Hace falta una
nueva ética para esta era. Necesitamos Snowdens y Mannings en China, en Rusia,
en todas partes, para combatir la disminución gradual de lo que Kant llamó “el
uso público de la razón”.
RAQUEL MARIN
Todos recordamos el rostro sonriente y esperanzado de Obama en su
primera campaña: “¡Yes, we can!” Sí, podíamos dejar atrás el cinismo de la era
de Bush y ofrecer justicia y bienestar al pueblo estadounidense. Ahora que
vemos que Estados Unidos mantiene sus actividades clandestinas y amplia su red
de espionaje, incluso vigilando a sus aliados, imaginamos a los manifestantes
que increpan al presidente: “¿Cómo puede utilizar aviones no tripulados para
matar? ¿Cómo puede espiar incluso a nuestros aliados?”, mientras Obama murmura,
con una sonrisa malvada: “Yes we can”.
Pero es un error personalizar. La amenaza contra la libertad revelada
por las denuncias está arraigada en el sistema. No solo hay que defender a
Edward Snowden porque haya irritado y avergonzado a los servicios secretos
estadounidenses; los actos denunciados los cometen, en la medida de sus
posibilidades tecnológicas, todas las grandes (y no tan grandes) potencias:
China, Rusia, Alemania, Israel.
Sus revelaciones han dado fundamento a nuestras sospechas de que nos
vigilan y controlan, y tienen alcance mundial, mucho más allá de las típicas
críticas a Estados Unidos. En realidad, Snowden no ha dicho (y Manning tampoco)
nada que no supusiéramos ya. Pero una cosa es saberlo en general y otra tener
datos concretos.
En 1843, el joven Karl Marx afirmó que el antiguo régimen alemán
“imagina que cree en sí mismo, y exige que el mundo imagine lo mismo”. En esas
circunstancias, la capacidad de avergonzar a los poderosos es un arma. Como
dice él a continuación: “La presión debe aumentarse con la conciencia de la
presión, la vergüenza debe ser más vergonzosa haciéndola pública”.
Esta es exactamente nuestra situación: nos enfrentamos al desvergonzado
cinismo de los representantes del orden mundial, que imaginan que creen en sus
ideas de democracia, derechos humanos, etcétera. Tras las revelaciones de
WikiLeaks, la vergüenza —la suya, y la nuestra por tolerar ese poder— es mayor
porque se hace pública. Lo que debería avergonzarnos es la reducción gradual en
el mundo del margen para lo que Kant llamaba el “uso público de la razón”.
En su clásico texto ¿Qué es la Ilustración?, Kant compara el uso
“público” y “privado” de la razón. “Privado” es el orden comunitario e
institucional en el que vivimos (Estado, nación...) y “público” es el ejercicio
universal de la razón: “El uso público de nuestra razón debe ser siempre libre,
y es lo único que puede llevar la ilustración a los hombres. El uso privado de
nuestra razón, en cambio, puede restringirse sin impedir gravemente el progreso
de la ilustración. Por uso público de la razón interpreto el uso que hace una
persona, por ejemplo, un sabio ante el público que le escucha. Uso privado es
el que puede hacer una persona en un cargo de la administración”.
Se ve la discrepancia de Kant con nuestro sentido común liberal: el
ámbito del Estado es “privado”, limitado por intereses particulares, mientras
que un individuo que reflexiona sobre cuestiones generales hace un uso
“público” de la razón. Esta distinción kantiana tiene especial relevancia ahora
que Internet y los demás nuevos medios se debaten entre su “uso público” libre
y su creciente control “privado”. Con la informática en nube, nos proporcionan
los programas y la información a la carta, y los usuarios acceden a
herramientas y aplicaciones en la red a través de los navegadores.
Pero este mundo nuevo y maravilloso no es más que una cara de la moneda.
Los usuarios acceden a programas y archivos que se guardan en remotas salas de
ordenadores de clima controlado; o, como dice un texto publicitario: “Se
extraen detalles a los usuarios, que ya no necesitan conocer ni controlar la
infraestructura tecnológica ‘en la nube’ de la que dependen”.
