El peso y el
alcance del poder de Washington declinarán
en este siglo XXI.
En cierta ocasión, Madeleine Albright, la exsecretaria de Estado de EE
UU, calificó a este país de “nación indispensable”. La actual evolución de los
acontecimientos en todo el mundo está demostrando que tenía razón, pero la
prueba ha sido casi enteramente negativa. Actualmente, la importancia de
Estados Unidos ha llegado a ser patente por la falta de dirección de EE UU en
una crisis tras otra y que donde resulta más evidente de forma inmediata es en
Siria.
En realidad, está formándose un mundo posamericano ante nuestros ojos,
caracterizado, en lugar de por un nuevo orden internacional, por la ambigüedad
política, la inestabilidad e incluso el caos. Es lamentable y podría resultar
tan peligroso, que incluso antiamericanos intransigentes acaban añorando el pasado
siglo americano y el papel de EE UU como fuerza mundial de orden.
Tanto subjetiva como objetivamente, EE UU ya no está dispuesto a
desempeñar ese papel o no pueden hacerlo. Ha habido muchas causas: un decenio
de guerra en el Oriente Medio, en sentido amplio, con su enorme costo en
“sangre y recursos”; la crisis económica y financiera; una deuda pública
cuantiosa; una reorientación hacia los problemas internos; y una nueva atención
preferente a los asuntos del Pacífico; a todo ello se suma un relativo declinar
de EE UU en vista del ascenso de China y del de otros países grandes.
Estoy relativamente seguro de que EE UU gestionará con éxito su
reorientación y realineamiento, pero, aun así, el peso y el alcance relativos
de su poder declinarán en el nuevo mundo del siglo XXI, mientras aumenta la
fuerza de otros, que recuperan terreno. Desde luego, no se pondrá en tela de
juicio el papel mundial de EE UU. China estará muy ocupada abordando sus
contradicciones internas durante mucho tiempo aún. Tampoco es probable que
India o Rusia planteen un desafío grave. Y el alboroto de voces contradictorias
de Europa parece excluirla de la pretensión de ocupar el lugar de EE UU.
Pero, si bien ninguna de esas potencias representa una sustituta seria
del papel mundial de EE UU, este país no podrá seguir actuando unilateralmente,
como lo hizo al final de la guerra fría, y quedará debilitado en gran medida.
Ese cambio ha resultado particularmente evidente en Oriente Medio y en la
región de Asia y el Pacífico.
En Oriente Medio, el orden regional creado por las potencias coloniales,
Francia y Gran Bretaña, tras la primera guerra mundial, se mantuvo a lo largo
de la guerra fría y la breve época de dominio unilateral de EE UU que siguió;
sin embargo, las convulsiones de los últimos años podrían perfectamente
provocar ese final. Se están poniendo en entredicho las fronteras coloniales y
resulta difícil pronosticar lo que será de Siria, Líbano, Irak y Jordania. Las
posibilidades de desintegración y reconstitución regionales, proceso que podría
desencadenar una violencia indecible, son mayores que nunca.
Además, si bien no hay ningún hegemón regional para sustituir a Estados
Unidos, hay numerosos aspirantes a desempeñar ese papel, pero ninguno —los más
destacados son Irán, Turquía y Arabia Saudí— es lo suficientemente fuerte para
decidir los asuntos a su favor. En vista de la falta de una nueva fuerza de
orden en la región en un futuro predecible y de la disposición para actuar del
antiguo, el peligro de una confrontación violenta y muy larga está aumentando.
Aun cuando Estados Unidos volviera a aplicar la intervención militar en
esa región, su poder ya no sería suficiente para imponer su voluntad. De hecho,
precisamente porque Estados Unidos, después de más de un decenio de guerra, lo
entiende perfectamente es por lo que cualquier Gobierno americano se lo pensará
dos veces antes de volver a intervenir militarmente en esa región.
La situación parece diferente en Asia, donde EE UU no solo sigue
presente, sino que, además, ha aumentado sus compromisos. En el Asia oriental y
meridional, todas las potencias nucleares (China, Rusia, India, Pakistán y
Corea del Norte) o próximas a pasar a ser potencias nucleares (Japón y Corea
del Sur) están enredadas en rivalidades estratégicas peligrosas. A ello se suma
la dosis periódica de irracionalidad norcoreana.
Si bien la presencia de EE UU en esa región ha impedido hasta ahora que
sus numerosos conflictos y rivalidades se intensifiquen, están multiplicándose
las fuentes de incertidumbre. ¿Será China lo bastante prudente para procurar la
reconciliación y las colaboraciones con sus vecinos, grandes y pequeños, en
lugar de aspirar al dominio regional? ¿Qué será de la península de Corea? ¿Y
qué repercusiones tendrá el giro nacionalista de Japón —y su arriesgada
política económica— en la región? ¿Podrán India y China frenar el deterioro de
las relaciones bilaterales? ¿Se cierne el fracaso estatal sobre Pakistán?
Imagínese esa situación sin la fuerza política y militar de Estados
Unidos. La región será mucho más peligrosa. Al mismo tiempo, dados los
limitados recursos de EE UU, su nuevo papel requerirá una consideración más
cuidadosa de los intereses nacionales a la hora de determinar las prioridades.
Está claro que la región de Asia y el Pacífico tiene prelación en los cálculos
de EE UU.
Así, pues, ese nuevo papel americano, más centrado y limitado, plantea
la siguiente pregunta a los socios europeos de EE UU: ¿pueden permitirse el
lujo de carecer de defensa sin la ayuda de EE UU?
Desde luego, la garantía por parte de Estados Unidos de la seguridad de
sus aliados en la OTAN no desaparecerá, pero resultará mucho más difícil de
cumplir plenamente. Y, si un mundo posamericano entraña un mayor riesgo de caos
y sus consecuencias que esperanza de un nuevo orden estable, riesgo que afecta
a Europa en particular, tal vez esta debería invertir su rumbo, con su clara
determinación de desmantelarse.
Joschka Fischer, ex ministro de Asuntos Exteriores y
Vicecanciller de Alemania de 1998 a 2005, fue un dirigente del Partido Verde
alemán durante casi veinte años.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
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