El contexto político marca la reunión
entre que el Sexteto y Teherán celebran en Almaty
sobre el programa nuclear.
Resulta tentador reducir las nuevas conversaciones nucleares entre Irán
y las seis potencias hoy en Almaty a la crónica de un fracaso anunciado. El
punto de partida de ambas partes es tan dispar que no solo las posibilidades de
acuerdo son remotas, sino que la propaganda de uno y otro lado ha emborronado
el debate. Teherán insiste en que se reconozcan sus "derechos
nucleares", es decir, que se le permita formar parte del club de países
que enriquecen uranio. Mientras, el sexteto (EE UU, China, Rusia, Reino Unido,
Francia y Alemania) le ofrece el levantamiento parcial de sanciones para
precisamente intentar limitar esa actividad que tanto sirve para producir
combustible nuclear como para fabricar una bomba.
La insistencia del régimen iraní en reclamar lo que denomina sus
“derechos nucleares” transmite la idea de que la comunidad internacional le niega el derecho a la energía atómica. Sin
embargo, nadie ha cuestionado la puesta en marcha de la central de Bushehr, que
oficialmente empezó a funcionar en septiembre de 2011. El problema radica en su obstinación por enriquecer
uranio, un proceso necesario para obtener el combustible nuclear,
pero que también lleva a la obtención del material fisible con el que se
fabrican las bombas atómicas.
Estados Unidos y sus aliados recelan de ese empeño porque Bushehr se
alimenta de combustible vendido por Rusia que recoge además los residuos
radioactivos que genera. Y también porque desconfían del régimen iraní. Teherán
asegura que tiene previsto construir una veintena de centrales más por lo que
va a necesitarlo en el futuro y que no puede fiarse de obtenerlo en los
mercados internacionales debido a la marginación a que ha sido sometido desde
la revolución de 1979. Aunque existen datos para justificar su suspicacia,
también es cierto que sus planes de nuevas centrales aún están en pañales.
Tampoco ayuda que las autoridades iraníes mantuvieran secreto su
programa nuclear durante casi dos décadas, hasta que salió a la luz en el
verano de 2002. Estados Unidos, que rompió relaciones diplomáticas con Irán a
raíz de la toma de su Embajada en Teherán en 1979, enseguida acusó a la
República Islámica de querer dotarse del arma atómica, una posibilidad que
acabaría con la superioridad estratégica de su principal aliado en la zona,
Israel.
Desde entonces, se iniciaron dos procesos paralelos para tratar de
atajar la consiguiente tensión. Por un lado, el Organismo Internacional
de la Energía Atómica (OIEA), que se encarga de vigilar el
cumplimiento del Tratado de No Proliferación nuclear (TNP) del que Irán es
firmante, ha enviado periódicamente inspectores para tratar de asegurarse de
que su programa no viola el TNP y aclarar las actividades sospechosas de tener
un carácter militar. Tras sus visitas, esos expertos entregan un informe al director
general del OIEA que invariablemente constata puntos oscuros o lugares a los
que no se les permite acceder.
Por otro lado, y ante la ausencia de relaciones entre Washington y
Teherán, Reino Unido, Alemania y Francia lanzaron una iniciativa diplomática
para buscar un compromiso que evitara la crisis, en principio, que los
gobernantes iraníes renunciaran a enriquecer uranio a cambio de incentivos. Fue
el germen de las conversaciones que hoy se celebran en Almaty y que a partir de
de 2006 se ampliaron para incluir a Rusia, China y EE UU, si bien mantuvieron
al responsable de política exterior de la UE como jefe negociador (antes Javier
Solana, ahora Catherine Ashton).
La oferta que Ashton presenta al jefe negociador iraní, Said Yalilí, en
nombre de los Seis propone “una reducción de ciertas sanciones sobre el
comercio del oro, las relativas a la industria petroquímica y algunas sanciones
bancarias”, según se ha filtrado a la prensa en los últimos días. A cambio,
renuevan la exigencia de que Teherán “cese el enriquecimiento de uranio al 20%,
cierre las instalaciones de Fordo y envíe fuera el uranio enriquecido al 20%
que ha almacenado”. Es la misma petición que plantearon, sin éxito, en la
reunión de Bagdad en 2012.
Después de una década de negociaciones fallidas, seis resoluciones
condenatorias del Consejo de Seguridad de la ONU (cuatro de
ellas acompañadas de sanciones) y un embargo occidental a la compra de petróleo
y las transacciones financieras con Irán, el régimen iraní ha dejado claro que
ninguna presión va a hacerle renunciar a su programa nuclear. Nada que no sea
un total levantamiento de las sanciones, logrará que Yalilí coja el móvil para
llamar a Teherán. Tal posibilidad no solo es remota sino impracticable. El
volumen y complejidad de las sanciones, muy en particular de las impuestas
unilateralmente por EE UU (cuya retirada tiene que aprobar el Congreso),
requiere un proceso político que puede llevar meses sino años.
De ahí que se especulara con un primer paso por parte de los países
europeos, para crear una atmósfera de confianza. Pero mientras tanto, el
paradigma ha cambiado. Los gobernantes iraníes han visto como, a pesar de las
amenazas israelíes o del “todas las opciones están sobre la mesa” de EE UU, han
ido sorteando el malestar internacional con periódicos (y estudiados) anuncios
de nuevos avances. Desde el inicial enriquecimiento experimental al 3,5% al
enriquecimiento a escala industrial, al enriquecimiento al 20% o la revelación,
cuando ya no les quedaba más remedio porque se la habían detectado, de una
segunda instalación para enriquecimiento en Fordo.
De hecho, el Sexteto (y sobre todo EE UU) ya no le exige el
enriquecimiento cero y ha aceptado implícitamente que purifique uranio al 3,5%.
Por lo tanto, el empecinamiento de los gobernantes iraníes ha dado resultado.
Mientras exista demanda de petróleo, podrán encontrar agujeros al sistema de
sanciones, y sin la necesidad de rendir cuentas en las urnas, el
programa nuclear se ha convertido no sólo en el eje de su política exterior
sino también en un aglutinante ante el faccionalismo interno.
Más allá de las cuestiones técnicas, es la política (tanto iraní como
internacional) la que marca el contexto de estas reuniones periódicas entre el
Sexteto y Teherán. Sin cambios, en ese nivel resulta improbable ningún avancen
ni Almaty ni donde quiera que se organice la próxima cita. Pero mientras se
habla, se congela el riesgo de tener que hacer efectivas las amenazas de una
acción militar, algo para lo que Israel presiona regularmente, pero que nadie
más parece dispuesto a considerar.
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