Las imperfecciones de las instituciones democráticas son hoy un
desastre.
El año
pasado y en 2011 sucedió en Chile, donde decenas de miles de estudiantes se
manifestaron en las calles de Santiago exigiendo una educación mejor y más
accesible. Hace unos meses, en 2013, aconteció en São Paulo, Río de Janeiro y
Belo Horizonte, donde cientos de miles de brasileños marcharon en las calles de
sus grandes ciudades demandando un transporte público más económico y más
eficiente, una mejor educación y servicio médico de calidad. En días más
recientes, ciudadanos colombianos y peruanos de todos los ámbitos de la vida
nacional, pero, sobre todo, campesinos, agricultores y mineros, así como
maestros de escuela mexicanos y radicales, han ocupado las capitales de sus
respectivos países, generando pesadillas de tránsito y haciéndole la vida de cuadritos
a las autoridades y a los habitantes de a pie en Bogotá y de la Ciudad de
México.
Naciones
que hasta hace poco eran consideradas como modelos de proeza y promesa
económica, y cuyo ejemplo debía ser emulado —primero Chile, luego Brasil y
Colombia, más recientemente México y, a lo largo de este breve siglo, Perú— hoy
son ejemplos de instituciones democráticas carentes de legitimidad y de
credibilidad, de una vasta protesta social a pesar de un indudable progreso
social y de presidentes avezados que ven desplomarse sus tasas de aprobación.
Después del movimiento de los indignados de hace dos años en España, estas
paradojas son a la vez reveladoras y difíciles de explicar.
Para
empezar, hay un problema de crecimiento económico. Incluso Chile, cuya economía
se desempeñó adecuadamente durante los últimos dos años, a pesar de los
mediocres precios mundiales del cobre, no está creciendo, ni mucho menos, al
ritmo al que lo hizo el cuarto de siglo anterior. El ungüento económico untado
en viejas heridas sociales y culturales ya no mengua el dolor. A Brasil y
Colombia les había ido más o menos bien después de la recesión de 2009 y Perú
ha crecido más que cualquier país latinoamericano desde el año 2000, pero la
expansión se aletargó el año pasado hasta volverse casi nula en el caso del
país más grande. Y se redujo de manera drástica para los países más pequeños.
En el caso de México, el que menos ha crecido en los últimos 15 años, las cosas
se han exacerbado: este año la economía mexicana apenas alcanzará una expansión
del 1%, y quizás menos. Trátese de pueblos acostumbrados a altas tasas de
crecimiento durante varios años o de aquellos que esperan disfrutar pronto por
fin los frutos de una expansión largamente pospuesta, todo esto puede resultar
muy decepcionante.
En
segundo lugar, las instituciones políticas y jurídicas tan dolorosamente
construidas desde las transiciones a la democracia a mediados de los ochenta en
Brasil, hasta el año 2000 en México, o siempre fueron o se han transformado en
instituciones notablemente insensibles a las demandas sociales. Es por ello
que, cada uno de manera distinta, presidentes sensibles fueron sorprendidos por
la protesta. Políticos veteranos como Juan Manuel Santos y Dilma Rousseff, con
largos años de experiencia gubernamental, simplemente no vieron el tsunami que
se les venía encima. Líderes intuitivos como Enrique Peña Nieto en México y
Ollanta Humala en Perú fueron también inexplicablemente tomados por sorpresa.
Carlos
Ominami, ex senador y ex ministro de Economía chileno, cuyo libro sobre la era
de la Concertación, Secretos de la concertación,
encierra quizás la mejor explicación de cómo sucedió esto en Chile, formuló el
dilema de la manera siguiente: “El pacto implícito de las élites chilenas que
se instituyó a finales de los ochenta ya no logra asegurar gobernabilidad y son
los hijos de la democracia los que han asumido el protagonismo del cambio. La
democracia restringida es vista con indiferencia y desprecio por los
ciudadanos. La movilización social no tiene dirección política y las fuerzas
políticas tienen prácticamente rotas sus conexiones con el mundo social”.
Chile, que este año celebra su sexta elección democrática consecutiva, con dos
mujeres —ambas hijas de militares de alto rango— disputándose el liderazgo en
las encuestas, tendrá que escoger entre transformar sus instituciones a fondo o
permitir que la protesta social se salga de control.
La misma
disyuntiva se presenta en Brasil. La próxima Copa del Mundo y los Juegos
Olímpicos de 2016 van a poner a prueba de manera severa el marco social y
macroeconómico bajo el cual el país ha vivido desde la elección a la
presidencia de Fernando Henrique Cardoso en 1994. Los programas de lucha contra
la pobreza, la abundancia del crédito, un boom exportador de materias primas y un
alto gasto gubernamental financiado por una carga fiscal elevada generaron un
auge económico notable, pero también uno de expectativas crecientes. Millones
salieron de la pobreza, pero la infraestructura de educación, de salud y los
empleos bien pagados no estuvieron al alcance de las clases emergentes cuando
estas lo esperaban. Si, además, no pueden ingresar a estadios excesivamente
lujosos para ver jugar y ganar a su equipo, estas clases medias en plena
expansión no van a ser muy felices que digamos.
Tampoco
lo serán las mexicanas, que han visto cómo ha mejorado su nivel de vida a lo
largo de los últimos 15 años, pero también sienten que no reciben lo que
merecen ni lo que se les prometió y que han perdido todo respeto por las
instituciones políticas del país. Los maestros de escuela primaria están
furiosos porque creen que se les echa la culpa del estado patético del sistema
educativo nacional, y que la supuesta reforma educativa de Peña Nieto no es más
que una mediocre reforma laboral. La clase media de la Ciudad de México también
está furiosa, tanto contra los maestros que entorpecen la vida cotidiana, como
con las autoridades federales y locales que no ponen orden.
Al final
del día, el problema yace quizás en las imperfecciones acumuladas de la
democracia representativa en países donde las condiciones económicas y sociales
no son ideales. Mientras duraba la euforia por dejar atrás el autoritarismo,
estas imperfecciones eran manejables. Mientras durara el crecimiento económico,
eran tolerables. Pero ya ausente este último y conforme el recuerdo del
tránsito a la democracia se aleja, las imperfecciones se han convertido en
auténticos desastres. Como señala el libro de Joshua Kurlantzick, Democracy
in Retreat: The Revolt of the Middle Class and the Worldwide Decline of
Representative Government, no existe remedio inmediato, y la
tendencia rebasa las vicisitudes actuales de las naciones latinoamericanas.
Jorge
G. Castañeda es
analista político y miembro de la Academia de las Ciencias y las Artes de
EE. UU.
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