Majestuoso testimonio de un poder agostado

Majestuoso testimonio de un poder agostado

viernes, 9 de noviembre de 2012

Dos nuevos líderes para las superpotencias



Los obstáculos para poner en marcha las reformas son mayores en China que en Estados Unidos.
El resto del mundo depende de que triunfen esas reformas en ambos países. Esperemos que tengan éxito.



En una misma semana, hemos conocido quiénes serán los próximos dirigentes de las dos superpotencias: Barack Obama y Xi Jinping. Con una pequeña diferencia. No hemos podido saber que iba a ser Obama hasta las elecciones del martes pasado. En cambio, nos enteramos de que iba a ser Xi mucho antes de que se iniciara el proceso que ayer comenzó de manera oficial en el Gran Salón del Pueblo de Pekín, del que saldrá designado como nuevo líder del Partido Comunista, para convertirse en presidente del país la próxima primavera.
Esta coincidencia invita a que nos hagamos dos preguntas: ¿Cuál de las dos superpotencias está en un proceso que la va a hacer cada vez más fuerte? ¿Y cuál de las dos es la que va a sufrir una crisis más profunda de su sistema económico y político? Por contradictorio que pueda parecer, la respuesta en los dos casos es: China.
Las dimensiones físicas de China, las ventajas del atraso que padece en materia de desarrollo, el carácter emprendedor de su pueblo, su historia como Estado imperial y las ansias manifiestas de riqueza y poder (una expresión muy utilizada allí), tanto individuales como colectivas, son los factores que contribuyen a que vaya a ser cada vez más fuerte; lo cual significa que, dado que todo poder es relativo, Estados Unidos será cada vez más débil. Sin embargo, al mismo tiempo, China padece unos problemas estructurales más profundos que necesita abordar porque, de no hacerlo, pueden retrasar su ascenso y convertirlo en un Estado inestable, impredecible e incluso agresivo. Durante los cinco últimos años, ya desde la última época del mandato de George W. Bush, Estados Unidos ha atravesado un periodo lleno de dificultades. Ahora, y sin que eso signifique que me alegro del mal ajeno, me atrevo a predecir que China va a vivir un periodo similar durante los próximos cinco años.
Todos estamos al tanto de los problemas de Estados Unidos, que fueron muy aireados durante la campaña electoral y a los que Obama se refirió en el discurso que pronunció tras la victoria, y que, por cierto, en ocasiones pareció más bien una lección de educación cívica. El déficit y la deuda, la paralización del Congreso, la existencia de un código tributario con un texto más largo que la Biblia, el abandono que sufren las infraestructuras y las escuelas, la dependencia del petróleo importado de otros países, el hecho de que la política esté casi totalmente controlada por el dinero. Que quede claro que no menosprecio lo difícil que va a ser tratar de abordarlos.
Pero todos estamos al tanto de ellos; y eso es lo importante. No conocemos la auténtica dimensión de los problemas de China porque el Estado prohíbe que los medios de comunicación chinos informen sobre ellos como es debido. En las discusiones oficiales del partido que controla el Estado, se ocultan los verdaderos problemas y se tapan con frases hechas llenas de carga ideológica. Por supuesto, algunos de los problemas de desarrollo que sufre China existirían incluso aunque contara con el mejor sistema político del mundo. El país ha vivido la revolución industrial más rápida y a mayor escala de la historia de la humanidad. Su población urbana ha aumentado en una cifra de alrededor de 480 millones en los últimos 30 años, con el resultado de que en la actualidad más de la mitad de la población vive en las ciudades. Es posible que esté aproximándose al llamado “punto de inflexión de Lewis”, el momento en el que la reserva de mano de obra barata procedente del campo empieza a agotarse. Es preciso que preste atención a su propia demanda interna, porque no puede depender de que Estados Unidos sea siempre el consumidor de último recurso.
