La colisión de
trenes en Castelar, las presuntas bóvedas patagónicas y las diatribas
destituyentes contra la Corte Suprema son elementos que convergen en una única
trama: un poder estatal en crisis severa.
Tres noticias han ocupado el fin de semana la tapa
de los diarios: el accidente ferroviario de Castelar, el violento ataque de la
Presidenta a la Corte Suprema de Justicia y las denuncias sobre bolsos de
dinero que se cuentan al peso y se almacenan en bóvedas. Las tres se entrelazan
y se potencian, y muestran una misma realidad, imposible ya de ignorar o
menospreciar. Es la crisis del Estado: su funcionamiento, su institucionalidad
y legitimidad, y también su explotación por obra de depredadores más voraces
que cualquier otro anterior.
Ninguno de los problemas es nuevo. La larga crisis
estatal lleva por lo menos cuatro décadas de desarrollo. Pero cada uno de estos
hechos muestra una exacerbación, casi una exageración, de ese largo deterioro.
Antes de la década de 1970, cuando comenzó su ciclo descendente, el Estado
tenía todavía capacidad para emprender y sostener políticas públicas de alguna
envergadura. Ciertamente, también era un Estado colonizado por diferentes
corporaciones, que lo habían convertido en campo de guerra y botín. El fracaso
del Pacto Social en 1974 lo mostró definitivamente desbordado por la puja corporativa.
La dictadura inició la corrosión y la destrucción sistemática de sus mecanismos
íntimos, su burocracia, sus agencias, su capacidad de regulación y de control
de los gobiernos. La democracia de 1983 no pudo hacer mucho para recuperarlo.
Con la bonanza económica de los años recientes no sólo no mejoró, sino que se
profundizaron su destrucción y su subordinación al gobierno.
"Si usted usa el tren, olvídese de
ellos", me dijo a fines de 1989 Jorge Garfunkel, un banquero que aspiraba
a participar en las privatizaciones y conocía en detalle lo que se venía. Por
entonces poco quedaba de aquellos ferrocarriles de los años 40, cuando los
profesores que viajaban diariamente a La Plata usaban el tren para el estudio o
la tertulia. Ni siquiera quedaban los ferrocarriles de los años 60 o 70, que,
aunque estropeados, eran todavía un medio de transporte medianamente eficiente
y medianamente humano. En tiempos de Menem se deterioraron rápidamente, por
obra de un Estado negligente y de concesionarios voraces asociados con
sindicalistas devenidos empresarios.
Sobre esta realidad, desde 2003 se montó una nueva
trama, muy propia del gobierno actual. Fue tanto el producto de la crisis de
2001 como de la inesperada abundancia que le siguió. Los boletos tuvieron un
costo ínfimo -tanto que las empresas no se molestaron en controlarlos- y el
Estado entregó a los concesionarios una masa enorme de subsidios, a la que sumó
otros beneficios, como la tercerización de servicios. A fines de 2010, el
asesinato de Mariano Ferreyra sacó a la luz la red de intereses y de
complicidades que unían a empresarios, sindicatos y funcionarios políticos.
Todos se beneficiaban con los subsidios. La tragedia de Once y ahora la de
Castelar revelaron que la masa de subsidios no se había traducido ni en
inversiones ni en mantenimiento, y que los trenes acumulaban problemas
demasiado profundos, no solucionables con reformas de urgencia.
Siguiendo el consejo del banquero, yo me olvidé de
los trenes, como hicieron otros. Fue un privilegio del que no puede disfrutar
el millón de usuarios diarios, que hoy entregan una cuota -me temo que regular-
de víctimas fatales. Lo que fue uno de los orgullos del país y del Estado se ha
convertido en una trampa mortal.
En décadas anteriores había una razón fuerte: el Estado
era pobre. Pero desde 2003 el Estado volvió a tener muchos recursos, e incluso
volcó una buena parte en los trenes. ¿A dónde fue a parar ese dinero?
Aprovechadores del Estado hubo siempre, de los empresarios azucareros de
principios del siglo XX a las empresas automotrices de los años 60. Cuanto más
débil era, más fácil era arrancarle algún privilegio. En 1970, un grupo
empresario recibió casi regalada la planta de Aluar. Con la dictadura, la
explotación del Estado se hizo mayor y más íntima: la "patria
financiera" en tiempos de la "plata dulce"; la "patria
contratista", cebada con las empresas del Estado; la "patria
privatizadora" en los años 90. Entonces se habló de neoliberalismo, casi
un eufemismo.
