En Rusia, el juego de Putin consiste en hacer como si hubiera
reconstruido el poder de la Unión Soviética. Y, por tanto, aprovecha todas las
bazas que le deja lo que solía llamarse “Occidente”.
El
acuerdo entre Estados Unidos y Rusia, que, en principio, obliga a Bachar el
Asad a deshacerse de su arsenal de armas químicas a lo largo de 2014, solo
podía ser acogido con alivio. Y antes que nada por las opiniones públicas
norteamericana y europea, que, desde el comienzo de esta guerra civil,
consideran mayoritariamente que hay que mantenerse al margen. Sin embargo, no
parece descabellado coincidir con los Gobiernos estadounidense y francés cuando
explican que este acuerdo diplomático, a iniciativa de Rusia, no habría sido
posible sin la amenaza de un ataque militar, consecuencia del uso de armas
químicas contra la población civil por parte del régimen de Bachar el Asad.
La
solución de una tutela internacional sobre las armas químicas sirias ha sido
recibida de forma positiva más o menos por todo el mundo, a excepción del
senador norteamericano y antiguo candidato a la presidencia John McCain, que ha
observado que esta negociación va a darle tiempo a El Asad, ya que, al fin y al
cabo, esta guerra civil, que ya ha causado más de cien mil muertos, continúa.
En todo caso, esta solución ha dado una salida tanto a Vladímir Putin como a
Barack Obama. El presidente ruso aparece como el gran vencedor de este
episodio: ha hecho de Rusia el árbitro de la situación y, al mismo tiempo,
puede jactarse de haber protegido a su aliado sirio. Una imagen positiva que ha
hecho olvidar que, desde hace dos años, Rusia apoya al régimen de Bachar el
Asad, que utiliza su aviación para arrasar ciudades enteras, no solo
suministrándole armas, sino también consejeros militares. En cuanto al
presidente norteamericano, por ahora evita tener que recurrir a las armas, cuyo
uso le repugna: “He sido elegido para poner fin a dos guerras (Irak y
Afganistán)”, le gusta repetir a Barack Obama, para justificar sus idas y
venidas y sus dilaciones de todo tipo durante estos dos años. Cuando, hace dos
años, y todos los diplomáticos concuerdan en esto, hubiera bastado con que El
Asad hiciera algunas concesiones y aceptara una evolución democrática y un
compromiso político para evitar el estallido de una guerra civil en la que,
desde el principio, Obama no ha querido implicarse.
Pero
antes incluso de que el episodio sirio quedase eclipsado por el siguiente,
mucho más explosivo, a saber, el programa nuclear iraní, varias dificultades
salieron a la luz: el peso de Rusia sobre Europa, la actitud alemana y la
ausencia de respuesta a la situación de las comunidades cristianas de Oriente.
En Rusia, el juego de Putin consiste en hacer como si hubiera reconstruido el
poder de la Unión Soviética. Y, por tanto, aprovecha todas las bazas que le
deja lo que solía llamarse “Occidente”.
Acabamos
de verlo en Siria. Por otra parte, aquellos que, ante la hipótesis de los
ataques militares, querían a toda costa encomendarse al Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas, de hecho, aceptaban a Putin como amo de la situación.
Es
evidente que todo podría cambiar si Rusia se mostrase interesada en volver a un
juego constructivo. Vamos a verlo en el caso sirio, pues podremos medir si
Rusia contribuye o no a una salida política de la crisis, o si su objetivo era
solo darle tiempo a El Asad para imponerse en el campo de batalla.
Pero el
principal problema se sitúa para nosotros en Alemania. En la cumbre del G20,
Angela Merkel, simple y llanamente, se alineó con Moscú frente al eje
franco-estadounidense, antes de aceptar aproximarse a la postura, firme en sus
principios, de sus socios europeos. No es la primera vez que la canciller
manifiesta una inclinación hacia Rusia superior a sus sentimientos europeos. Se
puede alegar el peso del gas ruso sobre el aprovisionamiento energético de
Alemania, encarnado, por otra parte, en la posición que ocupa el excanciller
Schroeder en el seno de los intereses gasísticos rusos. También se puede
señalar que Merkel mantiene una verdadera proximidad cultural con el mundo de
su juventud, el de la Alemania del Este y el sovietismo, una cultura que
comparte con Putin y que crea entre ambos un entendimiento natural que no
tienen con ningún otro dirigente europeo. Pero hay que tener en cuenta un
factor más profundo que afecta a toda Europa: buena parte de la opinión pública
alemana, y también europea, aspira a convertir a Alemania y la Unión Europea en
una gran Suiza desarmada.
Una
entidad tendente a resguardarse de la Historia, a protegerse de ella, a
abstraerse en vez de asumir las crecientes responsabilidades derivadas de la
nueva estrategia norteamericana, que pasa por su repliegue progresivo de los
teatros europeo y medio oriental.
Finalmente,
la otra dificultad radica en el destino de las minorías cristianas. Están entre
la espada y la pared en Irak. Eran agredidas por los Hermanos Musulmanes en
Egipto. Viven bajo la amenaza de las facciones extremistas que se han unido a
la oposición siria. Sin duda, esta preocupación explica en parte la actitud del
Papa. Aunque se puede señalar que el papa Francisco no estimó oportuno
organizar una plegaria mundial por la paz tras el 21 de agosto, fecha del
ataque con armas químicas y, en cambio, lo ha hecho para prevenir la amenaza de
los bombardeos norteamericanos. Es difícil no ver en ello un reflejo de una
posición compartida por todos los denominados “países emergentes”, desde China
a la India, pasando por Brasil y Argentina, en los que los esquemas
anti-imperialistas y anti-occidentales siguen de actualidad, pese a que, en
este caso, semejante prisma ya no tiene sentido alguno.
Traducción:
José Luis Sánchez-Silva
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