Página 12/Opinión
Por Gabriel Puricelli *
Un lugar para América
latina
Miles de millones de personas nos veremos
afectadas por el resultado de una elección donde algo más de tan sólo cien
millones decidieron que Barack Obama seguirá siendo presidente de los Estados
Unidos por cuatro años más. Con el poder económico que acumulan hoy un puñado
de corporaciones, no parece prudente seguir diciendo que ese cargo convierte a
quien lo ocupa en la persona más poderosa del mundo, aunque el hecho de que su
pulgar pueda provocar la destrucción termonuclear de la vida en el planeta, lo pone
tan cerca de ser todopoderoso como podamos imaginarlo.
Sin embargo, ese poder que los EE.UU. detentan
en el mundo no guarda ninguna proporción con el lugar que la preocupación por
ese mundo tiene en el debate electoral. En eso, el país no tiene nada de excepcional,
aunque haya que decir que lo habitual es que se trate del país (tal vez junto a
Francia en algunos momentos) en el que la discusión sobre la política exterior
ocupa más tiempo. La campaña que acaba de terminar respetó religiosamente un
formato habitual, incluyendo un debate específico sobre la cuestión. Así y
todo, fue tan marcado el predominio de la cuestión económica que agobia a los
estadounidenses, que el tema estuvo al final de la tabla de prioridades de los
dos candidatos. Ni siquiera el tema del conflicto palestino-israelí, que
interesa a una porción precisa del electorado, terminó gravitando, por más
esfuerzos que hicieron algún financista de Romney y el propio (imprudente)
primer ministro Benjamin Netanyahu.
El resultado de la elección, que por algo se
vivió con un interés más inquieto que el habitual fronteras afuera de Estados
Unidos, trajo un alivio que se hizo elocuente en las palabras que casi todos
los líderes del resto de los países del mundo le hicieron llegar a modo de
felicitaciones a Obama. La visión poco articulada y menos todavía sofisticada
que había tenido ocasión de mostrar Mitt Romney había erizado las pieles de
muchos, empezando por la cúpula dirigente china, que asistió tan impertérrita
como atenta al uso de invectivas contra el país del que abusó el fallido
candidato republicano. Un tratamiento parecido, pero con guión prestado del
cine de espías, le fue dedicado a la irritable Moscú. Lo mismo puede también
decirse de las capitales árabes, aun aquellas proestadounidenses, donde no
quedaba claro si Romney entendía algo de lo (mucho) que estaba pasando, más
allá de la cuestión palestina.
En cuanto a América latina, como no fuera en los
débiles intentos de atraerse algún votante de ese origen, no existió a los
fines prácticos, excepción obviamente hecha de ese gran socio comercial de
EE.UU. que es México. En esta ausencia de América latina, ambos candidatos
tuvieron el parecido que no se vio en casi ningún otro tema. Si hubo una región
que los EE.UU. olvidaron en estos años, fue la nuestra. Dos razones sobresalen:
demasiados recursos diplomáticos y militares dedicados a la zona turbulenta que
se extiende del Mediterráneo hasta Pakistán y demasiada tranquilidad en este
hemisferio como para preocuparse.
El presidente Obama fue consistente en su
política de terminar la guerra de Bush Jr. en Irak, de disminuir su presencia
en Afganistán y de dejar que la Primavera Arabe siga su curso con menos
injerencia de Washington de la acostumbrada. Esa política va de la mano con su
búsqueda de una economía “verde” y de incrementar las importaciones de petróleo
de países seguros como Canadá. Esa decisión se traducirá en el futuro (y tal
vez el segundo mandato de Obama sea el momento en que empecemos a verlo) en una
política exterior que gravitará más hacia las Américas. Esta vez no será a
causa de ninguna turbulencia, sino porque hay un dividendo de la paz que reina
en la región que para Washington empieza a ser más atractivo que las guerras
imperiales sin resultados de la pasada década. Aunque no se haya hablado mucho
de esto en la campaña, tal vez sea hora de pensar cómo será esa relación una
vez que Obama, en algún momento de los próximos cuatro años, haya cerrado el
ciclo bélico posterior al 11 de septiembre de 2001.
