Pocas esperanzas
quedan de conciliar islamismo y democracia.
En circunstancias muy diversas, el mes que ahora va acabándose ha traído
consigo una sucesión de acontecimientos políticos donde la relación entre Islam
y democracia ha sido puesta duramente a prueba. La más importante puede ser el
reto que plantearán el 30 de junio las fuerzas políticas y sociales laicas
frente a lo que juzgan instalación de un régimen islamista cada vez más cerrado
bajo la presidencia de Mohamed Morsi en Egipto. Unos días antes, las elecciones
en Irán parecen comprobar la hipótesis de que el régimen de los ayatolás sigue
dispuesto a mantener unas instituciones en apariencia democráticas, con el
propósito de que la hierocracia encabezada por el sucesor de Jomeini experimente
los menores riesgos posibles y no sea necesario recurrir a la brutal represión
que acabó en 2009 con la revolución verde.La sorpresa negativa vino
poco antes de Turquía, el principal banco de prueba de una coexistencia entre
islamismo y democracia, sobre un fondo de crecimiento en flecha de la economía.
El país de Kemal Atatürk y de Rumí se presentaba como el ejemplo a seguir por
otras sociedades musulmanas.
Así pudo ser, de no haber decidido Tayyip Erdogan y su partido, el AKP,
descubrir su juego tanto en lo que concierne a la vocación autoritaria de su
líder como en el propósito de ir borrando paso a paso el legado de Kemal en
nombre de una cautelosa islamización revestida de neo-otomanismo. “Teme a Alá y
sé paciente”, reza una sentencia del Profeta contenida en el Sahih
Muslim. En la puesta en práctica de su estrategia política, Erdogan se
ha revelado como un virtuoso en aplicarla, con el paso por las estaciones
intermedias que en sus propias palabras deben acercar al punto de llegada. El
objetivo de la integración en Europa obligó a algún frenazo, por ejemplo en la
condena del adulterio, pero ahora ya no existe. Una vez desmontados el poder
militar y el poder judicial adversos al islamismo, una intensa persecución de
la prensa y de los opositores le ha dejado el espacio libre. Hasta el absurdo
de sustituir uno de los contados parques de Estambul, el de Gezi, por unos
reconstruidos cuarteles otomanos, o de ir convirtiendo las iglesias museos —las
Santa Sofía de Nicea y Trebisonda— en mezquitas. En las elecciones de 2011 su
efigie figuraba en la propaganda electoral acompañada de la de Mehmet el
Conquistador y ahora el nuevo puente sobre el Bósforo llevará el nombre del
sultán Selim, para que se enteren de quien manda en el país los millones de
alevíes a cuyos antepasados diezmó en el siglo XVI. ¿Por qué no llamarle puente
de Solimán, sultán de grandeza universalmente reconocida? Hasta el sanguinario
sultán Abdulhamid es rehabilitado, por no hablar del horrendo diorama
conmemorativo de la conquista de 1453, instalado cuando Estambul fue capital
europea de la cultura. Es una deriva del todo innecesaria, salvo para hacer
volver hacia atrás el reloj de la historia. Las elecciones pueden llegar a ser
a este paso el aval de un régimen islamista autoritario, pésima noticia para
quienes esperábamos ver en Turquía un ejemplo de todo lo contrario.
En Irán, viraje limitado. El aplastamiento de la revolución
verdede 2009 fue obra de la acción criminal de las fuerzas paramilitares y
de la policía, bajo la dirección suprema del Guía de la Revolución, con la
colaboración del presidente-candidato Ahmadineyad. La muerte, la tortura, la
cárcel, las violaciones, anularon toda posibilidad de resistencia. Lo que no
podía preverse era el posterior enfrentamiento de Ahmadineyad con el Guía,
Jamenei. Impedido aquel por ley de volver a presentarse, y vinculado tanto a
una vertiente integrista y populista de la revolución. Los grandes intereses
económicos de los pasdaran, Guardianes de la Revolución, definen un polo de
poder, frente a Alí Jamenei, dispuesto a mantener a toda costa la hegemonía de
“su” hierocracia, desde una flexibilidad controlada.
El sistema de filtración de candidaturas por el Consejo de los
Guardianes, versión clerical de lo que ya practicaran los Medici en la
Florencia del siglo XV, redujo el número de aspirantes a la presidencia a un
ramillete de candidatos, todos fieles al Guía. Ni Ahmadineyad pudo colocar su
hombre, ni el expresidente Rafsanyani, personaje turbio y pragmático, superó el
filtro. Claro que de Jatami en 1997 a Karrubi o Musavi en 2009 hubo sorpresas.
Ahora las esperanzas renacen después de la victoria de Hasan Rohaní, clérigo de
palabra crítica y leal a Jamenei, durísimo en 1999 frente a la revuelta
estudiantil. Balance: continuismo pragmático.
Con todas sus vacilaciones, más la inseguridad introducida por los
salafíes, por ahora únicamente en Túnez cabe esperar una conciliación de
islamismo y democracia. En una situación muy distinta, Morsi ha aplicado en
Egipto la paciencia resolutiva con intensidad superior a Erdogan. Apretando el
nudo cada vez más, contra los jueces, frente a la cultura laica, nombrando un
gobernador salafí para la turística Luxor. Confiemos en que no haya sangre el
día 30. La conclusión es que el islamismo puede aceptar las elecciones. Otra
cosa es la inexcusable puesta en vigor de la sharía. Ahí no
hay solución.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencias Políticas.
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