La Iglesia necesita un Papa abierto a la modernidad y que defienda la
libertad.
Un grupo de cardenales valientes debe enfrentarse a los sectores más
inflexibles de la jerarquía y exigir un candidato con ese perfil.
La primavera
árabe sacudió toda
una serie de regímenes autoritarios. Ahora que ha dimitido el papa Benedicto
XVI, ¿será posible que ocurra algo similar en la Iglesia católica, una primavera
vaticana?
Por
supuesto, el sistema de la Iglesia católica, más que a Túnez o Egipto, se
parece a una monarquía absoluta como Arabia Saudí. En ambos casos, no se han
hecho auténticas reformas, sino concesiones sin importancia. En ambos casos, se
invoca la tradición para oponerse a la reforma. En Arabia Saudí, la tradición
solo se remonta a 200 años atrás; en el caso del papado, a 20 siglos.
Ahora
bien, ¿es cierta esa tradición? En realidad, la Iglesia vivió durante un
milenio sin un papado de tipo monárquico absolutista como el que conocemos.
Fue a
partir del siglo XI cuando una “revolución desde arriba”, la “reforma
gregoriana” iniciada por el papa Gregorio VII, nos legó las tres
características históricas del sistema de Roma: un papado centralista y
absolutista, un clericalismo forzoso y la obligación del celibato para los
sacerdotes y otros clérigos seglares.
Los
esfuerzos de los concilios reformistas del siglo XV, los reformadores del siglo
XVI, la Ilustración francesa en los siglos XVII y XVIII y el liberalismo del
siglo XIX tuvieron éxito solo en parte. Incluso el Concilio Vaticano II, de
1962 a 1965, a pesar de abordar muchas preocupaciones de los reformadores y los
críticos modernos, se vio obstaculizado por la curia, el órgano rector de la
Iglesia, y no logró poner en práctica más que parte de los cambios exigidos.
Hoy, la
curia, que también es un producto del siglo XI, sigue siendo el principal
obstáculo para cualquier reforma de fondo de la Iglesia católica, cualquier
acuerdo ecuménico con las demás iglesias cristianas y religiones mundiales y
cualquier actitud crítica y constructiva frente al mundo moderno.
Con los
dos últimos papas, Juan Pablo II y Benedicto XVI, se ha producido un fatal
regreso a los viejos hábitos monárquicos de la Iglesia.
En 2005,
en una de sus escasas muestras de audacia, Benedicto mantuvo una amigable
conversación de cuatro horas conmigo en su residencia de verano, en
Castelgandolfo, cerca de Roma. Yo había sido colega suyo en la Universidad de
Tubinga y también su crítico más feroz. Durante 22 años, después de que
criticara la infalibilidad del Papa y me retirasen la autorización eclesiástica
para dar clase, no habíamos tenido el menor contacto privado.
Antes del
encuentro, decidimos dejar de lado nuestras diferencias y hablar de temas sobre
los que podíamos estar de acuerdo: la relación positiva entre la fe cristiana y
la ciencia, el diálogo entre religiones y civilizaciones y el consenso ético
entre fes e ideologías.
Para mí,
y para todo el mundo católico, la entrevista fue una señal de esperanza. Pero,
por desgracia, el pontificado de Benedicto estuvo marcado por crisis y malas
decisiones. Logró irritar a las iglesias protestantes, los judíos, los
musulmanes, los indios de Latinoamérica, las mujeres, los teólogos reformistas
y todos los católicos partidarios de las reformas.
Los
mayores escándalos de su papado son conocidos: para empezar, el hecho de que
Benedicto reconociera a la archiconservadora Sociedad de San Pío X del
arzobispo Marcel Lefebvre, que se opone de manera rotunda al Concilio Vaticano
II, y a un personaje que niega el Holocausto, el obispo Richard Williamson.
Luego
estuvo la inmensa ola de abusos sexuales a menores por parte de sacerdotes, que
el Papa ayudó en gran parte a encubrir cuando era el cardenal Joseph Ratzinger.
Y después el caso Vatileaks, que reveló un espantoso número de
intrigas, luchas de poder, corrupción y deslices sexuales en la curia, y que
parece ser una de las principales razones por las que Benedicto ha decidido
abandonar.
