Santos y villanos.
Poder terrenal y espiritual. La historia del papado es también la de
luchas sin cuartel o dogmas como la infalibilidad. La “viña devastada por
jabalíes” afronta un nuevo capítulo.
Entre los muchos papas infames de la
historia no es el peor Esteban VI, pero sí el más espantoso.
Poco después de su ascensión al pontificado, en la primavera de 896, ordenó
desenterrar el cadáver de su predecesor, el papa Formoso, que llevaba nueve
meses bajo tierra; se ocupó de que lo ataviasen con las más vistosas vestiduras
imperiales; habilitó un pequeño trono para resaltar la vistosidad del momento e
inmediatamente reunió en torno un concilio de prelados para someter a juicio al
cadavérico Formoso. El acontecimiento se cuenta en diferentes historias de la
Iglesia romana como el “Concilio cadavérico” o
el “Sínodo del cadáver”.
¿Qué ofensa había infligido Formoso a su fiero sucesor? Nada menos que
aceptar ser papa cuando fue elegido para ello,
pese a inconvenientes formales. Esteban VI se creía perjudicado, además, porque
Formoso lo había nombrado obispo de una diócesis alejada de Roma, lo que le
excluía de la siguiente elección según las normas de entonces.
Cuando, pese a todo, fue elegido papa, Esteban VI buscó la manera de acallar
las críticas y su posible inhabilitación. Para ello debía anular los nombramientos
de su predecesor. El juicio a Formoso (al cadáver de Formoso) podía
presentarse, por tanto, como una cuestión de procedimiento. Pero el odio
histérico del sucesor despejó dudas cuando los presentes fueron informados
sobre la ceremonia a la que iban a asistir. Un diácono de confianza del papa
Esteban debía situarse junto al cadáver en descomposición como su representante
legal, para responder a las acusaciones. Y cuando Formoso fue declarado
culpable, se amputaron a su cadáver los tres dedos de la mano derecha
utilizados para firmar y regalar bendiciones. El resto del cuerpo, desnudado
con esmero sobre el trono ante los asistentes –solo se le dejó el cilicio que
tenía pegado al cuerpo–, fue arrojado al río Tíber.
Esteban VI acabó de muy mala manera, después de que un incendio
(ocasionado por un rayo “de orden del Divino”) destruyó aquel mismo año la
basílica de Letrán. Fue una señal que enardeció a los sacerdotes ordenados por
Formoso para rebelarse. El papa acabó encarcelado y estrangulado. Uno de sus
sucesores, Teodoro II, de brevísimo pontificado –veinte días–, alcanzó a
rehabilitar a Formoso, recuperando su cuerpo del Tíber y oficiando nuevo y
solemne entierro. Formoso tiene tumba en la basílica de San Pedro.
“¿Cuántas divisiones tiene ese papa?”, preguntó
Stalin en las negociaciones tras la Segunda Guerra Mundial
Este episodio ha sido considerado uno de los puntos más bajos del
papado. Ha habido otros peores, aunque menos extravagantes. Eso sí, el
“Concilio cadavérico” causó estupor en Roma. Lo demuestra el hecho de que apenas existen datos sobre los
papas de aquel tiempo, salvo una mera relación. Sí se sabe que antes
de llegar Formoso al pontificado se habían producido altercados y crímenes en
varias elecciones. Es el caso de Marino I, que sucedió a Juan VIII en 882 con
la misma tacha que manchó a Formoso, es decir, que no debía aceptar el cargo
porque ya era obispo de otra ciudad. Esa prohibición de “traslado de sedes”
causó muertos sin cuento, entre otros la de un nomenclator (funcionario)
papal llamado Gregorio en la basílica de San Pedro, donde (sic) “quedó
una mancha de la sangre en el suelo porque lo sacaron de allí a rastras”.
Del sucesor de Marino I tampoco hay buenas noticias. Se llamaba Adriano
III, estuvo un año escaso en el cargo y apenas tuvo tiempo para reinar porque
no paró de defenderse de facciones y de ajustar cuentas cuando podía. Así,
mandó cegar a un funcionario público hostil y azotó desnuda por las calles de
Roma a la viuda del ya citado Gregorio, sin que los historiadores alcancen los
motivos (o porque sí).
