La persecución de
Snowden muestra la doblez del presidente de EE UU, hombre de nobles discursos
que multiplica el uso de drones o dice luchar contra el cambio climático
mientras busca petróleo en Alaska.
EVA VÁZQUEZ
La ciencia ilumina nuestro entendimiento, identificando regularidades
(“leyes”) en los fenómenos naturales, pero la tecnología cambia nuestras vidas.
El presidente de Estados Unidos, Barack Obama, ha comprendido perfectamente
esto, mejor, acaso, que cualquier otro dirigente del mundo. Ya dio muestras de
semejante entendimiento durante la campaña que le llevó a la presidencia,
cuando utilizó las tecnologías de la información para recaudar fondos al igual
que para ponerse en contacto con los electores. Instalado en la Presidencia, ha
continuado dando muestras del papel que la tecnología avanzada desempeña en sus
políticas.
El caso de Edward Snowden, el antiguo empleado de la Agencia Nacional de
Seguridad estadounidense que ha revelado documentos secretos que muestran la
vigilancia masiva en la que su país lleva empeñado desde hace tiempo, ha
mostrado con claridad esa dimensión de la política del Gobierno federal. De lo
que se trata en este caso es de cómo Estados Unidos utiliza su inmensa
capacidad de manipular datos masivos obtenidos en todo el mundo a través de
redes sociales, correos electrónicos, llamadas telefónicas y demás artilugios
producto de las tecnologías de la información, para identificar riesgos de
seguridad potenciales. “En todo el mundo” y “riesgos de seguridad potenciales”
son expresiones sobre las que es preciso reflexionar. No se ha limitado, en
efecto, Estados Unidos a analizar datos de sus ciudadanos, sino también los de
otras naciones —amigas o no— incluyendo, claro está, de sus Gobiernos.
En cuanto al propósito, y obviando la inevitable parcialidad de
“riesgos”, el adjetivo “potenciales” es peligroso. La idea de controlar vidas
por inclinaciones personales violenta el fundamento de la justicia: no es
pensar en cosas malas lo que es ilegal, sino hacerlas. Es cierto que prevenir
riesgos es necesario, pero no a la hora de interferir o condicionar masivamente
atributos tan preciosos como la libertad y la privacidad. Son los Estados
totalitarios los que ponen por encima de la libertad, la seguridad, sus ideas
de seguridad y riesgos. Una grandeza de los sistemas democráticos es asumir
riesgos para mantener principios como la presunción de inocencia o la
salvaguarda de los derechos ajenos. (No todo el mundo comparte esta opinión. En
estas mismas páginas —EL PAÍS, 14 de julio de 2013—, un demócrata impecable
como Mario Vargas Llosa mostraba su extrañeza ante algunos de los argumentos
contrarios al comportamiento del Gobierno de Obama).
La capacidad de control que se deriva de las tecnologías de la información
actuales es abrumadora. Como se explica en un magnífico libro recién publicado, Big
data (Turner), de Viktor Mayer-Schönberger y Kenneth Cukier, “las
plataformas de redes sociales no nos ofrecen meramente una forma de localizar y
mantener contacto con amigos y colegas: también toman elementos intangibles de
nuestra vida diaria y los transforman en datos que pueden usarse para hacer
cosas nuevas”; para, por ejemplo, identificar nuestros gustos o querencias
ideológicas, incluso nuestros estados de ánimo. Y también están las páginas web
que consultamos, las llamadas telefónicas que realizamos, las aplicaciones de
nuestros teléfonos inteligentes, o las grabadoras de datos que, de forma
creciente, llevan los vehículos en los que viajamos para registrar sus movimientos.
Si se dispone de los datos suficientes —y los Gobiernos los tienen o pueden
tenerlos— es imposible el anonimato, tanto en lo que se refiere a los
individuos como a las interconexiones entre personas.
Es por revelar el uso que la Agencia Nacional de Seguridad estaba
haciendo de datos masivos por lo que el presidente Obama ha encabezado
públicamente la persecución de Edward Snowden, una persecución que llegó a extremos
poco menos que increíbles, como sucedió cuando, como consecuencia de las
presiones de Estados Unidos, una serie de países europeos negaron el permiso a
sobrevolar sus espacios aéreos al presidente de Bolivia, Evo Morales. Estados
Unidos no ha logrado capturar a Snowden, pero la lección ha sido clara: el que
la hace, la paga. Snowden es ya un proscrito para una buena parte del mundo y
su libertad de movimientos mínima.