Desde 2003 el expolio se profundizó y se reorganizó.
Ya no fueron empresarios favorecidos -que también los hay- sino funcionarios
políticos, electos o designados, que montaron un sistema para convertir
subsidios y contratos en retornos a las cajas negras. Fue un verdadero modelo
de acumulación: el modelo Santa Cruz, que se vistió de estatismo. Se desarrolló
en diversos frentes: Ricardo Jaime estuvo encargado del área de los
transportes, con socios como los hermanos Cirigliano. Un sistema tosco, casi
primitivo, digno de aquellos jefes guerreros que se reservaban el quinto del
botín, como lo han mostrado las denuncias recientes. Lo que en otros tiempos
eran créditos, exenciones y promociones se convirtió en simple dinero,
aparentemente embolsado, pesado y acumulado en misteriosas bóvedas de la
Patagonia que recuerdan el tesoro del mítico Patoruzek.
Primer balance: los fondos del Estado supuestamente
destinados a mejorar los ferrocarriles habrían ido a parar a esas bóvedas. Los
ferrocarriles, librados a su destino, terminaron literalmente estrellados. No
creo que Jorge Garfunkel, quien murió en 1999, hubiera imaginado ese final.
¿Cómo puede un secretario de Estado, un ministro,
un presidente quizá, montar este latrocinio? ¿Dónde estaban quienes debían
controlarlo? Esto nos lleva a otra faceta de esta historia de decadencia. Un
Estado normal tiene mecanismos de control instituidos, independientes de los
gobiernos. Existe una ley de contabilidad, hay sindicaturas y una auditoría. El
Estado es regido por tres poderes, y la Constitución establece que se controlen
recíprocamente. Para cumplir ese papel de control, el Poder Judicial debe estar
distanciado del voto popular, sus oscilaciones y humores. Al menos, según los
principios republicanos, que informan nuestra Constitución.
Desde los años 70, estos mecanismos vienen siendo
erosionados, deslegitimados y destruidos por casi todos los gobiernos, con
diferentes argumentos pero un mismo propósito subyacente: liberarse de tutelas
y controles.
El Congreso cumplió con su función de control entre
1983 y 1989, pero después se transformó en mera escribanía del Ejecutivo, en el
que delegó poderes excepcionales. Los sistemas burocráticos fueron heridos por
la dictadura -uno de los precios de la represión clandestina- y luego por los
gobiernos que usaron la emergencia económica para justificar su manejo
discrecional.
En los años de Kirchner se avanzó un paso más.
Agencias enteras, como el Indec -demasiado "alcahuete"-, fueron
liquidadas. Bandadas de jóvenes militantes de La Cámpora -tan obedientes como
ignorantes- desplazaron a los funcionarios de carrera. La caja fiscal se
convirtió en el gran instrumento para disciplinar y afirmar el poder
presidencial. Se acumuló poder y además se argumentó en contra de cualquier
control y limitación, calificando esas instituciones de corporativas y no
democráticas.
Se dice que el voto popular, esencia de la
democracia, le confiere al presidente todo el poder, teoría que expuso Carl
Schmitt y practicó un cierto dirigente alemán. Con mucho poder, unos pocos
argumentos y alguna colaboración de opositores ingenuos, el Gobierno fue
barriendo con las limitaciones institucionales. Hoy, la Presidenta dirige sus
cañones contra el Poder Judicial. Parafraseando el refrán sobre el ladrón, que
cree al resto de su misma condición, quien hoy está destituyendo las
instituciones acusa de destituyentes a quienes se oponen.
Trenes, bóvedas patagónicas y diatribas
destituyentes se combinan en un círculo perverso. En el centro está el Estado,
cuya larga crisis remata hoy en un gobierno que utiliza al Estado para acumular
poder y dinero, que formula la teoría del poder total y se desentiende de sus
obligaciones básicas: la vida de la gente. Las bombas de tiempo van estallando
y cobrando su cuota de muertos. Quizás alguien quiera calcular cuántos serán, a
este ritmo, en diciembre de 2015.
© LA NACION.
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