La política exterior de la
primera potencia, protagonista del último debate entre Obama y Romney, es la de
un país paralizado que no puede tomar decisiones en la nueva centuria porque su
Gobierno es del siglo XVIII.
La comunidad mundial
tiene derecho a preguntarse qué pasa si su primera potencia no tiene realmente
una política exterior coherente. ¿Qué pasa si, a pesar de que la retórica
estadounidense que habla de una “gran estrategia”, en realidad no hay siquiera
una estrategia? ¿Qué pasa, y esto es mucho más atrevido, si el hecho de no
tener una agenda global evidente, de no proclamar que EE UU tiene un interés
vital aquí, allá y acullá, es realmente una forma razonable de conducirse,
sobre todo en la agitada e impredecible situación del mundo? ¿Es que ninguna
otra potencia se ha enfrentado al mismo dilema que los EE UU de hoy?
En una ocasión, en la Cámara de los Lores
británica, al tercer marqués de Salisbury, uno de los mejores ministros de
Asuntos Exteriores del siglo XIX, le pidieron que resumiera la estrategia
fundamental que seguía el Gobierno para enfrentarse a las complicaciones
mundiales. Con la aguda ironía que le caracterizaba, contestó que su política
se basaba fundamentalmente en “dejarse llevar con indolencia por la corriente,
sirviéndose aquí y allá de cloques para evitar una colisión”. Reconocer esto le
valió que sus detractores le acusaran de ser un ministro perezoso, desconectado
de los problemas y carente de lo que hoy en día podríamos llamar una “visión”.
Muchos de los políticos actuales de Estados Unidos sabrán bien de qué estamos
hablando.
Sin embargo, teniendo en
cuenta la posición en que se encontraba, yo siempre he sentido bastante
simpatía por Salisbury. En su país, el clima político no era halagüeño,
inquietaba la creciente competencia comercial extranjera y las tradicionales
lealtades partidarias se estaban resquebrajando. Pocas acciones del Gobierno
suscitaban aplausos. Por otra parte, el panorama mundial era impredecible,
complejo y cambiante: en Extremo Oriente, el golfo Pérsico, Europa y África,
todas las potencias se vigilaban mutuamente, incómodas, sin saber qué futuro
les esperaba. ¿Acaso no era lógico observar cierta cautela e ir reaccionando
ante los acontecimientos hasta que el panorama internacional se aclarara un
poco?
He pensado mucho en esta
anécdota al ponderar la política exterior que ha seguido la Administración de
Obama en los últimos años, y sobre todo las múltiples críticas que le han
lanzado sus detractores. ¿Acaso no se ha visto sorprendida con frecuencia, por
la primavera árabe y
los levantamientos posteriores, por el baño de sangre en Siria, el
empeoramiento de la seguridad en Afganistán e Irak o el ataque contra la Embajada en Bengasi? ¿Qué
política sigue respecto a Irán e Israel? ¿Cuál va a ser su actitud ante las
acciones chinas en Extremo Oriente? ¿Va a limitarse a permitir el derrumbe del
euro, que dañará enormemente los ya de por sí débiles índices de crecimiento
mundial? El lector podrá añadir cualquier otra cuestión a mi lista, que solo
redundará en la sensación de que la política exterior de la primera potencia
consiste en dejarse llevar poco a poco por la corriente, sin apenas conciencia
de cuál es su destino.
Entonces, ¿qué podemos
decir de la opinión contraria, que de forma tan razonable apunta que, en la
actualidad, esa es la única posición viable de cualquier presidente
estadounidense? Creo que en este debate hay que hilar tres cuestiones, aunque
lamentablemente nadie parece estar realizando esa labor estratégica.
La primera es la enorme
suerte que tiene Estados Unidos con su propia situación geopolítica. Como
vecinos, solo tiene al norte a Canadá, extremadamente amigable, y al sur a
México, que aunque agitado, es débil (¡basta comprobar con cuántos países tiene
frontera China!). EE UU está a unos 10.000 kilómetros
de distancia de las zonas candentes de Extremo Oriente y a casi 6.500 de un
Oriente Próximo cada vez más enloquecido. Cuenta con unas Fuerzas Armadas
enormes, aunque resulte difícil determinar qué propósito estratégico tienen.