La ‘papolatría’ al uso dice que el pontífice romano es Vicario de Cristo,
Sucesor de Pedro, Siervo de los siervos de Dios, Santo Padre y Sumo Pontífice,
todo en mayúscula. También es, a efectos de política internacional, Jefe de
Estado de una llamada Santa Sede. Además recibe tratamiento
de Su Santidad. El inquisidor Roberto Belarmino (1542-1621), el primer cardenal
jesuita y verdugo de Giordano Bruno y de
Galileo, en su famoso catecismo, en vigor hasta principios del siglo
pasado, contestaba a la pregunta “¿quién es cristiano?” de este modo tan curial
y actual: “Es cristiano el que obedece al papa”. Un Dios, un Cristo, un obispo,
y este, además, investido por el dogma de la infalibilidad y apoyado por
incontables medios materiales.
El papado ha perdido poder terrenal, pero el
Vaticano tiene rango de Estado. El poderío arranca de la decisión del
emperador Constantino de convertir el cristianismo en religión oficial del
Imperio Romano
Jesús, el fundador cristiano, entró en Jerusalén a lomos de un borrico.
Los papas viajan coronados con la tiara pontificia y se visten como los
emperadores romanos, para impresionar. “No fue con un cheque del banco del
César con lo que Jesús envió a sus apóstoles a anunciar el reino de Dios”,
clamó en el siglo XIX el teólogo francés Robert de Lamennais, tan citado. Así
fue como nació y se consolidó, con poder y riquezas, el llamado “Imperio
católico”.
Pese a intrigas internas sin cuento, muchas veces resueltas
criminalmente, no ha habido un solo aspecto de la vida en que la Iglesia no se
creyese con derecho a dar su dictamen e imponerlo. Monarcas autocráticos, los
papas practicaron durante siglos la doctrina de Gregorio VII en el
texto Dictatus Papae, de
1075: solo el romano pontífice puede usar insignias imperiales, “únicamente del
papa besan los pies todos los príncipes”, solo a él le compete deponer
emperadores, sus sentencias no deben ser reformadas por nadie mientras él puede
reformar las de todos. El último de esos emperadores (o así se creía) fue Pío XII, soberano entre 1939 y 1958. Obsesionado
con el protocolo, los funcionarios debían arrodillarse cuando el papa empezaba
a hablar, dirigirse hacia él arrodillados y salir de la habitación caminando
hacia atrás. Pese a tanto boato, el papado llevaba medio siglo sin poder
temporal, al menos teórico. Stalin, el dictador soviético, lo dejó claro cuando
Churchill, en la Conferencia de Yalta en 1945,
le informó de la posible participación del papa en las conversaciones de paz,
que el premier británico apoyaba. “¿Cuántas divisiones tiene ese papa?”,
zanjó Stalin.
Ni tanto, ni tan poco. Ciertamente, la Iglesia romana es
hoy una “viña devastada por jabalíes” (escándalos económicos,
abusos sexuales a menores, intrigas internas, espionaje entre prelados; “un
papa rodeado de lobos”, en fin), como ha reconocido el ya emérito Benedicto XVI. Tampoco
tiene ya poder terrenal, aunque sí enormes bienes e incontables ayudas
económicas por parte de muchos Estados que, sin embargo, se dicen
aconfesionales. Fue desde una perspectiva de poder absoluto, que aún persiste,
como la confesión católica construyó su imperio desde la conocida como
“donación de Constantino”, el emperador que convirtió el cristianismo en la
religión oficial del Imperio Romano. No tardaron mucho los hasta entonces
perseguidos en convertirse en tenaces perseguidores. Calculó Voltaire en 1765
que el cristianismo había causado hasta entonces doce millones de muertos en
guerras de religión, cruzadas contra infieles, caza de herejes y de brujas y
los autos de fe de la terrible Inquisición.
Pintura 'El papa Formoso y Esteban VI', de P.
Laurens.
Esteban VI es el
más espantoso. Desenterró el cadáver de su predecesor y rival, lo juzgó y lo
arrojó al río Tíber
Suele ponderarse el número de papas proclamados santos. Son muy pocos
(apenas el 31% de los fichados como tales papas: 265 pontífices, más o menos).
