Por Pablo Sirvén | LA NACION
Las ganas de publicar una buena historia o de impactar con un
contundente documento fotográfico pueden hacer tambalear el raciocinio del
periodista mejor plantado. Más todavía en estos tiempos líquidos de urgencias
espasmódicas, en los que todos estamos online las 24 horas del día. Cada vez
hay menos tiempo para pensar porque todo debe ser publicado ¡ya!.
El apuro y las ganas son una mala combinación. Los pasos más
elementales y necesarios para chequear mínimamente la calidad de un material
periodístico antes de ser publicado se han ablandado y se saltean en aras de
llenarnos de gloria lo más rápido posible. Total, el consumo es superficial y
acelerado. Todo pasa sin dejar huella ni memoria ante el aluvión constante de
novedades. Pasado mañana nadie más hablará del asunto.
Pensar que podemos contar con una "exclusiva" de la
que hablará todo el mundo y que hará estallar de celos a nuestra competencia es
algo con lo que se le hace agua la boca a cualquier editor. Esa presión
autoimpuesta existe en cada jefe y debe cuidarse muy bien de mantenerla a raya.
Los periódicos, aun los más tradicionales, están tentados de dejarse
arrastrar por esa vorágine. Primero fueron las revistas, que con sus
"primicias" y sus fotos nunca vistas dejaban en evidencia la
parsimonia institucional de los grandes diarios. Llegaron los diseñadores y los
diarios se "arrevistaron".
Luego se fue ampliando más y más el reinado de la TV y
aparecieron los canales de noticias. El menú informativo que preparábamos con
tanto esmero con un día de anticipación para que nuestros lectores lo leyeran
como nuevo al desayuno de la jornada siguiente empezó a quedar viejo. ¿Qué
hacer?
Y terminó de complicar las cosas del todo la explosión de
Internet, con sitios actualizados a cualquier hora, y la eclosión de las redes
sociales, donde el paradigma de la comunicación sufrió un dramático revés: ya
no hay uno que emite y los demás leen, miran o escuchan en silencio, sino que
todos al mismo tiempo emitimos y nos viralizamos sin que valga más lo que diga
un premio Nobel que un "fake" (perfil trucho en Twitter o en Facebook
de alguien que se hace pasar por otro). Ya no se puede determinar con certeza
si aquello que leemos, miramos o escuchamos es cierto, falso, cínico o
paródico. Se han socializado las responsabilidades, y la obsesión por la
calidad y la rigurosidad ya no está en los primeros puestos del ranking. Las
alarmas dejaron de funcionar.
Cuando se encuentran el hambre (la circulación mundial de los
diarios en declive) y las ganas de comer (los desaprensivos cazadores de
primicias y los chapuceros o estafadores del mundo virtual que trabajan al filo
de la legalidad o directamente al margen de ella, hackeando o robando
materiales pertenecientes al mundo de la privacidad) suceden inevitablemente
este tipo de cosas.
De un lado y del otro hay un sueño chiquito y espurio de
salvarse, de miserias e irregularidades, de engaños y autoengaños. Quien vende
la foto porque embolsa un buen fajo de billetes y quien la compra porque supone
que una imagen que nadie tiene puede dar vuelta la historia de su medio y
salvarlo de las anunciadas hecatombes sobre el fin del periodismo.
No sólo no se salvan nada, sino que se convierten en el
hazmerreír mundial y sirven como anillo al dedo para que gobernantes como
Cristina Kirchner, que odian a la prensa, tengan de sobra con qué despacharse a
gusto por un buen rato.
Ya era bastante reprobable, y de nulo valor para el lector
(más allá del obvio morbo que pueda despertar), publicar la foto de un
moribundo. Hay varios lamentables antecedentes: la imagen de un escuálido y
entubado Francisco Franco, durante su larga agonía, que terminó el 20 de
noviembre de 1975, o la foto de un moribundo Ricardo Balbín, en terapia
intensiva, que publicó la revista Gente en su edición del 10 de septiembre de
1981 (tres años después la publicación fue condenada y debió resarcir
económicamente a la viuda de aquel líder radical).
Tampoco está de más recordar las horrorosas fotos del cadáver
de la asesinada Nora Dalmasso, que emitió el noticiero de América en junio de
2007 gracias a la primicia de Cynthia García, hoy volcada al oficialismo militante
que denuncia a los "medios hegemónicos".
El 10 de febrero de este año el diario Crónica publicó un
suplemento de cuatro páginas -¡un suplemento! más la primera plana- con las
fotos tremendas del cadáver de la modelo Jazmín de Grazia, que había aparecido
muerta unos días antes en la bañera de su departamento.
Pero en este caso, ni siquiera se trataba de un moribundo o
de un muerto célebre, sino de un paciente cualquiera con apenas un cierto
parecido a Chávez, cuya imagen provenía de un video subido a YouTube en 2008.
Resulta incomprensible cómo editores experimentados
reaccionaron como un grupo de jóvenes entusiastas que no ven más allá de sus
narices y que marchan directo a estrellarse con su travesura.
En tiempos de virtualidad absoluta, donde realidad y ficción
se confunden y se mezclan con tanta facilidad, cuesta creer cómo todavía
redacciones profesionales caen con tanta facilidad ante este tipo de materiales
envenenados. Distribuidos por audaces timadores o, da igual, por
"justicieros" mediáticos (Assange y derivados) intentan desprestigiar
a la industria periodística dejando en evidencia cuán vulnerable es en materia
de controles internos.
ALGUNAS EXPLICACIONES
DE EL PAÍS
El diario español publicó tres notas a lo largo del día
Primer comunicado
Reconoce el error, pero dice que el epígrafe ya advertía
sobre las dificultades para verificar las circunstancias de la foto
"En el texto que acompañaba la foto se afirmaba que El
País no había verificado de forma independiente [su veracidad]"
Tercer comunicado
Responsabiliza principalmente por el fallo a la agencia
gráfica Gtres Online, "con la que El País trabaja desde hace años"
"Gtres Online trasladó a El País en todo momento su
confianza en la veracidad de la instantánea"
"La agencia señaló que [la foto] procedía de una
enfermera cubana a través de su hermana, que reside en España"
No hay comentarios:
Publicar un comentario