La renuncia de Benedicto XVI
NUEVA YORK.-
No sé por qué ha sorprendido tanto la abdicación de Benedicto XVI ;
aunque excepcional, no era imprevisible. Bastaba verlo, frágil y como
extraviado en medio de esas multitudes en las que su función lo obligaba a
sumergirse, haciendo esfuerzos sobrehumanos para parecer el protagonista de
esos espectáculos obviamente írritos a su temperamento y vocación. A diferencia
de su predecesor, Juan Pablo II, que se movía como pez en el agua entre esas
masas de creyentes y curiosos que congrega el Papa en todas sus apariciones,
Benedicto XVI parecía totalmente ajeno a esos fastos gregarios que constituyen
tareas imprescindibles del pontífice en la actualidad. Así se comprende mejor
su resistencia a aceptar la silla de San Pedro que le fue impuesta por el
cónclave hace ocho años y a la que, como se sabe ahora, nunca aspiró. Sólo
abandonan el poder absoluto, con la facilidad con que él acaba de hacerlo,
aquellas rarezas que, en vez de codiciarlo, desprecian el poder.
No era un
hombre carismático ni de tribuna, como Karol Wojtyla, el papa polaco. Era un
hombre de biblioteca y de cátedra, de reflexión y de estudio, seguramente uno
de los pontífices más inteligentes y cultos que ha tenido en toda su historia
la Iglesia Católica. En una época en que las ideas y las razones importan mucho
menos que las imágenes y los gestos, Joseph Ratzinger era ya un anacronismo,
pues pertenecía a lo más conspicuo de una especie en extinción: el intelectual.
Reflexionaba con hondura y originalidad, apoyado en una enorme información
teológica, filosófica, histórica y literaria, adquirida en la decena de lenguas
clásicas y modernas que dominaba, entre ellas el latín, el griego y el hebreo.
Aunque concebidos siempre dentro de la ortodoxia cristiana, pero con un
criterio muy amplio, sus libros y encíclicas desbordaban a menudo lo
estrictamente dogmático y contenían novedosas y audaces reflexiones sobre los
problemas morales, culturales y existenciales de nuestro tiempo que lectores no
creyentes podían leer con provecho y a menudo -a mí me ha ocurrido- turbación.
Sus tres volúmenes dedicados a Jesús de Nazareth, su pequeña autobiografía y
sus tres encíclicas -sobre todo la segunda, Spe Salvi , de
2007, dedicada a analizar la naturaleza bifronte de la ciencia, que puede
enriquecer de manera extraordinaria la vida humana, pero también destruirla y
degradarla-, tienen un vigor dialéctico y una elegancia expositiva que destacan
nítidamente entre los textos convencionales y redundantes, escritos para
convencidos, que suele producir el Vaticano desde
hace mucho tiempo.
A Benedicto XVI le ha tocado uno de los períodos
más difíciles que ha enfrentado el cristianismo en sus más de dos mil años de
historia. La secularización de la sociedad avanza a gran velocidad, sobre todo
en Occidente, ciudadela de la Iglesia hasta hace relativamente pocos decenios.
Este proceso se ha agravado con los grandes escándalos de pedofilia en que
están comprometidos centenares de sacerdotes católicos y a los que parte de la
jerarquía protegió o trató de ocultar y que siguen revelándose por doquier, así
como con las acusaciones de blanqueo de capitales y de corrupción que afectan
al banco del Vaticano. El robo de documentos perpetrado por Paolo Gabriele, el
propio mayordomo y hombre de confianza del Papa, sacó a la luz las luchas
despiadadas, las intrigas y turbios enredos de facciones y dignatarios en el
seno de la curia de Roma enemistados por razón del poder.
Nadie puede negar que Benedicto XVI trató de
responder a estos descomunales desafíos con valentía y decisión, aunque sin
éxito. En todos sus intentos fracasó, porque la cultura y la inteligencia no
son suficientes para orientarse en el dédalo de la política terrenal y
enfrentar el maquiavelismo de los intereses creados y los poderes fácticos en
el seno de la Iglesia, otra de las enseñanzas que han sacado a la luz esos ocho
años de pontificado de Benedicto XVI, al que, con justicia, L'Osservatore
Romano describió como "un pastor rodeado por lobos".
Pero hay que reconocer que gracias a él por fin
recibió un castigo oficial en el seno de la Iglesia el reverendo Marcial Maciel
Degollado, el mexicano de prontuario satánico, y fue declarada en
reorganización la congregación fundada por él, la Legión de Cristo, que hasta
entonces había merecido apoyos vergonzosos en la más alta jerarquía vaticana.