La inmensa mayoría de esos santos (54) pertenece a la prehistoria de esa
confesión y murió durante alguna de las persecuciones que los cristianos
sufrieron en los primeros siglos. Son, por tanto, papas mártires. Más tarde, la
santidad oficial de Sus Santidades brilló por su ausencia durante
siglos. Por volver al tiempo del famoso Formoso, en los dos siglos que van
entre Nicolás I (papa en 858-867) y León IX (1049-1054) solo hay un papa santo,
el ya citado, de armas tomar, Adriano III. El primer milenio acaba con otros 22
santos, entre los que destaca san Gregorio I Magno (590-604).
El segundo milenio ofrece resultados desastrosos para el buen
nombre de Sus Santidades, sobre todo en el llamado siglo de la
oscuridad. Hubo papas casados, papas con hijos de varias mujeres,
papas que abusaban de las doncellas de palacio; papas criminales, pontífices de
presidio… En medio de tantos escándalos, lo que se espera del papa de turno “es
que al menos crea en Dios”, dijo el rey francés Luis XV tras uno de sus
enfrentamientos con Roma. Un ejemplo es Juan XII. Papa en el siglo X a los 18
años, de civil Octaviano, era un muchacho con pasiones ardientes y brutales.
Había sido educado para mandar civilmente. Desviado hacia lo espiritual, cambió
de nombre, pero no de conducta. No fue el primer papa que introdujo la
costumbre de cambiar de nombre, pero el escándalo que su paso por la silla de
Pedro había causado convirtió en norma esa originalidad, hasta nuestros días.
Ha habido también papas de enorme talla, como León I el Magno, que libró
a Roma del asalto final de Atila, al que convenció para que se retirase por
donde había llegado. O Gregorio Magno, el que más hizo por consolidar el poder
temporal del pontificado, al que accedió después de haber sido gobernador civil
de Roma. Entre los más cercanos sobresalen en extravagancia Gregorio XVI y Pío
IX, que gestionaron de mala manera la pérdida de los Estados Pontificios
arremetiendo contra la modernidad y contra todo lo que se moviera hacia
delante. Gregorio condenó, por ejemplo, el ferrocarril. Pío IX es el papa del
dogma de la infalibilidad.
Causó Pío IX estupor en media Europa cuando en 1858 mandó secuestrar a un
niño judío de tres años porque había sido bautizado por una criada católica con
la disculpa de que estaba en peligro de muerte. El niño se llamaba Edgardo
Mortara y vivía en Bolonia con sus padres. El rapto lo maquinó el Santo Oficio
vaticano, que lo llevó a Roma, donde fue educado en la religión católica y
ordenado sacerdote más tarde por Pío IX. Pese a la escandalera y las presiones
de varios mandatarios, el papa no lo soltó nunca. Acabó de fraile en el
monasterio de Oñati (Gipuzkoa). Unamuno lo conoció una tarde que
pedía dinero para su convento en el balneario de Zestoa. “El
padre Mortara era un verdadero políglota y en llegando a mi país se propuso
hablar vascuence, y llegó a conseguirlo. Yo le oí un sermón predicado en
vascuence, en Gernika, y os digo que se sufría oyendo a aquel hombre
intrépido”, escribió el autor de La agonía del cristianismo.
El rapto del niño Mortara fue solo un episodio de la
ferocidad antiliberal de Pío IX, que contó con el respaldo casi exclusivo de la
infantería francesa aportada por Napoleón III a cambio de grandes favores
papales. “Un prostíbulo bendecido por obispos; una coalición entre la sala de
guardia y la sacristía”, diría más tarde Charles Forbes, conde de Montalembert.
No ha habido gobernante reaccionario en Europa que no haya contado con el apoyo
del pontificado romano, siempre en combate contra el liberalismo, el modernismo
o, más genéricamente, en contra de la imparable, en media Europa, separación
Iglesia-Estado.
Tres de cada diez pontífices han sido proclamados
santos, entre los que figuran León I y Celestino V en 1313
En todo el segundo milenio fueron elevados a los altares cinco papas,
con Celestino V a la cabeza. Se trata del papa que, antes que Benedicto XVI, renunció al pontificado cinco meses
después de ser elegido, en 1294. Era monje y vivía solo en una
cueva del monte Morrone (Italia), con fama de santo y sanador. Fue aclamado
papa después de un cónclave que se prolongaba ya dos años. Llegó a lomos de un
burro al templo en el que iba a ser coronado. Cuando abdicó, escandalizado,
quiso volver a su vieja ermita, pero el sucesor, Bonifacio VIII, mandó matarlo.
