El principal aporte del
reciente informe de la Organización de Estados Americanos (OEA) sobre
"El problema de las drogas en las Américas" es que cuestiona un dogma
fundamental: la idea de que la "guerra contra las drogas" era exitosa y,
por lo tanto, legítima y viable. En ese sentido, el documento de la OEA ofrece
un diagnóstico ponderado que demanda, de hecho, una reorientación de varias de
las prácticas vigentes.
El debate que se abre atañe directamente a la
Argentina, donde el avance del narcotráfico quedó confirmado anteayer en el
informe anual de las Naciones Unidas sobre drogas, que ubicó al país como el
tercer puerto proveedor mundial de cocaína, detrás de Brasil y Colombia, de
acuerdo a datos obtenidos en los últimos diez años.
Una consecuencia natural del reconocimiento del
fracaso de las políticas antinarcóticos implementadas desde mayo de 1971
(cuando el entonces presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, proclamó el
inicio de una cruzada nacional y global contra las drogas) es la necesidad de
modificar el eje del debate: esto es, el acento se ha colocado tradicionalmente
en el objeto (las drogas) y no en el sujeto (la persona). En ese sentido, una
estrategia alternativa debe superar creencias dogmáticas y validar el vínculo
entre el problema de las sustancias psicoactivas y la necesidad de un desarrollo
centrado en los ciudadanos para su solución. Esto generará, a su turno, un
conjunto de dilemas que los forjadores de políticas y los decisores
gubernamentales ya enfrentan; dilemas que, a estas alturas, no admiten la
negación sino, por el contrario, la adopción de cursos de acción diferentes y
concretos. El ensayo de la experimentación, más que la lógica de "más de
lo mismo", es lo que subyace, en parte, en el nuevo informe de la OEA.
Un primer dilema tiene que ver con el hecho de que
habrá que elegir entre retocar o reformar el enfoque presente hacia las
sustancias psicoactivas. Esto no significa que algunas iniciativas deban
descontinuarse, pero sí que se reconozca que para obtener metas sostenibles de
largo plazo es necesario modificar muchas medidas actuales: fundamentalmente,
el énfasis de las políticas públicas en torno a las drogas -y aún más allá de
ellas- debe colocarse en la ciudadanía, su bienestar, su protección y la
convivencia en el marco de sistemas democráticos. Este cambio puede ser poco
atractivo desde el punto de vista electoral o coyuntural, pero los tomadores de
decisión deben enfrentar este desafío más temprano que tarde.
Un segundo dilema resulta del desbalance implícito
en la estrategia antidrogas vigente. Por un lado tenemos más recursos para
combatir la oferta, presupuestos abultados para las agencias federales y
subnacionales encargadas del componente punitivo de la venta, poca integralidad
en las políticas desplegadas, escasa coordinación interinstitucional y baja
cooperación interestatal; todo eso sólo va a provocar más frustración y mayor
fatiga. Se requieren, en cambio, fondos para reducir la demanda, más inversión
en los ministerios y oficinas orientados a la prevención, una política
comprensiva en la materia, mejor gestión coordinada en el plano burocrático y
nuevas modalidades de colaboración entre los estados. La alternativa entonces
es perpetuar o innovar; algo que en esencia pondrá de manifiesto ante las
sociedades del continente la voluntad de resistir o facilitar el cambio en
relación a las drogas.
Un tercer dilema se vincula con el logro de
resultados más promisorios. Es posible sostener que una política antidrogas
debe seguir centrada en atacar casi exclusivamente ese fenómeno. O, por el
contrario, asumir que la mejor estrategia antidrogas es tanto una sensible
política contra dicho asunto como una buena política pública en materia de
educación, salud, empleo, juventud, derechos humanos y justicia, entre otras.
En consecuencia, o se mantienen políticas cuyo foco distintivo es la cuestión
de los narcóticos o se combinan políticas puntuales con políticas universales
dirigidas a las personas y a sus necesidades prioritarias en materia social y
económica.
Un cuarto dilema está relacionado a los plazos de
las políticas públicas contra las drogas. Las respuestas simples a cuestiones
complejas como la de las drogas ha reforzado el despliegue de tácticas de
fuerza que, aunque en ocasiones logran ciertos resultados simbólicos y
temporales, no resultan eficaces en el largo plazo. Muchos, fuera y dentro del
Estado, pueden creer que habrá algún día una "bala mágica" que
resuelva el fenómeno de las drogas. Sin embargo, esto no es realista. Otra
opción -la búsqueda de respuestas difíciles a asuntos intrincados- no es particularmente
encantadora, pero es imprescindible si se aspira a contener, y eventualmente
revertir, las manifestaciones más deletéreas de dicho fenómeno. El liderazgo
político en el continente enfrenta otra encrucijada: especular y actuar con un
calendario electoral en la mano a la hora de diseñar políticas antidrogas o
pensar y proceder con una mirada estratégica.
Un quinto dilema hace referencia al tamaño de los
retos y las capacidades disponibles para afrontarlos. En toda América, por
distintas razones y en diferentes grados, falta estatalidad y las instituciones
tienen retos inmensos, superiores en muchos casos a sus capacidades reales. En
porciones de Los Angeles, Kingston o Asunción falta Estado. A su vez, la
fragilidad de las estructuras de gobernabilidad es patente en buena parte del
continente, mientras que el cuestionamiento de la opinión pública a varias
instituciones es alarmante tanto en el norte como en el sur de América. En ese
contexto, el fenómeno de las drogas genera una disyuntiva adicional consistente
en el hecho de que su mal manejo puede ahondar más la vulnerabilidad estatal y
el desgaste institucional, mientras su buen manejo no necesariamente produce
réditos inmediatos. En este caso, o se mantienen políticas antidrogas de baja
efectividad (lo cual tiene efectos sobre la estatalidad y la institucionalidad)
o se implementan políticas que aspiren a mayores niveles de efectividad (con el
potencial beneficio de fortalecer el Estado y las instituciones).
Un último dilema hace a la relación entre los
Estados y las sociedades. Mientras los Estados han continuado con prácticas
ortodoxas en materia de drogas, en las sociedades han prosperado voces
heterodoxas que propician un diálogo novedoso y razonable sobre el tema. Como
consecuencia de esto es posible observar una mejor calidad del debate ciudadano
alrededor de las drogas. Los Estados parecen rezagados frente a esos avances.
En el continente se han dado quizá las controversias internacionales más
interesantes de los últimos tiempos favorables a ensayar alternativas menos
convencionales en torno a las drogas. Resta ver si la voluntad política de los
gobernantes del área desalienta o facilita una mayor deliberación pública y
política.
En este contexto, la Argentina está urgida de
alcanzar un consenso y fijar una estrategia. En la medida en que se siga
posponiendo un diagnóstico serio y profundo sobre su situación específica y su
creciente lugar en la geopolítica global de las drogas, más avanzarán las
miradas y medidas prohibicionistas: la "mano dura" va ganando espacio
en el discurso de varios actores y en los planteamientos de algunos sectores
tentados por militarizar la cuestión. Avanza nuestra "triple P"-la
sociedad entre pandilleros, policías y políticos- ante los ojos de todos sin
que, al parecer, muchos lo adviertan. Mientras tanto, la Secretaría de
Programación para la Prevención de la Drogadicción y la Lucha contra el
Narcotráfico (Sedronar) sigue bajo la dirección de un secretario de Estado
provisorio.
© LA NACION.
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