Shanghái estrena la
primera zona de libre comercio de China.
Los rascacielos y su iluminación se han convertido en la postal típica de Shanghái. / ZIGOR ALDAMA
Las postales de Shanghái no tienen nada que ver con el imaginario
colectivo asociado al comunismo. La impresionante jungla de asfalto y acero de
la megalópolis más poblada de China es el reflejo de un milagro económico que
dura ya más de tres décadas y de la inmensa ambición de la segunda potencia
mundial. Pero las apariencias engañan. A la sombra de los destellos de neón que
deslumbran el mundo se esconde un sistema lastrado por la burocracia y las
restricciones propias del “socialismo con características chinas”.
Precisamente, en esas trabas reside la razón por la que, a pesar de que el país
ingresó en 2001 en la Organización Mundial del Comercio (OMC), la de China no
es considerada todavía una economía de mercado.
Pero eso podría cambiar en pocos años. El pasado domingo se inauguró
oficialmente en Shanghái la primera zona de libre comercio del gigante
asiático: 28,78 kilómetros cuadrados del este de la ciudad en los que se pondrá
en marcha el último experimento económico del país. “Define el rumbo de China
para los próximos 10 o 20 años, porque va más allá del concepto tradicional de
la zona de libre comercio, y busca convertirse en un ejemplo de éxito para
otras ciudades”, asegura Xu Bin, profesor de Economía y Finanzas de la
China-Europe Business School (CEIBS). No en vano, varias ciudades han
solicitado ya permiso al Consejo de Estado para seguir los pasos de esta
iniciativa que el ministro de Comercio, Gao Hucheng, calificó como “una decisión
crucial para la nueva ola de reforma y de apertura al exterior”.
Sin duda, supone un paso importante hacia la liberalización del sector
servicios y es la semilla de una profunda reforma del sector financiero. Porque
entre las 18 novedades que recoge el plan de la zona piloto se encuentran la
convertibilidad de la divisa nacional —el yuan—, el establecimiento de un nuevo
mecanismo de mercado para determinar los tipos de interés y la apertura a la
competencia extranjera de sectores clave como el de telecomunicaciones, la
banca, los seguros, los servicios médicos y legales, o el ocio. Entre otras
muchas cosas, este proyecto pone fin a 13 años de prohibición para producir
videojuegos —aunque su venta en el país seguirá restringida y estará regulada
por el organismo censor pertinente— y se especula incluso con la remota
posibilidad de que, en sus 29 kilómetros cuadrados, se relaje la censura de la
“gran muralla cibernética” que actualmente impide el acceso libre a Internet.
Aunque todavía no se ha hecho público el contenido íntegro de una
normativa que irá implementándose en la zona de libre comercio en los próximos
tres años, el interés que ha suscitado es evidente: 25 empresas nacionales e
internacionales y 11 entidades financieras han recibido ya la aprobación para
establecerse allí, donde el precio de viviendas y locales ha aumentado un 20%
en los dos últimos meses, y las acciones de empresas que llevan Shanghái en su
nombre se han disparado. No obstante, los índices bursátiles se mantienen
estables, muestra de que no se espera que, de momento, el proyecto piloto tenga
gran peso en el conjunto de la economía china.
“Es evidente que China busca fomentar la inversión extranjera en un
momento en el que la economía se debilita y el aumento de los costos de
producción resta atractivo a las manufacturas. Es parte del plan que ya dibujó
el anterior primer ministro, Wen Jiabao, bajo el lema “crecer menos, pero
crecer mejor”, y supone un paso lógico para la última fase del desarrollo
económico del país”, explica el directivo de un banco español establecido en
Shanghái que pide mantenerse en el anonimato y que hace gala de una cautela
compartida por los empresarios consultados por EL PAÍS. “No se puede negar que
la estrategia de la zona de libre comercio sea muy interesante, pero hasta que
no se detallen los mecanismos que la articularán no podemos echar las campanas
al vuelo”.
No en vano, el lunes se publicó la lista de los 190 tipos de negocio en
los que las empresas extranjeras no podrán participar, y tampoco se espera que
en la nueva zona se permita el libre flujo del capital. Es más, el director en
Shanghái del Banco de China, Zhang Xin, ya avanzó que “todas las reformas
tendrán como límite que su riesgo sea controlado”. O sea, que la mano abierta
del Gobierno puede cerrarse en un puño en cualquier momento. Y eso es,
justamente, lo que ha hecho que hayan suspirado aliviados en Hong Kong, donde
el desarrollo de la zona de libre comercio se sigue con preocupación por la
competencia que puede suscitar con la excolonia británica, donde sí que rige un
capitalismo sin cortapisas.
Sobre el papel, sin embargo, el esquema del proyecto piloto guarda
grandes similitudes con el esbozado por Deng Xiaoping en 1978, cuando, tras la
muerte de Mao Tsetung, decidió acabar con la trágica cerrazón de la Revolución
Cultural y abrir las pesadas puertas del país. Para ello se establecieron
entonces las Zonas Económicas Especiales, el único lugar en el que se daba la
bienvenida a la inversión extranjera. Shenzhen, que dejó de ser un pueblo de
pescadores para convertirse en una gran urbe de casi diez millones de
habitantes, es el mejor símbolo del éxito de un sistema cuya extensión al resto
del país ha sido la piedra angular de su desarrollo.
“Al Partido Comunista le gustan los experimentos a escala”, asegura Wang
Yulong, profesor de la Facultad de Económicas de la Universidad de Fudan. “Como
sucedió con Shenzhen, si la zona de libre comercio tiene éxito, el sistema se
copiará en el resto de China y debilitará a quienes en el seno del partido se
resisten a nuevas reformas”. Las autoridades de Shanghái ya han anunciado que
su objetivo final es expandir la zona de libre comercio al resto de los 1.210
kilómetros cuadrados de la zona de Pudong, literalmente la que está al este del
río Pu.
Además, la iniciativa se enmarca en el proyecto gubernamental que
pretende convertir a la capital económica de China en el mayor centro
financiero de Asia en 2020. “Las autoridades son conscientes de que para
conseguirlo hace falta mucho más que el mayor puerto marítimo del mundo. Es
necesario un nuevo marco legal y económico que dé confianza a las
multinacionales”, opina Wang. No obstante, el miedo del Gobierno está en la
poca capacidad que las empresas estatales chinas tienen de competir con sus
homólogas extranjeras en igualdad de condiciones. “Necesitan tiempo para
adaptarse a la libre competencia, por eso el proyecto también es beneficioso
para ellas”. La gran incógnita es si las reformas económicas terminarán
traduciéndose en reformas políticas.
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