Este caso ha tenido la triste virtud de mostrar la doble cara del
presidente Obama, un excelente orador que ha pronunciado nobles y conmovedores
discursos que parecían hacer de él uno de esos faros de la defensa de la
libertad y el entendimiento internacional que tanto necesitamos. Viene a cuento
en este punto recordar que el primer día de su mandato ordenó a los dirigentes
de los organismos federales que divulgaran toda la información que fuera
posible, dando lugar al establecimiento de una página web, data.gov, cuyos
contenidos crecieron rápidamente de 47 bases de datos en 2009 a cerca de
450.000 al cumplir su tercer aniversario en julio de 2012.
La doblez del presidente Obama, el uso que hace, o permite hacer, de las
enormes posibilidades que abre la tecnología actual, se muestra también con los
drones, que se ajustan perfectamente a la política que ha buscado implementar:
centrarse en objetivos limitados. La utilización de drones en misiones ha
aumentado durante su mandato en un 200%. Cuando la tecnología de los drones se
extienda por el mundo —y se extenderá—, ¿con qué argumentos podremos acusar a
otros países si los utilizan para sus propias causas?
Cuando un comando estadounidense dio muerte —ejecutó, más bien— a Osama
bin Laden, el bien que podía suponer eliminar a un terrorista como este, no
compensaba necesariamente las violaciones que se produjeron en aquel acto en
suelo extranjero. Me resulta particularmente desagradable la celebrada
fotografía en la que se ve al presidente Obama junto a miembros de su gabinete
y mandos militares, presenciando en directo —otro recurso tecnológico— la
operación. Difundir esa fotografía contribuyó a hacer un espectáculo de aquella
muerte. Conviene recordar en este punto la frase de Sébastian Castellio tras la
ejecución de Servet por los calvinistas en 1553: “Matar a un hombre no es
defender una doctrina, es matar a un hombre”. Hay y habrá muchos Bin Laden.
Tampoco deberíamos olvidar que si ha defendido la necesidad de
esforzarse para combatir el cambio climático, también ha autorizado planes para
perforar Alaska en busca de depósitos de gas y de petróleo.
Barack Obama ha gozado, como pocos políticos antes que él, de un gran
crédito. No llevaba aún un año de mandato y recibió el Premio Nobel de Paz.
Poco había hecho todavía, porque poco podía haber hecho en tan poco tiempo,
pero mucho se esperaba de él. Iniciado ya su segundo mandato, algunos hemos
abandonado, con dolor, esas esperanzas. Es cierto que ha tenido que luchar
contra el Partido Republicano, y que por ello seguramente las cárceles de
Guantánamo aún no están vacías, pero hay más historias: mientras ha hecho todo
lo posible por impedir que Corea del Norte e Irán produzcan bombas nucleares,
al igual que sus predecesores jamás ha salido de su boca una palabra denunciando
que Israel posea un arsenal atómico.
Ahora, y con no malas razones, defiende atacar selectivamente Siria,
pero cuando era senador denunció en un discurso (2 de octubre de 2002) la
invasión de Irak; una “guerra tonta” (dumb war) la denominó.
Es más fácil, evidentemente, justificar actos como el de Siria que perseguir a
Snowden, pero, como se señalaba en la portada del número de Timedel
9 de septiembre, “Barack Obama presentó su candidatura a la presidencia para
sacar a Estados Unidos de guerras, no para meterlo en ellas”. El Obama
universal, el premio Nobel de la Paz, el convincente y conmovedor orador, ha
ido dejando paso al, simplemente, presidente de Estados Unidos —ciertamente un
presidente mejor que muchos de los que le precedieron—, al defensor de una pax americana
que no necesariamente se ajusta a los intereses o deseos de otros países, ni
tampoco a la defensa de valores universales, algo particularmente necesario en
tiempos en los que, al cambiar el mundo, la tecnología amenaza esos mismos
valores, cuyo alumbramiento y mantenimiento tantos esfuerzos han exigido.
José Manuel Sánchez Ron es miembro de la Real Academia
Española y catedrático de Historia de la Ciencia en la Universidad Autónoma de
Madrid.
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