta. Aunque
el concepto mueve sociedades desde mucho antes, la palabra llegó recién en 1958
con la novela del político laboralista y sociólogo británico Michael Young. La
llamó The rise of the meritocracy (El ascenso de la meritocracia).
Pero, paradojas: la perspectiva de Young no era una
idealización sino una advertencia sobre los riegos de una sociedad imaginaria
basada en un modelo de mérito medido por el coeficiente intelectual que domina
en una Gran Bretaña opresiva de 2034 y con un gobierno distópico.
Tenti Fanfani, por su lado, trae al debate las
ideas del sociólogo inglés John H. Goldthorpe para señalar directamente la
imposibilidad de medir el mérito. "Es una noción con una fuerte carga
subjetiva -señala Tenti-. No existe un solo estándar de mérito, sobre todo en
sociedades complejas donde conviven mercados plurales y diversificados".
Aun si decidimos medir el mérito en función de los
títulos, el problema persiste: el concepto de capital escolar está dejando de
ser un indicador de conocimiento, y de mérito, indiscutido. Los títulos están
devaluados. El mundo de la empresa lo tiene claro. Cualquier empresa que se
precie hace alarde de meritocrática. Sin embargo, allí la noción de mérito se
despega de los diplomas para incorporar otras variables.
"En una empresa tiene mérito aquel que tiene
un buen desempeño y encarna los valores de su organización. El mérito no se
reduce a los títulos", dice el especialista en comportamiento humano en
las organizaciones y profesor del IAE Rubén Figueiredo.
En ese sentido, los sistema de evaluación de
recursos humanos se esfuerzan por incorporar más variables -liderazgo,
relaciones interpersonales, trabajo en equipo- para determinar el mérito. Todas
variables subjetivas. Y tan discutibles como los títulos.
Está claro: hay consenso en que en la educación
básica el modelo meritocrático no debe reinar. Algunos sostienen que debe
imperar en la universidad: en la medida en que se compite por bienes finitos,
los puestos de trabajo futuros, la meritocracia es un filtro justo. Otros
opinan lo contrario. Y está visto, las empresas creen en la meritocracia, pero
la ampliación de la noción de mérito no logra reducir su arbitrariedad.
¿Hay que abandonar entonces el ideal meritocrático?
¿Tendrán el Hunter College School o el Nacional de Buenos Aires, por ejemplo,
que eliminar sus sistemas de ingreso en pos de una sociedad más justa? No
necesariamente.
A pesar de todas las críticas, François Dubet deja
bien claro el lugar de la meritocracia en una sociedad: "No es necesario
renunciar al objetivo meritocrático porque en principio es justo y además se
corresponde probablemente con aspiraciones individuales muy profundas: la gente
quiere tener éxito. La gente se apasiona, por ejemplo, con el deporte, un
sistema indudablemente meritocrático. La meritocracia es la expresión de la
libertad".
La solución es otra. Desde la perspectiva de Dubet,
en relación con la educación básica, por ejemplo, un sistema meritocrático
puede desarrollarse a condición de que el vencido dentro de ese sistema sea
bien tratado. "Podemos tener elites escolares y está muy bien tenerlas
siempre que todos los alumnos, incluyendo a los débiles, sepan leer, escribir,
contar, manejar una computadora. Entonces sí a la meritocracia a condición de
que el triunfo de los mejores no genere la exclusión de los más débiles."
EN NÚMEROS
·
58 Alumnos
De cada cien chicos argentinos que están listos para ingresar al secundario y completarlo, sólo 58 logran terminarlo. Esto es en las escuelas privadas. En las instituciones públicas, apenas se gradúan 26 del secundario.
·
10 Estudiantes
En Santiago del Estero de cada cien alumnos del último grado de primaria terminan el secundario. En la ciudad de Buenos Aires 44 lo hacen y 22 en el conurbano bonaerense.
·
Inclusivo y meritocrático
Varios de los países con mejores resultados educativos del mundo han logrado la articulación de un servicio educativo público y gratuito de calidad; inclusivo y equitativo y además, con aliento a la meritocracia.
·
El modelo finlandés
Es un ejemplo en ese sentido. Al contrario, en el caso argentino el sistema educativo se ve fragmentado según el nivel socioeconómico. La falta de inclusión afecta a la meritocracia y la excelencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario