Los obstáculos para poner en marcha
las reformas son mayores en China que en Estados Unidos.
El resto del mundo depende de que
triunfen esas reformas en ambos países. Esperemos que tengan éxito.
En una misma semana, hemos conocido quiénes serán los próximos
dirigentes de las dos superpotencias: Barack Obama y Xi Jinping. Con una
pequeña diferencia. No hemos podido saber que iba a ser Obama hasta las
elecciones del martes pasado. En cambio, nos enteramos de que iba a ser Xi
mucho antes de que se iniciara el proceso que ayer comenzó de manera oficial en
el Gran Salón del Pueblo de Pekín, del que saldrá designado como nuevo líder
del Partido Comunista, para convertirse en presidente del país la próxima
primavera.
Esta coincidencia invita a que nos hagamos dos preguntas: ¿Cuál de las
dos superpotencias está en un proceso que la va a hacer cada vez más fuerte? ¿Y
cuál de las dos es la que va a sufrir una crisis más profunda de su sistema
económico y político? Por contradictorio que pueda parecer, la respuesta en los
dos casos es: China.
Las dimensiones físicas de China, las ventajas del atraso que padece en
materia de desarrollo, el carácter emprendedor de su pueblo, su historia como
Estado imperial y las ansias manifiestas de riqueza y poder (una expresión muy
utilizada allí), tanto individuales como colectivas, son los factores que
contribuyen a que vaya a ser cada vez más fuerte; lo cual significa que, dado
que todo poder es relativo, Estados Unidos será cada vez más débil. Sin
embargo, al mismo tiempo, China padece unos problemas estructurales más
profundos que necesita abordar porque, de no hacerlo, pueden retrasar su
ascenso y convertirlo en un Estado inestable, impredecible e incluso agresivo.
Durante los cinco últimos años, ya desde la última época del mandato de George
W. Bush, Estados Unidos ha atravesado un periodo lleno de dificultades. Ahora,
y sin que eso signifique que me alegro del mal ajeno, me atrevo a predecir que
China va a vivir un periodo similar durante los próximos cinco años.
Todos estamos al tanto de los problemas de Estados Unidos, que fueron
muy aireados durante la campaña electoral y a los que Obama se refirió en el
discurso que pronunció tras la victoria, y que, por cierto, en ocasiones
pareció más bien una lección de educación cívica. El déficit y la deuda, la
paralización del Congreso, la existencia de un código tributario con un texto
más largo que la Biblia, el abandono que sufren las infraestructuras y las
escuelas, la dependencia del petróleo importado de otros países, el hecho de
que la política esté casi totalmente controlada por el dinero. Que quede claro
que no menosprecio lo difícil que va a ser tratar de abordarlos.
Pero todos estamos al tanto de ellos; y eso es lo importante. No
conocemos la auténtica dimensión de los problemas de China porque el Estado
prohíbe que los medios de comunicación chinos informen sobre ellos como es
debido. En las discusiones oficiales del partido que controla el Estado, se
ocultan los verdaderos problemas y se tapan con frases hechas llenas de carga
ideológica. Por supuesto, algunos de los problemas de desarrollo que sufre
China existirían incluso aunque contara con el mejor sistema político del
mundo. El país ha vivido la revolución industrial más rápida y a mayor escala
de la historia de la humanidad. Su población urbana ha aumentado en una cifra
de alrededor de 480 millones en los últimos 30 años, con el resultado de que en
la actualidad más de la mitad de la población vive en las ciudades. Es posible
que esté aproximándose al llamado “punto de inflexión de Lewis”, el momento en
el que la reserva de mano de obra barata procedente del campo empieza a
agotarse. Es preciso que preste atención a su propia demanda interna, porque no
puede depender de que Estados Unidos sea siempre el consumidor de último
recurso.