* Presidente del Laboratorio de Políticas
Públicas (http://www.lpp-buenosaires.net/)
Opinión
Por Atilio A. Boron *
Malo, pero no el peor
Escasamente la mitad de la población mayor de 18
años (lejos del record de la elección de John F. Kennedy, en 1960: 62,8 por
ciento) se acercó el martes a las máquinas de votar para enfrentar un cruel
dilema: ¿a quién elegir? Haciendo a un lado la retórica de ambos candidatos y
las inverosímiles promesas reiteradas por sus comandos de campaña, la elección
era entre el malo y el peor. El malo porque, como lo demuestran fehacientemente
las estadísticas oficiales, la situación de los asalariados que constituyen la
vasta mayoría de la población de Estados Unidos no sólo no mejoró sino que, por
comparación con sus conciudadanos más ricos, se empeoró sensiblemente. Un
ejemplo basta y sobra: según la
Oficina del Censo en el 2010 el ingreso de una familia
promedio fue de 49.445 dólares, o sea, un 7.1 por ciento debajo de la cifra de
1999. Y, debido a la profundización de la crisis económica general, en los dos
años posteriores esta tendencia, lejos de revertirse, se acentuó.
Si tal como lo hicieran en generaciones
anteriores esa familia quisiera enviar a uno de sus dos hijos a cursar una
maestría, por ejemplo, en la
Harvard Kennedy School, debería afrontar un costo total
(matrícula más seguro médico, más alojamiento y alimentación) de 70.802 dólares
anuales, lo que explica el fenomenal endeudamiento de la familia tipo en los
Estados Unidos y el hecho de que cada vez queden menos estudiantes
norteamericanos en las universidades de elite de ese país. Pero aquel promedio
es engañoso, porque la familia tipo afroamericana tiene, según el mismo
organismo oficial, un ingreso medio de 32.068 dólares, y los latinos de 37.595.
Si unos y otros esperaban más de un presidente afroamericano sus esperanzas se
desvanecieron durante el primer turno de Obama.
Por eso decimos que eligieron al malo que
rescató bancos, fondos de inversión y grandes oligopolios –cuyos CEO siguieron
cobrando decenas de millones de dólares al año por sueldos, premios,
compensaciones, bonos y otras triquiñuelas por el estilo– mientras que el
salario por hora de los trabajadores permanecía, ajustado por inflación, en los
niveles de finales de la década de los setenta. En términos prácticos: ¡más de
treinta años sin un aumento efectivo de la remuneración horaria! Ni hablemos de
otras acciones del insólito Premio Nobel de la Paz , tales como escalar hasta lo inimaginable la
política pergeñada por George W. Bush de asesinatos selectivos mediante la
utilización de drones (en países con los cuales Estados Unidos ni siquiera está
en guerra, como Pakistán, Palestina y Yemen); el vil linchamiento de Khadafi;
el mafioso asesinato de Osama bin Laden frente a su familia, al estilo de la
masacre perpetrada por Al Capone y sus muchachos la noche de Saint Valentine de
1929 en Chicago; el desenfreno del espionaje interno y externo y la
intercepción de correos, mensajes de texto y telefonemas sin ninguna orden
judicial denunciada por la
American Civil Liberties Union, entre otras bellezas por el
estilo.
Pero si Obama era la opción mala, Romney era
mucho peor. El primero es un representante del capital, pero el segundo es el
capital, y en sus versiones más degradadas y fascinerosas. Sus vinculaciones
con los fondos buitre, entre ellos uno que acosa a la Argentina , son bien
conocidas; su absoluto desprecio por la suerte de los trabajadores de su país
fueron inocultables. Fulminó con una crítica racista y clasista al 47 por
ciento de la población que “no paga impuestos” y cree que el gobierno debe
ofrecerle gratis salud, educación, vivienda y comida. Este comentario, tan
absurdo como incorrecto, empíricamente hablando, fue agravado por Paul Ryan, su
candidato a vicepresidente impuesto por el Tea Party. En su delirio
reaccionario Ryan llegó a decir que la “red de seguridad social” que hay en
Estados Unidos se había convertido en una cómoda hamaca en donde los pobres
dormían una plácida siesta confiados en que el Big Government vendría a
satisfacer sus necesidades. Como si lo anterior no fuera suficiente, Romney se
encargó de decir que reduciría aún más el impuesto a los ricos (pese a que
varios de ellos, como el multimillonario Warren Buffet, confesaron que era
ridículo e inmoral pagar, en proporción, menos impuestos que sus empleados) y
que apoyaría sin titubeos a las fuerzas del mercado, al paso que hizo
reiteradas declaraciones que evidenciaban un desbordante belicismo en el plano
internacional. Rusia fue caracterizada como “enemigo número uno” de Estados
Unidos, insinuó que lanzaría una guerra comercial con China (lo que hubiera
provocado una verdadera debacle en su país) y amenazaba con promover acciones
militares más enérgicas contra Irán, Siria, Cuba y Venezuela. En fin, lo que se
dice un verdadero monstruo político ante lo cual el reticente electorado
norteamericano optó, si bien a regañadientes, por el malo, convencido de que el
otro representaba lo peor en su forma químicamente pura.
* Director del PLED, Programa Latinoamericano de
Educación a Distancia en Ciencias Sociales.
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