Majestuoso testimonio de un poder agostado

Majestuoso testimonio de un poder agostado

miércoles, 19 de junio de 2013

Un Estado indiferente a la vida de las personas

La colisión de trenes en Castelar, las presuntas bóvedas patagónicas y las diatribas destituyentes contra la Corte Suprema son elementos que convergen en una única trama: un poder estatal en crisis severa.


Por Luis Alberto Romero  | Para LA NACION




Tres noticias han ocupado el fin de semana la tapa de los diarios: el accidente ferroviario de Castelar, el violento ataque de la Presidenta a la Corte Suprema de Justicia y las denuncias sobre bolsos de dinero que se cuentan al peso y se almacenan en bóvedas. Las tres se entrelazan y se potencian, y muestran una misma realidad, imposible ya de ignorar o menospreciar. Es la crisis del Estado: su funcionamiento, su institucionalidad y legitimidad, y también su explotación por obra de depredadores más voraces que cualquier otro anterior.
Ninguno de los problemas es nuevo. La larga crisis estatal lleva por lo menos cuatro décadas de desarrollo. Pero cada uno de estos hechos muestra una exacerbación, casi una exageración, de ese largo deterioro. Antes de la década de 1970, cuando comenzó su ciclo descendente, el Estado tenía todavía capacidad para emprender y sostener políticas públicas de alguna envergadura. Ciertamente, también era un Estado colonizado por diferentes corporaciones, que lo habían convertido en campo de guerra y botín. El fracaso del Pacto Social en 1974 lo mostró definitivamente desbordado por la puja corporativa. La dictadura inició la corrosión y la destrucción sistemática de sus mecanismos íntimos, su burocracia, sus agencias, su capacidad de regulación y de control de los gobiernos. La democracia de 1983 no pudo hacer mucho para recuperarlo. Con la bonanza económica de los años recientes no sólo no mejoró, sino que se profundizaron su destrucción y su subordinación al gobierno.
"Si usted usa el tren, olvídese de ellos", me dijo a fines de 1989 Jorge Garfunkel, un banquero que aspiraba a participar en las privatizaciones y conocía en detalle lo que se venía. Por entonces poco quedaba de aquellos ferrocarriles de los años 40, cuando los profesores que viajaban diariamente a La Plata usaban el tren para el estudio o la tertulia. Ni siquiera quedaban los ferrocarriles de los años 60 o 70, que, aunque estropeados, eran todavía un medio de transporte medianamente eficiente y medianamente humano. En tiempos de Menem se deterioraron rápidamente, por obra de un Estado negligente y de concesionarios voraces asociados con sindicalistas devenidos empresarios.
Sobre esta realidad, desde 2003 se montó una nueva trama, muy propia del gobierno actual. Fue tanto el producto de la crisis de 2001 como de la inesperada abundancia que le siguió. Los boletos tuvieron un costo ínfimo -tanto que las empresas no se molestaron en controlarlos- y el Estado entregó a los concesionarios una masa enorme de subsidios, a la que sumó otros beneficios, como la tercerización de servicios. A fines de 2010, el asesinato de Mariano Ferreyra sacó a la luz la red de intereses y de complicidades que unían a empresarios, sindicatos y funcionarios políticos. Todos se beneficiaban con los subsidios. La tragedia de Once y ahora la de Castelar revelaron que la masa de subsidios no se había traducido ni en inversiones ni en mantenimiento, y que los trenes acumulaban problemas demasiado profundos, no solucionables con reformas de urgencia.
Siguiendo el consejo del banquero, yo me olvidé de los trenes, como hicieron otros. Fue un privilegio del que no puede disfrutar el millón de usuarios diarios, que hoy entregan una cuota -me temo que regular- de víctimas fatales. Lo que fue uno de los orgullos del país y del Estado se ha convertido en una trampa mortal.
En décadas anteriores había una razón fuerte: el Estado era pobre. Pero desde 2003 el Estado volvió a tener muchos recursos, e incluso volcó una buena parte en los trenes. ¿A dónde fue a parar ese dinero? Aprovechadores del Estado hubo siempre, de los empresarios azucareros de principios del siglo XX a las empresas automotrices de los años 60. Cuanto más débil era, más fácil era arrancarle algún privilegio. En 1970, un grupo empresario recibió casi regalada la planta de Aluar. Con la dictadura, la explotación del Estado se hizo mayor y más íntima: la "patria financiera" en tiempos de la "plata dulce"; la "patria contratista", cebada con las empresas del Estado; la "patria privatizadora" en los años 90. Entonces se habló de neoliberalismo, casi un eufemismo.