Así lo creyó Felipe IV el Hermoso, rey de Francia, que ordenó capturar en Roma
al papa reinante para procesarlo. Bonifacio VIII murió poco después, probablemente
asesinado. De él se ha dicho que “entró [en el pontificado] como un lobo,
gobernó como un león y acabó como un perro”.
El último papa santo es Pío X (1903-1914), único hasta la fecha del
siglo XX. Antes que él hay que remontarse a san Pío V (1566-1572). Ahora
avanzan los trámites para elevar a lo más alto de los altares al antijudío Pío
IX (1846-1878); a Juan XXIII (1958-1963), el papa que
convocó el Concilio Vaticano II –a los dos hizo beatos Juan Pablo II–,
y a este mismo, a quien beatificó su íntimo amigo y sucesor Benedicto XVI.
JUAN ARIAS
La renuncia del papa Benedicto XVI, por
motivos aún oscuros, lleva a pensar que no estamos ante una crisis más de las
que ha padecido la Iglesia en su historia, sino ante algo inédito: una
encrucijada que induce a pensar en un final del papado si no se reforma.
A la vista de las crónicas sobre lo que ha llevado al intelectual
Ratzinger a abandonar, podría dar la impresión de que se trata
de un relato de los pontificados de la Edad Media, con su trenzado de intrigas,
traiciones, pecados y demonios. Ha faltado solo el asesinato del papa, aunque
se llegó incluso a hablar de este peligro.
Pero estamos en el siglo XXI. En este
tiempo de cambios radicales, con todas las instituciones y los valores en
discusión, la Iglesia no puede continuar anclada en la Edad Media. Hay quien
asegura que, o cambia de rumbo ahora, o corre el peligro de perder su identidad
y su fuerza espiritual universal. No caben ya las reformas del pasado, cambios
para seguir igual. Y menos aún se puede enderezar ya la Iglesia con una simple
reforma de la curia romana, como
parecen pretender algunos cardenales. Cada vez que este gobierno central de la
institución se ha reformado ha acabado reafirmándose en su poder. Esa cosmética
no sirve para una crisis que ha llevado a un papa a renunciar a su amplio poder
espiritual y mundano.
Para la elección del nuevo papa, la
Iglesia católica abrió un debate con tres posibles modelos: un gestor con puño
de hierro, buen conocedor de los laberintos de la curia y sus luchas internas
de poder; un papa pastor, que continúe la labor interrumpida por Juan Pablo II y
deje a la curia ejercer su poder castrador de la modernidad; o bien un papa
profeta, capaz de inaugurar una nueva era en el papado. Los dos primeros
perfiles no parecen servir para esa transformación casi cósmica que necesita la
Iglesia. Solo una apertura a la profecía capaz de reencontrar la Iglesia de los
orígenes, aún no contaminada por el poder mundano, podría salvarla del
naufragio.
Hoy el papa más moderno, más
progresista, sería el que tuviera el coraje de desempolvar la verdadera
tradición de la Iglesia. Lo más revolucionario, lo más actual, lo nuevo, se
halla en esa tradición ofuscada por las capas de las que se ha revestido hasta
llegar a ser irreconocible por los cristianos cuya fe se funda en las
enseñanzas de amor universal, de libertad de conciencia, de no apego al poder
mundano y de sencillez evangélica.
Una vuelta a la tradición no solo
podría acabar con los males que aquejan a la Iglesia, sino infundirle una savia
nueva. De entrada, significaría despojar al papa de su privilegio
de ser también jefe de Estado, un regalo envenenado concedido
por Mussolini a Pío XI a cambio de su apoyo al fascismo.
El papa volvería a ser solo líder espiritual y no se vería obligado a estrechar
la mano o a impartir la comunión a los dictadores de turno; no necesitaría de
los servicios secretos –los mejores del mundo según me confió un día el jefe de
los secretos militares de Italia–. Dejaría de ser Pontifex Maximus, que era el
título de los emperadores romanos. Volvería a ser el primus inter pares sin
el don de la infalibilidad, como lo eran los antiguos patriarcas.
