el país
George Washington, primer presidente de Estados Unidos, se presentó a
una sola reelección a pesar de su inmensa popularidad y de que sus partidarios
le imploraban continuar en el poder, inaugurando así una saludable tradición
que duraría un siglo y medio hasta que Franklin Delano Roosevelt optó por
romperla y presentarse a dos reelecciones. Tras esta experiencia de alteración
del orden constitucional a cargo del presidente de turno, en 1951 Estados
Unidos aprobó la enmienda constitucional No. 22, que codifica la tradición de
Washington y cierra las puertas de manera prácticamente definitiva a la
reelección múltiple.
Algo muy similar ha ocurrido en toda América Latina desde la
independencia de España, y mientras numerosas reformas constitucionales han
reflejado estos cambios legítimos, muchas otras han sido promovidas
tramposamente por presidentes que buscan beneficiarse a sí mismos. A partir de
la aprobación de la Carta Democrática Interamericana (CDI) en 2001 por los
Estados miembros de la Organización de Estados Americanos (OEA), los
gobernantes que abusan sus poderes constitucionales para extender sus propios
mandatos no pueden tener cabida en una comunidad de naciones democráticas.
El mes pasado, el Tribunal Constitucional de Bolivia habilitó al
presidente Evo Morales a presentarse como candidato a una segunda reelección
presidencial en el 2014 (o “re-reelección”), a pesar de que la constitución
dictada por el propio Morales en 2009 establece la posibilidad de una sola
reelección. De manera muy similar, en el año 2000, el Jurado Nacional de
Elecciones del Perú habilitó al presidente Alberto Fujimori para que se
presentase a la re-reelección, a pesar de que la constitución dictada por el
propio Fujimori en 1993 disponía la posibilidad de una reelección.
Para evitar el argumento fujimorista de que la elección que
entronizó al presidente no contaría porque se había producido antes de la
“refundación” del país, es decir, bajo una constitución anterior (la de 1979 en
el caso peruano, y la de 1967 en el caso boliviano), la oposición boliviana
logró introducir en la constitución de 2009 una disposición expresa
asegurándose de que el primer periodo de Morales sí contaría. Así, el texto de
la “Disposición Transitoria Primera”, párrafo segundo establece: “Los mandatos
anteriores a la vigencia de esta Constitución serán tomados en cuenta a los efectos
del cómputo de los nuevos periodos de funciones.”
A pesar del principio jurídico universal según el cual “ante ley
expresa, no cabe interpretación” (ubi lex non distinguit, nec nos
distinguere debemus), el Tribunal Constitucional boliviano, cuyos
magistrados fueron electos por voto popular en 2011, decidió:
[e]s absolutamente razonable y acorde con la Constitución realizar el
computo [sic] del plazo para el ejercicio de funciones tanto del
Presidente como del Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, desde
el momento en el cual la función constituyente refundo [sic] el Estado y
por ende creo [sic] un nuevo orden jurídico-político.
En un ejercicio similar de alquimia constitucional, la Corte Suprema de
Justicia de Nicaragua habilitó en 2009 al presidente Daniel Ortega a
presentarse a la reelección, a pesar de que la Constitución nicaragüense
(Artículo 147) prohibía la reelección presidencial. Según la corte, la
prohibición de la reelección era “inaplicable” ya que violaba el derecho
fundamental del presidente a la “igualdad jurídica” frente a los miembros del
poder legislativo, quienes, según otro artículo constitucional, sí podían ser
reelectos. Célebremente, un magistrado nicaragüense justificó esta decisión
diciendo: “Si lo hace [Álvaro] Uribe está bien, si lo hace [Oscar] Arias está
bien, si lo hacemos nosotros (...) y nos pronunciamos sobre la inconstitucionalidad,
entonces está mal”.
El magistrado nicaragüense está equivocado. La reforma constitucional
promovida por el presidente Uribe en 2004 para posibilitar su re-reelección
también “estuvo mal”, a diferencia, por ejemplo, de la reforma constitucional
de 1993 (vía judicial) en Costa Rica, que permitió la reelección discontinua
(después de 16 años) del presidente Arias. Esta última debe ser considerada
como una reforma democrática, dado que, a diferencia de Uribe, no fue el propio
presidente quien la promovió mientras se encontraba en ejercicio del poder.
La CDI establece entre los elementos esenciales de la democracia “el
acceso y ejercicio del poder con sujeción al Estado de Derecho” (artículo 3),
que incluye el principio de alternabilidad o alternancia en el poder, según lo
demuestran los trabajos preparatorios de la CDI (ver intervenciones de Chile,
Perú y Venezuela, aquí), además del hecho
de que esta fue aprobada en gran medida en respuesta a la erosión democrática a
cargo del presidente peruano Alberto Fujimori, quien, vía reforma
constitucional, había allanado el camino para la re-reelección de su gobierno.
