¿Cuál es el alcance de la
proliferación de tuits que nos rodea? ¿Nos hallamos ante una
simple moda o ante una verdadera revolución comunicacional? En la era de Twitter que acaba
de comenzar se diluye, por lo pronto, la antigua diferencia
entre el "emisor" y el "receptor" de un mensaje. La
imprenta de Guttenberg consagró hace siglos el predominio del emisor. La
libertad de prensa se entendió desde entonces como el derecho de los emisores a
publicar sus ideas por medio de la prensa sin censura previa. ¿Cuál era en tal
caso el derecho del receptor? Sólo el derecho de escoger entre las alternativas
que le ofrecían los emisores.
Por siglos, pues, la libertad de prensa fue
concebida como un sistema "unidireccional". Diversos emisores competían
por atraer la atención del receptor. Pero ahora, en parte gracias a Twitter, el
receptor puede convertirse él mismo en emisor. La comunicación se ha convertido
en una avenida de dos manos. Aquellos que tengan más motivaciones o más
recursos, naturalmente, la aprovecharán mejor, pero ello no quita que todos,
emisores y receptores, estén llamados por igual a recorrerla, con lo cual se
multiplican al infinito las posibilidades de comunicación entre los seres
humanos.
Este inmenso avance no se ha logrado sino a cambio
de ciertas restricciones. Los mensajes que llegan bajo la forma de tuits no
pueden alargarse, por lo pronto, más allá de una cantidad determinada de
palabras, aunque, eso sí, pueden repetirse y multiplicarse sin freno ni medida.
Aquí aparece otra restricción que no proviene del emisor, sino del receptor.
¿Qué diríamos, por ejemplo, en aquellos casos en que a éste no le interesa,
simplemente, tal o cual mensaje? ¿Qué hacemos ante aquellos mensajes que no nos
excitan ni conmueven? Los tiramos al cesto de la basura. También el receptor
tiene el derecho de no leer, de no escuchar, de desechar los mensajes que
considere irrelevantes. Aun en medio del apogeo de los emisores, los receptores
conservan en sus manos la posibilidad crucial de no prestarles atención. Podría
decirse, en este sentido, que los emisores compiten entre ellos para atraer la
curiosidad del receptor. Muchos zánganos vuelan en pos de la reina. Sólo uno
logrará fecundarla. ¿Quién tiene entonces la clave del poder? ¿El que ofrece o
el que recibe el servicio de la comunicación?
Se supone que aquellos que hemos gozado hasta hace
poco tiempo, como emisores, de una posición dominante en el mundo de las
comunicaciones, por ejemplo los periodistas, podríamos sentirnos menoscabados
en el nuevo mundo de las comunicaciones "circulares", de ida y
vuelta, que empieza a rodearnos. Pero esta sensación de pérdida de influencia
es quizás un falso espejismo, ya que si, por una parte, la multiplicación de
las comunicaciones nos beneficia a todos, por otra parte, que haya
incomparablemente más emisiones y más recepciones que antes abre horizontes
insospechados a la creatividad. El pensador Pierre Teillard de Chardin imaginó
que la interconexión entre millones de inteligencias humanas a través de las computadoras
habría de crear un nuevo espacio, un nuevo ambiente al que llamó
"noosfera", que albergaría en su seno algo así como un cerebro
multitudinario, una nueva conexión espiritual, capaz de ofrecernos perspectivas
de superación con las que hasta entonces no habíamos soñado.
Estamos explorando estas nuevas vías, por supuesto,
en un clima de libertad. El monopolio de las comunicaciones equivaldría a la
más negra de las tiranías. Aquellos que cuentan con la expectativa del
monopolio pueden caer en la ilusión de lograrlo. No tienen, sin embargo,
ninguna garantía. La presidenta Kirchner ha sido de las primeras en apelar a la
multiplicación de los tuits, con la ayuda del inmenso aparato de prensa que ha
montado a su servicio. ¿De qué le ha valido? ¿Ha cesado por ello la distancia
que la separa de la ciudadanía? El 11 de agosto, los "receptores" le
dijeron que no y, si este verdadero plebiscito contra lo que pretendió
convertirse en un "unicato" sin límites ni plazos se confirma el 27
de octubre, el simple principio democrático de otorgarles un mando, aun así
acotado, a quienes sepan interpretar la voz de la mayoría, seguirá vigente pese
al avance más audaz de la tecnología.
Son dos órdenes diferentes de la realidad. El orden
tecnológico avanza siempre, pero es ideológicamente "neutral",
indiferente a los valores. Sobre él pueden erguirse tanto la república como la
tiranía. En el orden político, en cambio, los que valen son, precisamente, los
valores. En Atenas no tenían Twitter, pero tenían la democracia. El error es
suponer que se puede apelar a la tecnología para esquivar la democracia. Ya sea
en Atenas o aquí, los principios cuentan. Cuando el pueblo lo entiende así, la
batalla está ganada.
© LA NACION.
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