El Papa ya ha
mostrado su sensibilidad con las necesidades de las personas. El equilibrio que
pide ahora entre los asuntos morales y la frescura del evangelio depende de que
se realicen las reformas aplazadas.
EDUARDO ESTRADA
El papa Francisco muestra valentía civil. No solo al presentarse sin
temor en las favelas de Río de Janeiro. También al abordar un diálogo abierto
con críticos no creyentes. Así, recientemente ha escrito una carta abierta en
la que responde a uno de los principales intelectuales italianos, Eugenio
Scalfari, fundador y durante muchos años director de La Repubblica,
el gran periódico romano de izquierda liberal. Y su respuesta no es un sermón
doctrinario papal, sino un amistoso intercambio de argumentos entre
interlocutores que se tratan al mismo nivel.
Recientemente, en su periódico, Scalfari planteó al Papa 12 preguntas,
la cuarta de las cuales me parece muy relevante para saber a dónde se dirige
una Iglesia que se abre a las reformas. Jesús dijo: “Dad al césar lo que es del
césar y a Dios lo que es de Dios”. Sin embargo, la Iglesia católica ha
sucumbido demasiadas veces a la tentación del poder temporal y, frente a la
secularidad, ha reprimido su propia dimensión espiritual. La pregunta de
Scalfari era esta: “¿Representa por fin el papa Francisco la primacía de una
Iglesia pobre y pastoral sobre una Iglesia institucional y secularizada?”.
Atengámonos a los hechos:
—Desde el principio, Francisco ha renunciado a la pompa papal y ha
buscado el contacto espontáneo con el pueblo.
—En sus palabras y gestos no se ha presentado como señor espiritual de
señores, sino como el “servidor de los servidores de Dios” (Gregorio Magno).
—Frente a los escándalos financieros y la codicia de los eclesiásticos,
ha iniciado reformas decididas del banco vaticano y el Estado papal y ha
impulsado una política financiera transparente.
—Ha subrayado la necesidad de reformar la curia y el colegio
eclesiástico mediante la convocatoria de una comisión de ocho cardenales
procedentes de diversos continentes.
Sin embargo, aún tiene por delante la prueba decisiva de la reforma
papal. Es comprensible, y alentador, que para un obispo latinoamericano los
pobres de los suburbios de las grandes metrópolis estén en un primer plano.
Pero un papa no puede perder de vista la totalidad de la Iglesia, el hecho de
que en otros países grupos distintos de personas, que padecen otras formas de
pobreza, también anhelen una mejora. Y estamos hablando aquí sobre todo de
seres humanos a los que el Papa puede ayudar de forma incluso más directa que a
los habitantes de las favelas, sobre quienes tienen responsabilidad en primer
término los órganos del Estado y la sociedad en su conjunto.
Ya en los evangelios sinópticos puede reconocerse una extensión del
concepto de pobre. En el evangelio de Lucas, por ejemplo, la bienaventuranza de
los pobres se refiere evidentemente a las personas realmente pobres, a quienes
lo son en sentido material. Sin embargo, en el evangelio de Mateo la
bienaventuranza se extiende a los “pobres de espíritu”, a los pobres en un
sentido espiritual, a los que, como mendicantes ante Dios, son conscientes de
su pobreza espiritual. Por tanto, se refiere, de acuerdo con el sentido del
resto de las bienaventuranzas, no solo a los pobres y a los hambrientos, sino
también a los que lloran, a los perdedores, a los marginados, a quienes se
quedan atrás, a los expulsados, explotados y desesperados. Es decir, tanto a
quienes padecen miseria y están perdidos, a quienes se encuentran en extrema
necesidad (Lucas) como a los que sufren angustia interior. Es decir, Jesús
llama a sí a todos los afligidos y abrumados, también a quienes han sido
abrumados con la culpa.
De este modo se multiplica por mucho el número de los pobres a quienes
hay que ayudar. Una ayuda que puede venir precisamente del Papa, que por razón
de su ministerio está en mejores condiciones de ayudar que otros. Esa ayuda
suya, en tanto que representante de la institución de la Iglesia y de la
tradición eclesiástica, supone más que meras palabras de consuelo y aliento: quiere
decir hechos de piedad y amor. De forma espontánea se me ocurren tres grandes
grupos de personas que, dentro de la Iglesia católica, son pobres.
