Montaigne recibió
una estricta educación en latín y pasaba largos ratos en silencio. Concentrado
en un solo punto, lo abarcaba absolutamente todo; nosotros, concentrados en
puntos múltiples, no abarcamos casi nada.
ENRIQUE FLORES
Pierre de Montaigne estaba empeñado en que su hijo fuera mejor que él y,
para conseguirlo, le dio una estricta, y hermética, educación en latín. Estaba
convencido de que este era su deber de padre, pues su abuelo había sido un
próspero comerciante, de apellido Eyquem, que había logrado quitarse de encima
su fama de pescadero y ascender a un estrato menos oloroso de la sociedad
bordelesa. Al final de su vida el abuelo, pensando en el porvenir de su
estirpe, y concretamente en erradicar de su blasón los pescados ahumados, había
comprado al arzobispo de Burdeos el castillo de Montaigne, para que sus
descendientes reorientaran su destino, lejos de las marismas, las escamas y los
espinazos.
El hijo del pescadero Eyquem, como suele suceder con los vástagos a los
que todo les cae del cielo, no dio golpe, pero Pierre, su nieto, aparcó la
administración de la fortuna que había heredado para hacer una carrera en el
Ejército que le procuraría, gracias a su brillante desempeño, el título de
Sieur de Mointange, que consiguió borrar de su linaje el apellido Eyquem.
Una vez dentro de la nobleza, privilegio que con el tiempo lo llevó a
convertirse en el burgomaestre de Burdeos, montó una enorme y bien surtida
biblioteca que inmediatamente atrajo a la intelectualidad de la época, y ya que
había logrado consolidar el innegable ascenso social de la familia, tuvo un
hijo, Michel, en el año de 1533, para el que, con la ayuda de sabios y
profesores, diseñó una infancia que produjera un hombre mejor que él, un
proyecto consecuente con su propia historia de superación. Y para conseguirlo
le puso, desde que era muy pequeño, un profesor alemán que ignoraba el francés
y que le hablaba y lo instruía exclusivamente en latín, con la ayuda de dos
asistentes que le hablaban en la misma lengua. Para que la educación del
pequeño Michel fuera herméticamente en latín, el padre, la madre y la
servidumbre con la que tenía contacto aprendieron unas cuantas frases para
dirigirse a él solo en esa lengua.
A los seis años Michel de Montaigne, sin conocer ni una sola palabra de
francés, hablaba y escribía perfectamente en latín, pero más adelante, en
cuanto tuvo que ir al colegio para no quedar tan aislado de la sociedad, según
sus propias palabras, “su latín degeneró inmediatamente”.
El experimento pedagógico del padre produjo, como se sabe, no solo a uno
de los escritores más importantes de Occidente, sino al inventor del ensayo,
ese género literario en el que cabe absolutamente todo.
El arte más grande de todos, escribió Montaigne, es “seguir siendo uno
mismo”, rester soi-même, una idea que mantuvo a lo largo de su
vida, que además de su inagotable obra literaria, le dio para viajar, para inmiscuirse
en la política y para administrar, de mal humor, su castillo y sus posesiones.
Todas las experiencias de Montaigne iban a parar a las páginas de sus ensayos,
cualquier cosa que le sucedía provocaba una reflexión, una hipótesis, una
sentencia, vivía concentrado en vivir para después dar cuenta de ello por
escrito, para alimentar su pensée vagabonde que llevaba una
sola dirección, la del ensayo que estaba escribiendo, o dictando, porque, como
él mismo sentenció, “quien quiere estar en todas partes no está en ninguna”.
Sería ridículo, desde luego, seguir el ejemplo del padre de Montaigne,
en este siglo XXI tan poco afecto a la concentración. Para aislar a un niño en
otra lengua necesitaríamos vivir en una cueva, en el desierto o en medio de la
selva, y probablemente hasta allí se colaría la información que pulula de
pantalla en pantalla, y en el caso de que lográramos aislarlo herméticamente,
nuestro experimento difícilmente produciría otro Michel de Montaigne; aquello
fue una combinación milagrosa del rigor educativo del padre más el talento del
hijo. Lo que si podemos es hacer el ejercicio de oponer a aquel niño que solo
hablaba latín, que estaba concentrado, sin distracciones, en el cultivo de sí
mismo, a los niños contemporáneos que están distraídos por muchas cosas a la
vez, por el mundo exterior que entra a saco por una infinidad de terminales.
