Mientras la gran mayoría vive aún en una economía deprimida, los ricos
han recuperado sus pérdidas.
Bill de Blasio, candidato a alcalde de Nueva York, en campaña. / TIMOTHY CLARY (AFP)
Hace unos
días, The New York Times publicaba un reportaje sobre una
sociedad cuyos cimientos estaban siendo socavados por la desigualdad extrema.
Esta sociedad proclama que recompensa a los mejores y más brillantes,
independientemente de cuáles sean sus antecedentes familiares. En la práctica,
sin embargo, los hijos de los ricos se benefician de oportunidades y relaciones
inaccesibles para las criaturas de las clases media y trabajadora. Del artículo
se desprende que la brecha entre la ideología meritocrática de la sociedad y su
realidad cada vez más oligárquica está teniendo un efecto profundamente
desmoralizador.
El
reportaje explicaba, en pocas palabras, por qué la desigualdad extrema es
destructiva, por qué suena hueca la afirmación de que las desigualdades no son
importantes siempre que haya igualdad de oportunidades. Si la diferencia entre
los ricos y el resto de la gente es tal que los primeros viven en un universo
social y material diferente, con esto basta para vaciar de sentido cualquier
noción de igualdad de oportunidades.
Por cierto,
¿de qué sociedad estamos hablando? La respuesta es: de la Escuela de Negocios
de Harvard, una institución de élite actualmente caracterizada por una profunda
división interna entre los alumnos corrientes y una especie de aristocracia de
hijos de familias adineradas.
La
cuestión, por supuesto, es que en Estados Unidos las cosas funcionan como en la
escuela, o incluso peor, algo que parecen confirmar los últimos datos sobre la
renta de los contribuyentes.
Los
economistas Thomas Piketty y Emmanuel Sáez han recopilado esos datos durante la
última década y han utilizado las cifras de la Hacienda estadounidense para
calcular la concentración de renta en las clases altas estadounidenses. Según
sus cálculos, la parte correspondiente a las rentas más altas sufrió un golpe
durante la Gran Recesión, cuando cosas como las plusvalías o las primas de Wall
Street decayeron temporalmente. Pero los ricos han vuelto con fuerza, hasta el
punto de que el 95% de los ingresos de la recuperación económica desde 2009 han
ido a parar al famoso “1%”. De hecho, más del 60% fue al 0,1% de la población
con los ingresos más altos, gente cuyas rentas anuales superan los 1,9 millones
de dólares.
Básicamente,
mientras que la gran mayoría de estadounidenses vive aún en una economía
deprimida, los ricos han recuperado casi todas sus pérdidas y siguen avanzando
posiciones.
Un
inciso: estas cifras deberían (aunque probablemente no lo harán) acabar por fin
con las pretensiones de que la desigualdad creciente se debe tan solo a que a
los que tienen un mejor nivel de instrucción les va mejor que a los menos
preparados. Solo una pequeña parte de los licenciados universitarios accede al
selecto círculo del “1%”, mientras que muchos jóvenes con un alto nivel de
formación —la mayoría, incluso— están pasando por momentos muy difíciles.
Tienen sus títulos, con frecuencia conseguidos a costa de adquirir deudas
importantes, pero una gran parte de ellos siguen sin empleo o están
subempleados, mientras que muchos más descubren que acaban realizando trabajos
en los que no hacen uso de sus costosos estudios. El licenciado universitario
sirviendo cafés en Starbucks es un tópico, pero refleja una situación
absolutamente real.
¿A qué se
deben estos astronómicos ingresos de las clases más altas? Sobre este punto
existe un intenso debate, en el que algunos economistas siguen afirmando que
las rentas increíblemente altas reflejan contribuciones igualmente increíbles a
la economía. Creo que ya he señalado que una gran parte de esas rentas
superaltas procede del sector financiero que, como posiblemente recordarán, es
el sector que los contribuyentes tuvieron que rescatar después de que su
inminente quiebra amenazase con arrastrar al fondo a toda la economía.
En todo
caso, sea cual sea la causa de la concentración creciente de la renta en las
clases más altas, el efecto es que está socavando todos los valores que definen
a Estados Unidos. Año tras año nos vamos apartando de nuestros ideales. Los
privilegios heredados están desplazando a la igualdad de oportunidades, y el
poder del dinero está ocupando el lugar de la verdadera democracia.
¿Qué
podemos hacer, entonces? Por el momento, un cambio como el que tuvo lugar
durante el New Deal —una transformación que creó una sociedad con una clase
media, no solo mediante programas gubernamentales, sino aumentando
considerablemente el poder de negociación de los trabajadores— parece estar
políticamente fuera de alcance. Pero esto no significa que haya que renunciar a
avances más limitados, a iniciativas que al menos puedan contribuir en algo a
igualar las reglas del juego.
Por
ejemplo, la propuesta de Bill de Blasio, que consiguió el primer puesto en las
primarias de los demócratas del martes y que probablemente sea el próximo
alcalde de Nueva York, de proporcionar una educación preescolar universal,
pagándola mediante un pequeño recargo tributario a los que tienen rentas
superiores al medio millón de dólares. Por supuesto, los sospechosos de rigor
lloran y se lamentan de que se ha herido sus sentimientos; lo han estado
haciendo, y mucho, durante los últimos años, aunque estuviesen ganando dinero a
manos llenas. Pero, sin duda, es justo lo que habría que hacer: cobrar
impuestos a los ricos cada vez más ricos, aunque sea un poco, para que los
hijos de los menos favorecidos también tengan oportunidades.
Algunos
expertos ya están insinuando que el ascenso inesperado de De Blasio es la punta
de lanza de un nuevo populismo económico que sacudirá a todo nuestro sistema
político. Parece prematuro afirmarlo, pero espero que estén en lo cierto,
porque la desigualdad extrema sigue aumentando, y está envenenando a nuestra
sociedad.
Paul
Krugman es
profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008
© New
York Times Service 2013
Traducción
de News Clips
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