Lo más revolucionario hoy para la
Iglesia sería esa vuelta al pasado, a sus esencias anteriores a su
reconocimiento como religión imperial por parte de Constantino. A partir de ahí
empezó la metamorfosis del papado hasta convertirse en emperador de la Iglesia
universal, con poderes nuevos que los manipulados concilios le irían otorgando.
Si el papado volviera a la tradición,
no existiría, por ejemplo, el celibato obligatorio del clero y las mujeres podrían ejercer el
ministerio sacerdotal, como ocurrió en los primeros tiempos
–llegaron a obispas–. Además, sería hoy fiel a la máxima “dad a Dios lo que es
de Dios y al césar lo que es del césar” y solo intervendría en las cosas
mundanas para defender la dignidad humana. Dejaría a la ciencia trabajar en
libertad para buscar nuevas fronteras en la investigación, dejaría a los
cristianos mayor libertad de conciencia en el ejercicio de su sexualidad, sobre
la que el Concilio Vaticano II –tan
olvidado– llegó a decir que no solo estaba destinada a la procreación, sino que
era un “nuevo lenguaje” entre las personas que se expresan también a través de
su cuerpo.
Si la Iglesia volviera a sus
orígenes, también encontraría mejor el camino extraviado del ecumenismo, del
diálogo con todas las otras creencias religiosas. Hoy está paralizado por un
motivo muy sencillo: la Iglesia y los papas siguen aferrados al dogma de la
infalibilidad, que les impide en teoría equivocarse en materia de fe y
costumbres. Y es imposible dialogar entre falibles e infalibles. Sin ese dogma
impuesto con enjuagues, la vuelta a la tradición sería revolucionaria, ya que
devolvería a la Iglesia su función de ser una voz más en el gran concierto de
la fe universal y no la única.
Juan XXIII, el papa profeta de la
era moderna de la Iglesia, fue el más desacralizador. Le decía
a su secretario particular, Loris Capovilla, que de no haber sido tan mayor
hubiese puesto a la Iglesia “de cabeza para abajo”, haciendo que volviera a la
tradición. Lo hizo en parte con el Concilio Vaticano II. Él se reía de sus
antecesores que se consideraban “vicarios de Jesucristo”. “Yo me siento un puro
secretario”, replicaba.
Juan XXIII sucedió al hierático príncipe Eugenio Pacelli, Pío XII, quien antes
de morir impartió títulos nobiliarios a toda su familia. El papa del
concilio, de origen campesino, recibió ofensas cuando lo convocó. El
cardenal ultraconservador Giuseppe Siri, opuesto a la cita, tramó la forma de
deponerle “por motivos mentales”.
Juan Pablo I, el que ejerció solo
30 días y cuya muerte prematura sigue siendo un misterio, quizá
pagó con su vida el gesto profético de dejar el Vaticano e irse a vivir a un
barrio obrero de Roma, llevarse con él a los cardenales, reformar la curia y
dejar los palacios en manos de una organización internacional. Cuando la tarde
antes de morir propuso a los purpurados de la curia aquella “locura
evangélica”, los gritos de la discusión
se escuchaban desde fuera, me contó la monja que cada mañana despertaba al papa
llevándole un café. “Aquella noche casi no cenó, ni vio el telediario como de
costumbre. Visiblemente cansado, se retiró a su habitación”, añadió la religiosa que lo encontró
muerto con apuntes de la acalorada discusión desparramados en
la cama. No murió “leyendo el Kempis”, como afirmó el secretario del papa,
quien después reconoció la mentira.
Ser profeta en el Vaticano, atentar
de alguna forma con volver a la tradición evangélica, intentar despojar al
obispo de Roma de sus poderes temporales, parece hasta ahora una labor
imposible. No sé si Joseph Ratzinger lo intentó o no. Quizá intuyó que un gesto
profético podría costarle también a él la vida. Y se fue. La gran paradoja es
que su renuncia quizá haya constituido uno de los gestos más proféticos de los
últimos papas, capaz de obligar a la Iglesia a revisarse de los pies a la
cabeza.
Para llevar a cabo esa revolución de la Iglesia, necesitaría en primer lugar
que el nuevo papa convocara con urgencia un nuevo concilio ecuménico, esta vez
con representación real y no solo simbólica de toda la comunidad cristiana
universal y de todas las confesiones religiosas.
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