Mientras Montaigne pasaba en silencio largos tramos del día, que llenaba
de pensamientos y reflexiones, nosotros forcejeamos contra el estruendo que
sale permanentemente de las pantallas. Concentrado en un solo punto, Montaigne
lo abarcaba absolutamente todo, nosotros, concentrados en puntos múltiples, no
abarcamos casi nada.
Tanto estímulo exterior nos aleja del arte más grande de todos, que
proponía Montaigne: seguir siendo uno mismo, porque para alcanzarlo se
necesitan largas horas de reflexión, es decir, pasar mucho tiempo sentado en
una silla, o andando si es que se es afecto a los pensamientos caminados que
proponía Nietzsche, sin hacer nada más que pensar y esto, en nuestro
hiperactivo siglo XXI, constituye un pecado capital.
Se han acabado los periodos de silencio, quien va andando no produce
pensamientos caminados, va consumiendo algo que sale de su mp3 y le entra por
los oídos, el que viaja en metro aprovecha el trayecto para hablar por teléfono
o para responder un e-mail, y cualquier momento libre se rellena con la
información ilimitada que produce la pantalla del teléfono o de la tableta.
Nadie tiene paciencia ya para sentarse a oír un álbum de música completo, hay
tiempo para oír una sola canción, que se vende en iTunes por separado; el disco
entero nos roba el tiempo que podríamos aprovechar consumiendo otra cosa.
Lo mismo pasa con el cine, comprometerse durante dos horas eternas con
una película parece excesivo, si se tienen las series de televisión que vienen
dosificadas en cómodas cápsulas de 45 minutos, cápsulas asépticas como las de
la máquina de Nespresso, que nos ahorran el tiempo que nos tomaría el lidiar
con la cafetera manual, y el esfuerzo de enfrentarnos con la monserga del café
molido. Y con los periódicos empieza a suceder lo mismo, ya no se lee el
periódico, se leen dos o tres noticias extirpadas del corpus, troceadas en links, y
para los libros cada vez hay más plataformas que ofrecen textos breves, que
puedan leerse en la pantalla del teléfono en un trayecto de autobús. Todo el
tiempo que se ahorra en no oír discos completos, ni ver películas largas, ni
leer libros gruesos, ¿en qué se aplica?: en consumir más fragmentos: una
partida de Angry Birds, una noticia extirpada del periódico, un paseo por el timeline de
Twitter, etcétera.
Este nuevo mundo vertiginoso, este ir y venir permanentemente de un
fragmento a otro, es el único que conocen los niños contemporáneos, que viven
en tránsito del iPad a la Playstation y cuando logran escapar de ese bucle, sus
padres, convencidos de que la hiperactividad del siglo XXI es una cosa
positiva, y aterrorizados ante la posibilidad de que su hijo se aburra, lo
llevan a un cursillo de karate, de tenis, a clases de natación, de inglés o
chino, a cualquier actividad que impida que el niño esté sin hacer nada.
La hiperactividad de nuestro siglo es tan potente que ya el significado
de la palabra ocio, que quería decir estar sin hacer nada, hoy significa
tirarse en canoa por los rápidos de un río, ir a África de safari fotográfico,
recorrer 10 kilómetros con la técnica del senderismo o ver, de una sentada, una
temporada completa de Breaking bad. Frente a este panorama de
vértigo, ¿en dónde queda Montaigne, ese señor sentado en una silla, sin hacer
nada más que reflexionar?
Tanta hiperactividad debería ser contrapesada con periodos de
inactividad, de silencio, de concentración en una sola idea; porque de esos
periodos de calma, de aburrimiento incluso, salen las grandes obras, detrás de
cada poema, de cada sinfonía o novela, de cada lienzo, hay una persona que ha
pasado largos periodos sin hacer nada. Lo mínimo que va a quedarnos de esta era
proclive a los fragmentos, llena de niños sobreestimulados, que no tienen
espacios para la reflexión y el silencio, es un mundo sin artistas.
Jordi Soler es escritor.
twitter@jsolerescritor
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