Ahora bien, muchos de sus numerosos problemas son consecuencia directa
de su peculiar sistema, lo que podríamos llamar capitalismo leninista. Teniendo
en cuenta que nos han explicado hasta el agotamiento cómo funcionan los mecanismos
del colegio electoral estadounidense, voy a aprovechar para recordarles aquí
cómo es la versión china. Los 2.270 delegados al 18º Congreso Nacional del
Partido Comunista Chino, que comenzó ayer, eligen aproximadamente a 370
miembros del Comité Central, y estos, a su vez, eligen a unas dos docenas de
miembros del Politburó, que, a su vez, eligen un Comité Permanente de nueve —o
ahora tal vez solo siete— integrantes, que constituye el pináculo del Estado
monopartidista. En realidad, todos los nombramientos esenciales se deciden de
antemano, en una serie de negociaciones e intrigas a puerta cerrada. Vladímir
Ilich Lenin habría estado muy orgulloso, sin duda.
Sin embargo, al mismo tiempo, el enorme Estado chino posee un grado
asombroso de descentralización apenas controlada y un modelo híbrido de
capitalismo sin limitaciones, dos fenómenos que harían que se derritiera la
cera de las cejas momificadas de Lenin. El resultado es un desarrollo muy
dinámico pero deformado, en el que se producen hechos como, por ejemplo, que
las ciudades hayan acumulado montañas de deudas imposibles de cobrar con
instituciones financieras que, a la hora de la verdad, están en manos del
Estado. Decir que el reparto del capital en China no es el óptimo sería
quedarse francamente corto.
Parece indudable que el vínculo entre dinero y política constituye una
de las razones fundamentales del bloqueo sistémico de Estados Unidos, pero lo
mismo sucede en China. En la antigua Unión Soviética y los países del este de
Europa es posible ver a antiguos dirigentes de partidos comunistas que se han
transformado en megamillonarios que ejercen el capitalismo familiar; sus
homólogos en China se han convertido en megamillonarios que ejercen el
capitalismo familiar, pero que, además, han permanecido en el Partido Comunista
y ha seguido ocupando puestos de dirección en él. Una investigación llevada a
cabo hace poco por Bloomberg calculaba que la fortuna privada total de la
familia del nuevo presidente chino, Xi, se aproxima a los 1.000 millones de
dólares; otro estudio realizado por The New York Times situaba la de la familia
del primer ministro saliente, Wen Jiaobo, en torno a los 2.700 millones de
dólares. Vamos, que entre las dos familias habrían podido financiar toda la
campaña electoral de Mitt Romney.
En China, como en cualquier otro país, una crisis puede servir de
catalizador para introducir la reforma o la revolución. Recemos para que sea la
reforma. Una reforma cada vez más urgente que, si se produce, no desembocará en
una democracia liberal de corte occidental, ni a corto plazo ni tal vez nunca.
Pero incluso algunos analistas del propio Partido Comunista reconocen que a
China le conviene, por el bien de sus propios intereses nacionales, que los
cambios se orienten hacia algo más parecido al Estado de derecho, con más
obligación de rendir cuentas, seguridad social y un desarrollo ecológicamente
sostenible.
Pero aquí está el inconveniente. Nosotros, el resto del mundo, nos
jugamos nuestra propia existencia a que triunfen las reformas tanto en Estados
Unidos como en China. El cariz belicoso de los enfrentamientos en la región de
Asia y el Pacífico entre China y aliados de Estados Unidos como Japón resulta
muy inquietante en una fase tan temprana de la nueva rivalidad entre
superpotencias. Una encuesta reciente de Pew muestra que la desconfianza mutua
entre las poblaciones china y estadounidense está aumentando con gran rapidez.
Unos países descontentos, incapaces de resolver sus problemas estructurales
internos, tienen más probabilidades de querer descargar su ira en el
extranjero. Así, pues, no nos queda más remedio que desear que tengan éxito.
Timothy Garton Ash es catedrático
de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la
Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos
son subversivos: ideas y personajes para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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