Barack Obama consiguió frenar el avance de las tropas republicanas
cuando éstas, tras dos años de una frenética ofensiva, estaban ya a punto de
tomar el castillo. Ahora, no solo replegado, sino en desbandada, sin jefe ni
estrategia para un contraataque, el ejército conservador retira a sus cadáveres
y trata de sanar a sus heridos en este Waterloo del 6 de noviembre.
El Partido Republicano
llegó a estas elecciones en medio de la euforia desatada por su triunfo en
las legislativas de 2010, impulsado por la energía del Tea Party, un
movimiento de ultra derecha, pero popular y carismático. Pese a disponer de un
candidato que no satisfacía a la base más activa, consiguió unificarse en torno
a la figura de
Mitt Romney y,
alentado por su comportamiento en el primer debate, confiaba en un triunfo que
le diera el control absoluto de Washington después de haber conseguido el de la
mitad del Congreso.
En cambio, recibió una
derrota estrepitosa, no por los números, sino por su significado. Perdieron una
gran parte de los candidatos del Tea Party, notoriamente aquellos que representaban a esa fuerza con mayor fanatismo.
Y el partido, en su conjunto, quedó con el paso cambiado, sin saber si avanzar
en la misma dirección en la que se ha movido en estos últimos años o dar un
giro, y, en este caso, hacia dónde.
Una parte del partido
estará tentada de descargar todas las culpas enRomney, la primera víctima fatal de este descalabro. El sector más
conservador intentará demostrar que fue la indefinición del candidato, su falta
de compromiso sincero con la ideología conservadora, la responsable de que no
se recorriera el pequeño trecho que faltaba para la victoria.
Otra parte tratará,
precisamente, de aferrarse a ese dato, la pequeña diferencia de votos entre
Obama y Romney, para reconstruir fuerzas y recuperar la esperanza. Las
elecciones muestran que el Partido Republicano cuenta, ciertamente, con una
base electoral considerable. No es un partido muerto. Pero ese tramo de votos
que le faltan para triunfar es, precisamente, el grupo de votantes con los que
este conservadurismo se ha hecho irreconciliable: el centro.
Romney trató de
dirigirse a ese grupo en la fase final de la campaña, pero resultó ser demasiado
tarde. El partido, con ayuda de la hábil campaña demócrata, se había ganado ya
una imagen extremista de la que le ha sido imposible separarse.
Los republicanos han
desatado el pánico de los latinos con un mensaje racista, han creado
preocupación entre las mujeres con su posición tan radical sobre el aborto y
los anticonceptivos, han alejado a los jóvenes con su indiferencia sobre
asuntos medioambientales y de igualdad de sexos y han perdido también votos de
clase media con su hostilidad a la red social pública y a los impuestos para
los ricos.
El Partido Republicano
ha quedado convertido en el partido mayoritario de los hombres de raza blanca, el grupo que más retrocede en la evolución demográfica de este país.
Difícil saber quién
puede sacarles de este atasco. Por el momento, su único líder visible es el
presidente de la Cámara
de Representantes, John Boehner, que ha pasado dos años de calvarios tratando,
sin éxito, de calmar a sus compañeros en el Capitolio.
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