La burocratización
y el conservatismo han conducido al descrédito de este foro internacional.
Guadalajara en 1991 vivió el nacimiento de las cumbres iberoamericanas
(CU); Veracruz en 2014 debiera ser el escenario de su ocaso: no hay suficientes
razones válidas —salvo las que tienen que ver con las burocracias y las que
hacen a los hábitos— para que estos encuentros continúen. Los argumentos
pomposos para su existencia son, en esencia, falaces. Por ejemplo, se suele
indicar que la suma de los PIB de los 22 países que constituyen los miembros
plenos es superior a la de cualquier país del mundo, salvo Estados Unidos. Lo
anterior no significa mucho pues ni las 22 naciones se han vinculado mediante
un acuerdo profundo de integración económica ni han operado internacionalmente
de manera similar en foros multilaterales. Algo semejante puede decirse acerca
de sus generosos objetivos: los 23 encuentros efectuados hasta ahora han
cubierto una agenda tan amplia y ambiciosa que no condice con el bajo
compromiso efectivo de los países y la baja aplicabilidad de lo acordado. Ante
la realidad de promesas imponentes y resultados magros se ha ampliado el número
de observadores asociados. No sería extraño que como le ocurriera en su momento
a la Unión Europea (UE) ante el dilema entre corregir y profundizar o
desarreglar y expandir los miembros de las CU opten, como equívocamente lo
hiciera la UE, por la segunda alternativa. Ello será el presagio de nuevas
proclamas grandilocuentes y de mayores prioridades irrealizables.
Pero la improductividad de las Cumbres Iberoamericanas no tiene que ver
con la intención o la voluntad de sus miembros. Hay motivos más hondos y
fuerzas estructurales que mejor explican la situación. El mundo de comienzos
de los noventa que conoció el surgimiento de las CU poco se parece al actual.
Entre otros, el triunfo de Occidente era incuestionable y promisorio; la
globalización de la época era sinónimo de prosperidad; y el dúo España-Portugal
parecía el puente natural entre América Latina y Europa. Nada de ello está de
pie hoy: el power shift a favor de Asia y el Pacífico se acompaña
de una elocuente resistencia de Estados Unidos y Europa a compartir poder e
influencia con los poderes emergentes del Sur; la globalización imperante es
percibida como epítome de inseguridad y vulnerabilidad por amplios segmentos en
las sociedades centrales y periféricas; y nadie cree en las principales
capitales latinoamericanas que su interlocución con la UE, con los países de la
Zona euro y con los participantes europeos de la OTAN pase a través de Madrid y
Lisboa. La decisión de españoles y portugueses de desmantelar sus Estados de
bienestar en momentos en que, con diferentes modelos, la inmensa mayoría de los
latinoamericanos intenta reconstruir y reconfigurar la relación
Estado-sociedad-mercado añade una cuestión adicional: el diálogo político en
las CU se ha tornado fútil. Y si a eso se agrega que en materia de la agenda
más reciente (y acuciante) —medioambiente; inmigración; drogas ilícitas— no se
han producido avances en las relaciones iberoamericanas, entonces no es
sorprendente que el diálogo diplomático muestre señales de esclerosis.
Es evidente que siempre se podrá decir que tal o cual país, en el marco
iberoamericano, es un socio estratégico, una contra-parte vital o un amigo
ejemplar: la retórica nunca será escasa a ambos lados del Atlántico. Siempre se
podrá argumentar asimismo que son los asuntos coyunturales menores los que
parecen distanciar a las contra-partes iberoamericanas. Siempre se podrán
registrar, también, provechosos negocios a ambos lados de Iberoamérica. Siempre
se podrán invocar, además, los lazos culturales —más de antaño que del
presente, de hecho—. Y siempre habrá burocracias prestas a reivindicar la
relevancia recíproca entre los tres miembros europeos y los diecinueve miembros
latinoamericanos de las CU. Nada de eso es insólito o negativo.
No obstante, una mirada y una lectura de más largo plazo ponen en
evidencia los límites que tiene y tendrá lo iberoamericano. El tamaño de las
transformaciones en Latinoamérica y Europa; las mutaciones de poder global y
sus efectos para ambas regiones; la diversidad de opciones estratégicas
disponibles para cada actor de Iberoamérica; entre otros, derivan en enfoques y
alternativas diferenciadas entre los miembros europeos y latinoamericanos de
las CU. Eso es lo novedoso y desafiante.
Por todo lo anterior quizás haya llegado el momento de clausurar el
ciclo de las Cumbres Iberoamericanas. La decisión del reciente encuentro de
Panamá de que a partir de 2014 las cumbres sean cada dos años en vez de anuales
no es una solución a la irrelevancia y la inercia de las CU. En la próxima cita
en Veracruz —la XXIV— debiera, con discreción y sin padecimiento, anunciar que
las CU jugaron un papel meritorio en los albores de la Posguerra Fría y que el
espíritu iberoamericano se seguirá manifestando en las cumbres entre América
Latina y el Caribe y la UE. En breve, dicho eventual anuncio sería la expresión
prudente de un modo de racionalizar, tanto por motivos políticos como
materiales, el actual esquema de foros multilaterales. Eso, en sí mismo, sería
un gran aporte iberoamericano al sistema mundial al poner de presente que ciertas
estructuras institucionales no necesariamente debieran ser permanentes: la
burocratización, el conservatismo y la rutina son fenómenos que conducen, más
temprano que tarde, al descrédito y la ilegitimidad de algunos ámbitos
internacionales.
Juan Gabriel Tokatlian es director del departamento de
Ciencia Política y Estudios Internacionales de la Universidad Di Tella (Buenos
Aires, Argentina).
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