Ahora bien, muchos de sus numerosos problemas son consecuencia directa de su peculiar sistema, lo que podríamos llamar capitalismo leninista. Teniendo en cuenta que nos han explicado hasta el agotamiento cómo funcionan los mecanismos del colegio electoral estadounidense, voy a aprovechar para recordarles aquí cómo es la versión china. Los 2.270 delegados al 18º Congreso Nacional del Partido Comunista Chino, que comenzó ayer, eligen aproximadamente a 370 miembros del Comité Central, y estos, a su vez, eligen a unas dos docenas de miembros del Politburó, que, a su vez, eligen un Comité Permanente de nueve —o ahora tal vez solo siete— integrantes, que constituye el pináculo del Estado monopartidista. En realidad, todos los nombramientos esenciales se deciden de antemano, en una serie de negociaciones e intrigas a puerta cerrada. Vladímir Ilich Lenin habría estado muy orgulloso, sin duda.
Sin embargo, al mismo tiempo, el enorme Estado chino posee un grado asombroso de descentralización apenas controlada y un modelo híbrido de capitalismo sin limitaciones, dos fenómenos que harían que se derritiera la cera de las cejas momificadas de Lenin. El resultado es un desarrollo muy dinámico pero deformado, en el que se producen hechos como, por ejemplo, que las ciudades hayan acumulado montañas de deudas imposibles de cobrar con instituciones financieras que, a la hora de la verdad, están en manos del Estado. Decir que el reparto del capital en China no es el óptimo sería quedarse francamente corto.
Parece indudable que el vínculo entre dinero y política constituye una de las razones fundamentales del bloqueo sistémico de Estados Unidos, pero lo mismo sucede en China. En la antigua Unión Soviética y los países del este de Europa es posible ver a antiguos dirigentes de partidos comunistas que se han transformado en megamillonarios que ejercen el capitalismo familiar; sus homólogos en China se han convertido en megamillonarios que ejercen el capitalismo familiar, pero que, además, han permanecido en el Partido Comunista y ha seguido ocupando puestos de dirección en él. Una investigación llevada a cabo hace poco por Bloomberg calculaba que la fortuna privada total de la familia del nuevo presidente chino, Xi, se aproxima a los 1.000 millones de dólares; otro estudio realizado por The New York Times situaba la de la familia del primer ministro saliente, Wen Jiaobo, en torno a los 2.700 millones de dólares. Vamos, que entre las dos familias habrían podido financiar toda la campaña electoral de Mitt Romney.
En China, como en cualquier otro país, una crisis puede servir de catalizador para introducir la reforma o la revolución. Recemos para que sea la reforma. Una reforma cada vez más urgente que, si se produce, no desembocará en una democracia liberal de corte occidental, ni a corto plazo ni tal vez nunca. Pero incluso algunos analistas del propio Partido Comunista reconocen que a China le conviene, por el bien de sus propios intereses nacionales, que los cambios se orienten hacia algo más parecido al Estado de derecho, con más obligación de rendir cuentas, seguridad social y un desarrollo ecológicamente sostenible.
Pero aquí está el inconveniente. Nosotros, el resto del mundo, nos jugamos nuestra propia existencia a que triunfen las reformas tanto en Estados Unidos como en China. El cariz belicoso de los enfrentamientos en la región de Asia y el Pacífico entre China y aliados de Estados Unidos como Japón resulta muy inquietante en una fase tan temprana de la nueva rivalidad entre superpotencias. Una encuesta reciente de Pew muestra que la desconfianza mutua entre las poblaciones china y estadounidense está aumentando con gran rapidez. Unos países descontentos, incapaces de resolver sus problemas estructurales internos, tienen más probabilidades de querer descargar su ira en el extranjero. Así, pues, no nos queda más remedio que desear que tengan éxito.
Timothy Garton  Ash es catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford e investigador titular en la Hoover Institution de la Universidad de Stanford. Su último libro es Los hechos son subversivos: ideas y personajes para una década sin nombre.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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