El
sociólogo francés publica ‘La sociedad de los iguales’, un ensayo sobre los
factores que engendraron las terribles desigualdades del presente europeo.
Con La
sociedad de los iguales (RBA), el pensador Pierre Rosanvallon
(Blois, 1948) propone recuperar el papel central que la igualdad tuvo en la
teoría y la práctica políticas hasta finales del siglo XX. Rosanvallon ocupa
desde 2001 la cátedra de Historia de la política moderna y contemporánea en el Collège de France y, al tiempo, es director de la Escuela de Altos
Estudios en Ciencias Sociales. Intelectual afín al Partido
Socialista francés y obsesionado por las formas de repensar la democracia —no
en vano a este fin creó en 2002 un “taller intelectual” denominado La República de las
Ideas—, en su nueva obra aborda cómo la caída del sistema comunista, por un
lado, y la revolución conservadora encabezada por Margaret Thatcher y Ronald
Reagan, por otro, desplazaron el centro de interés hacia la eficiencia en la
gestión económica, que se identificó con el funcionamiento de los mercados
desregulados. La abundancia que se generaría haría irrelevante la preocupación
por la igualdad.
Pregunta. Usted no propone identificar nuevos instrumentos para
promover la igualdad sino redefinir el concepto.
Respuesta. Hasta ahora la igualdad
se ha pensado remitiéndola a la idea de justicia y también identificándola con
el igualitarismo, como sucedió en el siglo XIX. El concepto que sugiero
entiende la igualdad como relación social. De lo que se trata es de vivir como iguales,
reconociendo la singularidad de cada cual. La experiencia de las utopías
igualitarias, que acabaron en el totalitarismo, hizo que incluso la izquierda
prefiriese hablar de equidad y no de igualdad. A mi juicio, claro que hay que
hablar de igualdad, pero entendiéndola como relación social y no como
distribución igualitaria.
P. Se ha preferido hablar de equidad pero también circunscribir
la igualdad a la igualdad de oportunidades. Usted ve esta evolución con
reservas.
R. En último extremo, se
convierte en una forma de legitimar la desigualdad. Si se alcanzara una
igualdad de oportunidades perfecta, entonces las desigualdades serían naturales
y, por tanto, habría que resignarse a aceptarlas. Dada la infinita variedad de
talentos y habilidades de los individuos, la sociedad sería inhabitable. Mi
idea es que son necesarias políticas que fomenten la igualdad de oportunidades
—pensemos en la sanidad o en la educación—, pero que la igualdad de
oportunidades no puede convertirse en una filosofía.
P. Políticas, en definitiva, que corrijan el desequilibrio que
usted observa entre ciudadanía política y ciudadanía social.
R. Al desaparecer el horizonte del igualitarismo tras el
fracaso del socialismo de la colectivización, solo sobrevivió la idea de la
igualdad de oportunidades. Blair y la tercera vía la colocaron en el primer
plano de la reflexión y de la acción de gobierno, pero no definieron una visión
social alternativa. Las desigualdades crecieron y, como dijo Rousseau, la
desigualdad material no es un problema en sí misma, sino solo en la medida en
que destruye la relación social. Una diferencia económica abismal entre los
individuos acaba con cualquier posibilidad de que habiten un mundo común.
P. Definir una visión social alternativa partiendo de la
igualdad, ¿no es lo que hicieron las utopías del siglo XX?
R. Para esas utopías la humanidad es la vez única y múltiple,
porque los individuos son individuos pero deben acabar pareciéndose. Yo parto
de una visión distinta de la emancipación. A mi juicio, la emancipación
consiste en promover la singularidad y, al mismo tiempo, la vida en común desde
la singularidad. No se trata de que los individuos sean iguales, sino que vivan
como iguales. Es, por ejemplo, el caso de la pareja moderna, que no se entiende
como célula social, sino como un vínculo entre dos singularidades.
P. Usted sostiene que el crecimiento de la desigualdad no es
hoy una herencia del pasado, sino una ruptura con él.
R. Antes de que estallase la Primera Guerra
Mundial se inició una transformación silenciosa inspirada por imperativos
morales pero también por el miedo a la revolución. Los gobiernos estaban
convencidos de que, para evitarla, era preciso emprender reformas sociales que
redujeran la desigualdad. A partir de los años 70 del siglo pasado empiezan a
cambiar las cosas. Se pasa de un capitalismo de organización a un capitalismo
de innovación. Coincide, además, con que el miedo a la revolución desaparece
tras la caída del muro de Berlín. Deja de existir cualquier horizonte
alternativo.
P. Sorprende su afirmación de que es preciso renacionalizar
para fortalecer el espacio común de los ciudadanos. Al menos en España, la
experiencia parece ser la contraria.
R. Hablo de renacionalización en el sentido de rehacer el
Estado de bienestar, no en el de profundizar las identidades. Entiendo la
nación como el espacio pertinente de solidaridad y redistribución. Pero resulta
que los fundamentos morales y filosóficos de la nación, de la nación en el
sentido en que yo empleo el concepto, están desagregándose. Atravesamos una
crisis económica en la que la solidaridad resulta imprescindible, a menos que
quieran afrontar grandes catástrofes.
P. ¿Y no será que esos fundamentos se están desagregando porque
hay menos que redistribuir? La política alemana, por ejemplo, está generando
graves problemas en la Europa
del Sur.
R. Cuando se estableció el euro se perdió de vista que una
moneda común no era solo un instrumento de regulación, sino también de
solidaridad. Como instrumento de regulación, el euro funciona correctamente.
Pero no ocurre lo mismo por lo que respecta a esa segunda dimensión. Al hablar
de Europa hay una cifra que no puede olvidarse: desde la entrada en vigor del
Tratado de Roma, el presupuesto común nunca ha superado el 1% del PIB europeo.
Todo lo que la Unión
puede redistribuir entre los miembros se reduce a ese porcentaje.
P. ¿Sobrevivirá el euro?
R. En economía se suele producir la paradoja de que hay quien
prefiere perder 4.000 millones de euros antes que gastar mil en beneficio de
todos. Si esta paradoja se confirmase también ahora, el euro no tendría
garantizada su existencia.
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