Benedicto XVI fue el primer papa en pedir perdón por los abusos sexuales en colegios
y seminarios católicos, en reunirse con asociaciones de víctimas y en convocar
la primera conferencia eclesiástica dedicada a recibir el testimonio de los
propios vejados y de establecer normas y reglamentos que evitaran la repetición
en el futuro de semejantes iniquidades. Pero también es cierto que nada de esto
ha sido suficiente para borrar el desprestigio que ello ha traído a la
institución, pues constantemente siguen apareciendo inquietantes señales de
que, pese a aquellas directivas dadas por él, en muchas partes todavía los
esfuerzos de las autoridades de la Iglesia se orientan más a proteger o
disimular las fechorías de pedofilia que se cometen que a denunciarlas y
castigarlas.
Tampoco parecen haber tenido mucho éxito los
esfuerzos de Benedicto XVI por poner fin a las acusaciones de blanqueo de
capitales y tráficos delictuosos del banco del Vaticano. La expulsión del
presidente de la institución, Ettore Gotti Tedeschi, cercano al Opus Dei y
protegido del cardenal Tarcisio Bertone, por "irregularidades de su
gestión", promovida por el Papa, así como su reemplazo por el barón Ernst
von Freyberg, ocurren demasiado tarde para atajar los procesos judiciales y las
investigaciones policiales en marcha relacionadas, al parecer, con operaciones
mercantiles ilícitas y tráficos que ascenderían a astronómicas cantidades de
dinero, asunto que sólo puede seguir erosionando la imagen pública de la
Iglesia y confirmando que en su seno lo terrenal prevalece a veces sobre lo
espiritual y en el sentido más innoble de la palabra.
Joseph Ratzinger había pertenecido al sector más
bien progresista de la Iglesia durante el Concilio Vaticano II, en el que fue
asesor del cardenal Frings y donde defendió la necesidad de un "debate
abierto" sobre todos los temas, pero luego se fue alineando cada vez más
con el ala conservadora, y como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de
la Fe (la antigua Inquisición) fue un adversario resuelto de la Teología de la
Liberación y de toda forma de concesión en temas como la ordenación de mujeres,
el aborto, el matrimonio homosexual e, incluso, el uso de preservativos que, en
algún momento de su pasado, había llegado a considerar admisible. Esto, desde
luego, hacía de él un anacronismo dentro del anacronismo en que se ha ido
convirtiendo la Iglesia. Pero sus razones no eran tontas ni superficiales, y
quienes las rechazamos tenemos que tratar de entenderlas por extemporáneas que
nos parezcan. Estaba convencido de que si la Iglesia Católica comenzaba
abriéndose a las reformas de la modernidad, su desintegración sería
irreversible y, en vez de abrazar su época, entraría en un proceso de anarquía
y dislocación internas capaz de transformarla en un archipiélago de sectas
enfrentadas unas con otras, algo semejante a esas iglesias evangélicas, algunas
circenses, con las que el catolicismo compite cada vez más -y no con mucho
éxito- en los sectores más deprimidos y marginales del Tercer Mundo. La única
forma de impedir, a su juicio, que el riquísimo patrimonio intelectual,
teológico y artístico fecundado por el cristianismo se desbaratara en un
aquelarre revisionista y una feria de disputas ideológicas era preservando el
denominador común de la tradición y del dogma, aun si eso significaba que la
familia católica se fuera reduciendo y marginando cada vez más en un mundo
devastado por el materialismo, la codicia y el relativismo moral.
Juzgar hasta qué punto Benedicto XVI fue acertado o
no en este tema es algo que, claro está, corresponde sólo a los católicos. Pero
los no creyentes haríamos mal en festejar como una victoria del progreso y la
libertad el fracaso de Joseph Ratzinger en el trono de San Pedro. Él no sólo
representaba la tradición conservadora de la Iglesia, sino también su mejor
herencia: la de la alta y revolucionaria cultura clásica y renacentista que, no
lo olvidemos, la Iglesia preservó y difundió a través de sus conventos,
bibliotecas y seminarios, aquella cultura que impregnó al mundo entero con
ideas, formas y costumbres que acabaron con la esclavitud y, tomando distancia
con Roma, hicieron posibles las nociones de igualdad, solidaridad, derechos
humanos, libertad, democracia, e impulsaron decisivamente el desarrollo del
pensamiento, del arte, de las letras, y contribuyeron a acabar con la barbarie
e impulsar la civilización.
La decadencia y mediocrización intelectual de la
Iglesia que ha puesto en evidencia la soledad de Benedicto XVI y la sensación
de impotencia que parece haberlo rodeado en estos últimos años es sin duda
factor primordial de su renuncia, y un inquietante atisbo de lo reñida que está
nuestra época con todo lo que representa vida espiritual, preocupación por los
valores éticos y vocación por la cultura y las ideas.
© LA NACION.
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