Esta
primera dimisión de un papa en casi 700 años deja al descubierto la crisis
fundamental que se cierne sobre una Iglesia anquilosada. Y ahora, todo el mundo
se pregunta: ¿Será posible que el próximo Papa, a pesar de todo, inaugure una
nueva primavera para la Iglesia católica? No se pueden ignorar las desesperadas
necesidades de la Iglesia. Existe una desastrosa escasez de sacerdotes, en
Europa, Latinoamérica y África. Son muchísimas las personas que han dejado la
Iglesia o han emprendido una “emigración interna”, sobre todo en los países
industrializados. Ha habido una inequívoca pérdida de respeto hacia obispos y
sacerdotes, el distanciamiento, en particular, de las mujeres jóvenes, y la
incapacidad de incorporar a los jóvenes a la Iglesia.
No
debemos dejarnos engañar por el poder mediático de los grandes acontecimientos
papales de masas ni por los aplausos enloquecidos de los grupos juveniles
católicos. Detrás de la fachada, la casa está viniéndose abajo.
En esta
dramática situación, la Iglesia necesita un Papa que no viva desde el punto de
vista intelectual en la Edad Media, que no defienda ningún tipo de teología,
liturgia ni constitución eclesiástica propias de la época medieval. Necesita un
Papa abierto a las preocupaciones de la reforma, a la modernidad. Un Papa que
defienda la libertad de la Iglesia en el mundo no solo mediante sermones sino
luchando con hechos y palabras por la libertad y los derechos humanos dentro de
la Iglesia, por los teólogos, por las mujeres, por todos los católicos que
desean decir la verdad abiertamente. Un Papa que no siga obligando a los
obispos a obedecer una línea oficial reaccionaria, que ponga en práctica una
democracia apropiada dentro de la Iglesia, construida según el modelo del
cristianismo primitivo. Un Papa que no se deje influir por ningún otro “Papa en
la sombra” del Vaticano como Benedicto y sus leales seguidores.
La
procedencia del nuevo Papa no debería ser un factor crucial. El Colegio
Cardenalicio debe elegir al mejor, sin más. Por desgracia, desde la época del
papa Juan Pablo II, se emplea un cuestionario para hacer que todos los obispos
sigan la doctrina oficial de Roma en los asuntos polémicos, un proceso sellado
por el voto de obediencia incondicional al Papa. Por eso, hasta ahora, no ha
habido disidentes públicos entre los obispos.
Sin
embargo, la jerarquía católica ha recibido advertencias sobre la brecha
existente entre ella y los seglares en asuntos importantes relacionados con
posibles reformas. Una encuesta reciente en Alemania muestra que el 85% de los
católicos son partidarios de dejar que los curas se casen, el 79%, de que los
divorciados puedan volver a casarse por la Iglesia, y el 75%, de que las
mujeres puedan ordenarse. Probablemente, las cifras serían similares en muchos
otros países.
¿Será
posible que tengamos un cardenal o un obispo que no esté dispuesto a seguir por
la misma senda trillada de siempre? ¿Alguien que sepa lo profunda que es la
crisis de la Iglesia y conozca vías para salir de ella?
Estas
preguntas deben discutirse abiertamente, antes del cónclave y durante él, sin
que nadie amordace a los cardenales, como se hizo en 2005 para que se atuvieran
a las directrices.
Soy el
último teólogo en activo de los que participó en el Concilio Vaticano II (junto
con Benedicto) y, como tal, me pregunto si no será posible que haya al comienzo
del cónclave, igual que hubo al comienzo del Concilio, un grupo de cardenales
valientes que se enfrenten a los miembros más inflexibles de la jerarquía
católica y exijan un candidato dispuesto a aventurarse en nuevas direcciones.
¿Tal vez a través de un nuevo concilio reformista o, mejor aún, una asamblea
representativa de obispos, sacerdotes y seglares?
Si el
próximo cónclave elige a un Papa que vuelva a lo de siempre, la Iglesia nunca
experimentará una nueva primavera, sino que caerá en una edad de hielo y
correrá el peligro de encogerse hasta convertirse en una secta cada vez más
irrelevante.
Hans
Küng es
catedrático emérito de Teología Ecuménica en la Universidad de Tubinga y autor
del libro de próxima publicación ¿Puede salvarse la Iglesia?
©2013 The New York Times. Distribuido por The New York Times Syndicate.
No hay comentarios:
Publicar un comentario