En primer lugar, los divorciados: en muchos países se cuentan por
millones, y entre ellos son numerosos los que, al volver a casarse, quedan
excluidos para el resto de su vida de los sacramentos de la Iglesia. La mayor
movilidad, flexibilidad y liberalidad de las sociedades actuales, así como la
esperanza de vida plantean a los miembros de la pareja exigencias más altas en
una unión de por vida. Sin duda, el Papa defenderá con énfasis, incluso en
estas circunstancias más difíciles, la indisolubilidad del matrimonio. Pero
este mandamiento no se puede entender como una condena apodíctica de aquellos
que fracasan y a los que no les cabe esperar perdón. También aquí se trata de
un mandamiento teleológico, que demanda fidelidad vitalicia, y como tal la
viven muchas parejas, pero no puede ser garantizada sin más. Esa piedad que
pide el papa Francisco permitiría que quienes se han vuelto a casar tras un
divorcio puedan ser readmitidos a los sacramentos cuando los desean de corazón.
En segundo lugar, las mujeres, que debido a la posición eclesiástica
respecto a los anticonceptivos, la fecundación artificial y también el aborto
son despreciadas por la Iglesia y en no raras ocasiones padecen miseria de
espíritu. También hay millones de ellas en esta situación en todo el mundo.
Solo una ínfima minoría de católicas secunda la prohibición papal de los
métodos anticonceptivos artificiales, y muchas de ellas recurren en buena
conciencia a la fecundación artificial. Obviamente, el aborto no puede
banalizarse ni implantarse como método de control de natalidad. Pero las
mujeres que se deciden a practicarlo por razones serias, muchas veces con
grandes conflictos de conciencia, merecen comprensión y piedad.
Las mujeres que
abortan por razones serias merecen comprensión y piedad en la Iglesia
En tercer lugar, los sacerdotes apartados de su ministerio por razón de
su matrimonio: su número, en los distintos continentes, asciende a decenas de
miles. Y muchos jóvenes aptos renuncian al sacerdocio a causa de la ley del
celibato. No cabe duda de que un celibato libremente elegido por los sacerdotes
seguirá teniendo su lugar en la Iglesia católica. Pero una soltería prescrita
por el derecho canónico contradice la libertad que otorga el Nuevo Testamento,
la tradición eclesiástica ecuménica del primer milenio y los derechos humanos
modernos. La derogación del celibato obligatorio sería la medida más eficaz
contra la catastrófica carencia de sacerdotes perceptible en todas partes y el
colapso de la actividad pastoral que conlleva. Si se mantiene el celibato
obligatorio, tampoco puede pensarse en la deseable ordenación sacerdotal de las
mujeres.
Todas estas reformas son urgentes y deben ser tratadas en primer término
en la comisión cardenalicia. El papa Francisco se enfrenta aquí a decisiones
difíciles. Hasta ahora ha demostrado ya una gran sensibilidad y empatía por las
necesidades de los seres humanos y manifestado de diversas formas un notable
coraje civil. Esas cualidades le facultan para adoptar decisiones necesarias y
que marcarán el futuro respecto a estos problemas, en parte pendientes desde
hace siglos.
En la extensa entrevista publicada el 20 de septiembre en la revista
jesuita La Civiltà Cattolica, el papa Francisco reconoce la
importancia de cuestiones como la anticoncepción, la homosexualidad y el
aborto. Pero se opone a que tales temas ocupen un lugar demasiado central. Con
razón exige un “nuevo equilibrio” entre estas cuestiones morales y los impulsos
esenciales del propio evangelio. Pero este equilibrio solo podrá alcanzarse en
la medida en que se realicen las reformas una y otra vez aplazadas, para evitar
que cuestiones morales que en el fondo son de segundo nivel priven de “frescura
y atractivo” al anuncio del evangelio. Esa podría ser la gran prueba decisiva
del papa Francisco.
Hans Küng, ciudadano suizo, es profesor emérito de Teología Ecuménica en la
Universidad de Tubinga. Es presidente de honor de la fundación Weltethos
(www.weltethos.org) y autor, entre otros, del libro ¿Tiene salvación la
Iglesia?(Trotta, 2013).
Traducción de Jesús Alborés Rey
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