EE UU ya no tiene
capacidad por si solo para dibujar el nuevo mundo.
Han pasado ya 50 años desde el Ich bin ein Berliner, soy un
berlinés, pronunciado por John F. Kennedy, en plena guerra fría, ante el
ayuntamiento de Berlín, y un cuarto de siglo desde que Reagan pidiera en la
Puerta de Brandenburgo a Gorbachov que derribara el Muro. Esta semana, Barack
Obama, el presidente de unos EE UU ya no hegemónicos para dictar un nuevo orden
mundial, que toman a préstamo 40 céntimos de cada dólar que gastan, agotados
por sus guerra exteriores, que ven desconcertados el ascenso de otras
potencias, ha acudido al corazón de la Europa en recesión ensimismada en una
crisis cronificada que no resuelven sus líderes, mientras los ciudadanos dan la
espalda a una historia de éxito: el proyecto político más importante de los
últimos 60 años.
En la Puerta de Brandenburgo, Obama, humilde y consciente del pasivo que
arrastra, se dejó de épica histórica limitándose a un “Hola, Berlín”. El
presidente del sí podemos, no explica cómo, desfallece, su elevada retórica ya
no convence; las últimas encuestas reflejan la caída de su popularidad y la
pérdida de confianza ciudadana. El Die Tageszeitung le había saludado con una
portada reclamándole, presidente, abra usted esa puerta, ilustrada con una
fotografía de la cárcel de Guantánamo. Un alemán de a pie le recordaba en
internet que la Gestapo nazi y la Stasi de la Alemania del Este fueron las
versiones primitivas de la Agencia de Seguridad Nacional norteamericana, NSA
por sus siglas en inglés, fisgando en los servidores de las gigantes compañías
tecnológicas. Y el director del FBI admite ante el Congreso que la Casa Blanca
utiliza los drones para espiar en territorio de EE UU. Xi Jingping sonreirá en
Pekín al recordar la reconvención de Obama en California cuando recientemente
acusó a China, unilateralmente, de cometer piratería electrónica. Otra utopía
reventada: Internet como campo abierto de la libre circulación de datos y
opiniones en una nueva era libertaria de comunicación global instantánea, sin
frenos ni controles. Kafka estaría orgulloso de ver lo ocurrido, bajo el lema
en Dios confiamos y a todos los demás espiamos. Un programa secreto, dirigido
por una agencia secreta, aprobado por un tribunal secreto, cuyas opiniones son
“clasificadas”, aunque siempre autorizan lo que pide el ejecutivo, que actúa de
juez y parte. El fetichismo tecnológico ha desarmado el pensamiento de una
generación que ahora ve cómo el ciberespacio se escapa incluso a los poderes
estatales; su control reside en media docena de corporaciones tecnológicas,
desde Apple a Google, pasando por los espejos sociales Facebook y Twitter, capaces
de obtener nuestras ideas mientras tecleamos. Un nuevo monstruo tecnológico
industrial que sustituiría al complejo industrial militar que denunciara
Eisenhower al abandonar la Casa Blanca. Esta copiosa minería de datos privados
se obtiene mediante un proceso automático de recolección, sin necesidad de
intervención humana. No es extraño que en las últimas semanas se hayan
disparado las ventas del libro 1984 en el que Orwell profetizaba el Gran
Hermano. ¿Quién vigila a los vigilantes? Todos los presidentes acaban abusando
de su poder. El New York Times, muy crítico con Obama, advierte que el
Ejecutivo usará cualquier poder que se le dé y probablemente abusará del mismo.
Con el primo británico dudando de su europeidad y Francia atrapada en su
malaise existencial, Obama confirma a Berlín como la capital de Europa y a la
Alemania de Merkel como interlocutor más práctico con una UE en declive pero
todavía necesaria. El primer presidente estadounidense del Pacífico no quiere
sin embargo poner todos los huevos en la cesta de Oriente. Estados Unidos ya no
tiene capacidad por si solo para dibujar el nuevo mundo, ni siquiera Oriente
Medio, la crisis de Siria es un buen ejemplo; Europa tampoco, pero el conjunto
de las dos potencias puede configurar un nuevo futuro transatlántico,
reiniciando una alianza que perdía progresivamente sentido. La amistad
cimentada tras dos guerras mundiales y la Guerra Fría, con su núcleo emocional,
ha sido borrada por los acontecimientos y EE UU regresa ahora a Europa, como un
socio indispensable más que como un amigo, como explica Roger Cohen en el NYT. En
este contexto se entiende la primacía que le ha dado Obama en su viaje europeo
a la apertura de conversaciones, el mes que viene en Washington, del Tratado de
Libre Comercio entre EE UU y Europa. Un instrumento práctico ante el
crecimiento de China y los emergentes, la última oportunidad de occidente en
palabras de un diplomático alemán a la revista Der Spiegel. Los datos no dejan
lugar a dudas: Europa y EE UU representan conjuntamente el 50% del PIB mundial,
el 60% del gasto global en investigación, y el 75% de todos los servicios
financieros. Juntos, pueden. ¿Todavía nos queda Obama?
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