He aquí dos palabras clave: extracción y control. Para administrar una
nube es preciso un sistema de vigilancia que controle su funcionamiento, y que,
por definición, está oculto a los usuarios. Cuanto más personalizado está el
smartphone que tengo en la mano, cuanto más fácil y “transparente” es su
funcionamiento, más depende de un trabajo que están haciendo otros, en un vasto
circuito de máquinas que coordinan las experiencias de usuarios. Cuanto más
espontánea y transparente es nuestra experiencia, más regulada está por la red
invisible que controlan organismos públicos y grandes empresas con sus secretos
intereses.
Si emprendemos el camino de los secretos de Estado, tarde o temprano
llegamos al fatídico punto en el que las normas legales que dictan lo que es
secreto son también secretas. Kant formuló el axioma clásico de la ley pública:
“Son injustas todas las acciones relativas al derecho de otros hombres cuando
sus principios no puedan ser públicos”. Una ley secreta, desconocida para sus
sujetos, legitima el despotismo arbitrario de quienes la ejercen, como dice un
informe reciente sobre China: “En China es secreto incluso qué es secreto”. Los
molestos intelectuales que informan sobre la opresión política, las catástrofes
ambientales y la pobreza rural acaban condenados a años de cárcel por violar
secretos de Estado, pero muchas de las leyes y normas que constituyen el régimen
de secretos de Estado son secretas, por lo que es difícil saber cómo y cuándo
se están infringiendo.
Si el control absoluto de nuestras vidas es tan peligroso no es porque
perdamos nuestra privacidad, porque el Gran Hermano conozca nuestros más
íntimos secretos. Ningún servicio del Estado puede tener tanto control, no
porque no sepan lo suficiente, sino porque saben demasiado. El volumen de datos
es inmenso, y, a pesar de los complejos programas que detectan mensajes
sospechosos, los ordenadores son demasiado estúpidos para interpretar y evaluar
correctamente esos miles de millones de datos, con errores ridículos e
inevitables como calificar a inocentes de posibles terroristas, que hacen
todavía más peligroso el control estatal de las comunicaciones. Sin saber por
qué, sin hacer nada ilegal, pueden considerarnos posibles terroristas.
Recuerden la legendaria respuesta del director de un periódico de Hearst al
empresario cuando este le preguntó por qué no quería irse de vacaciones: “Tengo
miedo de irme y que se produzca el caos y todo se desmorone, pero tengo aún más
miedo de descubrir que, aunque me vaya, las cosas seguirán como siempre y se
demuestre que no soy necesario”. Algo similar ocurre con el control estatal de
nuestras comunicaciones: debemos tener miedo de no poseer secretos, de que los
servicios secretos del Estado lo sepan todo, pero debemos tener aún más miedo
de que no sean capaces de hacerlo.
Por eso es fundamental que haya denuncias, para mantener viva la “razón
pública”. Assange, Manning, Snowden son nuestros nuevos héroes, ejemplos de la
nueva ética propia de nuestra era de control digital. No son meros soplones que
denuncian las prácticas ilegales de empresas privadas a las autoridades
públicas; denuncian a esas autoridades públicas y su “uso privado de la razón”.
Necesitamos Mannings y Snowdens en China, en Rusia, en todas partes. Hay
Estados mucho más represores que Estados Unidos: imaginen qué le habría pasado
a Manning en un tribunal ruso o chino (seguramente, nada de juicio público).
Eso no quiere decir que Estados Unidos sea blando, pero no trata a los presos
con la brutalidad de esas dos potencias, puesto que, con su superioridad
tecnológica, no lo necesita (aunque está más que dispuesto a usarla cuando hace
falta). En realidad, es más peligroso que China, porque sus medidas de control
no lo parecen, mientras que la brutalidad china es fácil de ver.
Es decir, no basta con enfrentar a un Estado con otro (como hizo Snowden
con Rusia y Estados Unidos); necesitamos una nueva red internacional que
proteja a los que denuncian y ayude a la difusión de su mensaje. Son nuestros
héroes porque demuestran que, si los poderosos pueden, nosotros también.
Slavoj Zizek es filósofo esloveno
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
No hay comentarios:
Publicar un comentario