De ahí que la violación del principio de alternabilidad en el ejercicio
del poder no se produce por la mera autorización constitucional de la
reelección presidencial, sino cuando esta autorización es producto de una
reforma constitucional impulsada por el gobernante de turno con la finalidad de
extender sus propios poderes de manera temporal o sustancial, es decir, cuando
el presidente promueve la reforma constitucional con el objetivo de aumentar sus
propias facultades constitucionales o extender su periodo presidencial a través
de su reelección inmediata o incluso su reelección indefinida.
La cláusula democrática establecida
en la CDI (Artículos 3, 4 y 17 al 21) otorga al Secretario General de la OEA y
a cualquier Estado miembro, el poder de convocar al Consejo Permanente y a la
Asamblea General de la OEA para analizar este tipo de situaciones de erosión
democrática (también llamada “alteración” del orden constitucional que afecta
gravemente el orden democrático), establecer misiones diplomáticas de monitoreo
para evitar una “ruptura” del orden democrático, además del poder para
suspender a los gobiernos antidemocráticos (ya sea porque accedieron al poder a
través de golpes de Estado, o porque erosionaron la democracia desde el poder).
La CDI puede ser aplicada de dos maneras: preventiva y correctiva. En
sus primeras fases, la erosión democrática debe conducir a la aplicación “preventiva”
de la cláusula, con el fin de presionar al gobierno para detener y revertir sus
acciones antidemocráticas (como ser una reforma constitucional de esta
naturaleza). Si la erosión continúa, la OEA debe considerar que se ha producido
una ruptura que afecta gravemente el orden democrático y la cláusula debe
aplicarse de manera “correctiva”.
Bajo este parámetro, las reformas constitucionales promovidas por
Fujimori en 1993, Carlos Menem en 1994, Fernando H. Cardozo en 1997 y Hugo
Chávez en 1999, que autorizaron las reelecciones de estos presidentes,
constituyeron todas acciones de erosión democrática violatorias del principio
de alternabilidad en el poder. Sin embargo, es recién desde la codificación de
este principio en la CDI que las reformas constitucionales que se han impulsado
con la finalidad de autorizar la reelección inmediata de los presidentes de
turno debieron provocar la acción preventiva de la OEA. Así, la OEA debió haber
activado la cláusula democrática contra los gobiernos de Uribe en 2004, Rafael
Correa en 2008 y Morales y Ortega en 2009, y debería activarla hoy frente al
fallo manifiestamente inconstitucional del
Tribunal Constitucional de Bolivia que valida las intenciones
re-reeleccionistas de Morales, con la finalidad de evitar estas reformas
constitucionales antidemocráticas bajo pena de suspensión de estos gobiernos.
En particular, la OEA debió haber aplicado la cláusula democrática al
gobierno del presidente Chávez en el año 2009, cuando éste reformó la
constitución de 1999 (dictada por él mismo) para permitir su reelección
indefinida, una medida inédita entre los gobiernos del continente (hasta ese
año, sólo el régimen dictatorial de Cuba contemplaba esta figura).
Debe aclararse que, en principio, la reelección indefinida puede ser tan
legítima como la prohibición absoluta de la reelección (Guatemala, Honduras,
México y Paraguay), la reelección inmediata por un periodo (permitida hoy en
Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Ecuador y Estados Unidos), o la
reelección en periodos discontinuos (permitida en Chile, Costa Rica, El
Salvador, Nicaragua, Panamá, Perú o Uruguay), siempre y cuando estas se
presenten como alternativas de diseño constitucional promovidas de manera
desinteresada como producto de los frenos y contrapesos entre los poderes y
partidos políticos plurales existentes en una sociedad democrática.
En efecto, la posibilidad de la reelección indefinida como ideal
democrático de incentivo al buen gobernante encontró entre sus principales
defensores a un pensador ilustrado como Alexander Hamilton, quien junto a James
Madison y John Jay escribió, entre 1787 y 1789, una serie de artículos de
prensa defendiendo el proyecto de constitución estadounidense que incluía la
figura de la reelección indefinida (ver El Federalista, No. 69). Sin embargo, a
diferencia de Fidel Castro y Hugo Chávez (o Stroessner y Trujillo), Hamilton no
propuso la reelección presidencial indefinida con la finalidad de perpetuarse a
sí mismo o a sus herederos en el poder, y el presidente George Washington,
quien pudo haberse beneficiado con la reelección indefinida, se encargó él
mismo de anular cualquier peligro de autoritarismo presidencial al renunciar
desinteresadamente a una segunda reelección.
Es hora de que la OEA aplique la cláusula democrática contra aquellos
presidentes que, desconociendo las reglas bajo las que ellos mismos fueron
electos, abusan de su poder para extenderlo indefinidamente.
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