Sus recursos agrícolas son ingentes, también (a pesar de las últimas sequías)
sus reservas de agua potable seguras, así como otros activos nacionales, que
van desde sus centros de investigación superior hasta sus recursos minerales.
Además, en términos relativos, su futuro demográfico es halagüeño. Entonces,
¿qué necesidad tiene EE UU de correr de un lado para otro? ¿Por qué no quedarse
quieto un momento, como hizo Roosevelt entre 1936 y 1941?
En segundo lugar, ¿por
qué no admitir que la primera potencia mundial adolece de deficiencias
constitucionales que la incapacitan para enfrentarse adecuadamente a cuestiones
de política exterior? Lo que ahora estamos contemplando es un país paralizado
que no puede tomar decisiones difíciles en el siglo XXI porque tiene una
estructura de Gobierno del XVIII. Quizá lo que en la década de 1780 fuera un
buen contrato, suscrito por 13 recelosos Estados, no sea tan ventajoso en un
mundo como el nuestro, caracterizado por un cambiante contexto internacional
(no es extraño que gran parte de las democracias de la Tierra hayan adoptado
regímenes parlamentarios, no presidenciales). Al pertenecer el presidente estadounidense
a un partido y estar con frecuencia el Congreso en manos del contrario, ¿cómo
vamos a esperar que se tomen decisiones firmes en cuestiones delicadas como la
política respecto a los palestinos o las formas de reducir el presupuesto de
defensa? Frecuentemente, el presidente parece menos el comandante en jefe que
un nuevo Gulliver amarrado por los liliputienses.
Para terminar, tenemos
las dificultades que siempre encuentra el país para establecer prioridades en
materia de política exterior. A falta de un gran ataque como el de Pearl
Harbor, que llevaría a Estados Unidos a decretar una movilización bélica total,
el Gobierno se ve sometido a las tensiones contrapuestas de grupos de presión o
de intereses especiales, subgrupos étnico-religiosos y demás. Cuando Halford
Mackinder escribió en 1919 en su obra clásica Ideales democráticos y realidad que “la democracia se niega a pensar
estratégicamente a menos que las cuestiones de defensa la obliguen
absolutamente a hacerlo”, seguro que estaba pensando en las batallas internas
que tuvo que librar Woodrow Wilson en cuanto se firmó el armisticio de 1918. Es
probable que la
Administración actual, ante un Congreso hostil, sienta una
sensación bastante similar.
Resumamos de nuevo los
tres puntos: (1) geopolíticamente, Estados Unidos está tan seguro que en
realidad no tiene que demostrar su “liderazgo” en ningún sitio (algo que, bien
pensado, es una exigencia de lo más curiosa); (2) en la mayoría de los casos,
la rigidez y la lentitud de movimientos que impone la Constitución
estadounidense dificultan de manera determinante las acciones decididas, a no
ser que el país se vea directamente atacado; y (3) cualquier posibilidad de
elaborar una lista de prioridades en materia de política exterior se ve
obstaculizada por todos los intereses que intentan impulsar la diplomacia y la
estrategia de EE UU en una u otra dirección.
Así que, cualquiera que
sea el ganador de las elecciones de noviembre, probablemente las políticas de
Estados Unidos hacia el exterior sigan careciendo del convencimiento y de la
decisión que tendría una gran estrategia y den una impresión, admitámoslo, de
bastante indolencia. El consuelo es que, en vista de las ventajas reales del
país y de las intrínsecas debilidades de China, Rusia, Irán, los ulemas
musulmanes y todos los demás, quizá eso no sea tan malo.
Lamentablemente para
todos los entregados grupos de presión y para nuestra caterva de estrategas de
salón, este país puede seguir todavía un tiempo dejándose llevar por la
corriente, hasta que se tope con un acontecimiento transformador. Pero, ¿qué
acontecimiento podría ser ese? En la actualidad, ninguna opinión, ningún
escenario posible me ofrece una respuesta convincente.
Paul Kennedy es Dilworth Professor de Historia, director de
International Security Studies de la Universidad de Yale y autor o editor de 19
libros, entre ellos, Auge y caída de las grandes potencias.
© 2012, TRIBUNE MEDIA
SERVICES, INC.
Traducción de Jesús
Cuéllar Menezo.
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