Desde 2003 el expolio se profundizó y se reorganizó. Ya no fueron empresarios favorecidos -que también los hay- sino funcionarios políticos, electos o designados, que montaron un sistema para convertir subsidios y contratos en retornos a las cajas negras. Fue un verdadero modelo de acumulación: el modelo Santa Cruz, que se vistió de estatismo. Se desarrolló en diversos frentes: Ricardo Jaime estuvo encargado del área de los transportes, con socios como los hermanos Cirigliano. Un sistema tosco, casi primitivo, digno de aquellos jefes guerreros que se reservaban el quinto del botín, como lo han mostrado las denuncias recientes. Lo que en otros tiempos eran créditos, exenciones y promociones se convirtió en simple dinero, aparentemente embolsado, pesado y acumulado en misteriosas bóvedas de la Patagonia que recuerdan el tesoro del mítico Patoruzek.
Primer balance: los fondos del Estado supuestamente destinados a mejorar los ferrocarriles habrían ido a parar a esas bóvedas. Los ferrocarriles, librados a su destino, terminaron literalmente estrellados. No creo que Jorge Garfunkel, quien murió en 1999, hubiera imaginado ese final.
¿Cómo puede un secretario de Estado, un ministro, un presidente quizá, montar este latrocinio? ¿Dónde estaban quienes debían controlarlo? Esto nos lleva a otra faceta de esta historia de decadencia. Un Estado normal tiene mecanismos de control instituidos, independientes de los gobiernos. Existe una ley de contabilidad, hay sindicaturas y una auditoría. El Estado es regido por tres poderes, y la Constitución establece que se controlen recíprocamente. Para cumplir ese papel de control, el Poder Judicial debe estar distanciado del voto popular, sus oscilaciones y humores. Al menos, según los principios republicanos, que informan nuestra Constitución.
Desde los años 70, estos mecanismos vienen siendo erosionados, deslegitimados y destruidos por casi todos los gobiernos, con diferentes argumentos pero un mismo propósito subyacente: liberarse de tutelas y controles.
El Congreso cumplió con su función de control entre 1983 y 1989, pero después se transformó en mera escribanía del Ejecutivo, en el que delegó poderes excepcionales. Los sistemas burocráticos fueron heridos por la dictadura -uno de los precios de la represión clandestina- y luego por los gobiernos que usaron la emergencia económica para justificar su manejo discrecional.
En los años de Kirchner se avanzó un paso más. Agencias enteras, como el Indec -demasiado "alcahuete"-, fueron liquidadas. Bandadas de jóvenes militantes de La Cámpora -tan obedientes como ignorantes- desplazaron a los funcionarios de carrera. La caja fiscal se convirtió en el gran instrumento para disciplinar y afirmar el poder presidencial. Se acumuló poder y además se argumentó en contra de cualquier control y limitación, calificando esas instituciones de corporativas y no democráticas.
Se dice que el voto popular, esencia de la democracia, le confiere al presidente todo el poder, teoría que expuso Carl Schmitt y practicó un cierto dirigente alemán. Con mucho poder, unos pocos argumentos y alguna colaboración de opositores ingenuos, el Gobierno fue barriendo con las limitaciones institucionales. Hoy, la Presidenta dirige sus cañones contra el Poder Judicial. Parafraseando el refrán sobre el ladrón, que cree al resto de su misma condición, quien hoy está destituyendo las instituciones acusa de destituyentes a quienes se oponen.
Trenes, bóvedas patagónicas y diatribas destituyentes se combinan en un círculo perverso. En el centro está el Estado, cuya larga crisis remata hoy en un gobierno que utiliza al Estado para acumular poder y dinero, que formula la teoría del poder total y se desentiende de sus obligaciones básicas: la vida de la gente. Las bombas de tiempo van estallando y cobrando su cuota de muertos. Quizás alguien quiera calcular cuántos serán, a este ritmo, en diciembre de 2015.
© LA NACION. 

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