Tenemos mucho que
ganar en bienestar y progreso si unimos nuestros destinos.
El regreso de Michelle Bachelet a la presidencia de Chile es un
acontecimiento muy prometedor para Sudamérica y toda Latinoamérica. Las
extraordinarias cualidades humanas y el talento político que mostró durante su
primer mandato en la presidencia, de 2006 a 2010, y más tarde como directora de
la Organización de Naciones Unidas para la igualdad de género (ONU Mujeres), le
han granjeado merecidos elogios nacionales e internacionales. Su manera de
dirigir —al mismo tiempo firme e integradora— y su compromiso de promover la
libertad y la justicia social han convertido a Bachelet en un modelo importante
en nuestro continente.
Su aplastante victoria a principios de diciembre deja claro que el
pueblo chileno, como otros pueblos de la región, desea un auténtico desarrollo:
progreso social y económico, más riqueza y una distribución de la riqueza más
equitativa, modernización tecnológica, menos desigualdades y derechos
universales. Además, su triunfo demuestra que los chilenos están deseosos de
tener una democracia que sea cada vez más participativa.
Su elección representa también un impulso indudable al proceso de
integración en Latinoamérica; Bachelet siempre ha prestado su apoyo más
entusiasta a las iniciativas de desarrollo común y unidad política en la
región. Baste recordar su decisiva aportación al establecimiento y la
consolidación de la Unión de Naciones Sudamericanas, organismo que fue la
primera en presidir, y a la creación de la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños. Nunca antes había habido tantos dirigentes
latinoamericanos comprometidos con este proceso.
Coincidiendo con la segunda vuelta de las segundas elecciones, estuve en
Chile para participar en un seminario internacional organizado por la Comisión
Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el Banco Interamericano de
Desarrollo, la CAF-Banco de Desarrollo Latinoamericano y el Instituto Lula, cuyo
contenido era precisamente un debate sobre las perspectivas de integración.
Durante dos días, 120 líderes políticos, sociales e intelectuales de los
países de nuestra zona juzgamos la situación actual y propusimos una agenda
concreta de desarrollo e integración regional.
Mantuvimos francas discusiones sobre el lugar de América Latina en la
economía mundial, la arquitectura político-institucional de la integración, el
papel de la política social, sobre todo en la batalla contra la pobreza, las
cadenas supranacionales de producción industrial, las empresas translatinas,
las relaciones fiscales, impositivas y energéticas, la cooperación financiera y
los mecanismos de inversión, los derechos humanos y los derechos de los
trabajadores, la protección de nuestro patrimonio medioambiental y nuestra
diversidad cultural.
Hubo un amplio consenso sobre la necesidad de integración, que tiene un
interés práctico para todos nuestros pueblos y países, independientemente de la
ideología de los Gobiernos. En el mundo hay varias regiones en pleno proceso
integrador, que están creando bloques políticos y económicos, y no tendría
sentido que Latinoamérica y el Caribe no avanzaran también hacia la unión.
Nuestros países han vivido durante siglos dándose la espalda, y todos
sabemos lo desastrosa que ha sido esa actitud por sus repercusiones de
debilidad geopolítica y retraso socioeconómico. La integración no es, en
absoluto, un movimiento contra los países más desarrollados e industrializados,
con los que deseamos reforzar nuestras relaciones en todos los ámbitos. La
integración es una forma de reafirmación de América Latina. Profundizar nuestro
proceso integrador —en lo político, lo cultural, lo social y lo económico, así
como en infraestructuras— es una vía lógica y natural para sacar el máximo
partido a nuestra proximidad territorial y cultural y descubrir nuestras
ventajas competitivas. Además de que, por supuesto, así tendremos más capacidad
de garantizar nuestros derechos en el ámbito mundial.
Todo el mundo está de acuerdo en que, durante el último decenio, hemos
progresado enormemente en materia de cooperación. Han aumentado la confianza y
el diálogo real entre nuestros países, y gracias a ello hemos podido formar la
Unión de Naciones Sudamericanas y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y
Caribeños. Nuestras relaciones económicas también se han extendido de forma
considerable. El comercio, por ejemplo, creció a un ritmo notable. En 2002,
según la Comisión Económica de Naciones Unidas para América Latina, el comercio
intrarregional total en Sudamérica representó 33.000 millones de dólares
(aproximadamente 24.000 millones de euros); en 2011, ascendió a 135.000
millones de dólares. Durante ese mismo periodo, el comercio total dentro de
Latinoamérica pasó de 49.000 millones de dólares a 189.000 millones de dólares.
Las oportunidades de crecimiento son enormes: representamos un mercado de casi
400 millones de personas y, hasta ahora, no hemos explorado más que una mínima
parte de nuestra capacidad comercial.
Lo mismo sucede con las inversiones. Las empresas de la región están
internacionalizándose e invirtiendo en sus vecinos. En Brasil, hasta hace 10
años, había pocas inversiones industriales en Latinoamérica. Hoy existen
cientos de plantas industriales financiadas por Brasil en más de 20 países. Y,
por suerte, también se da el fenómeno inverso: cada vez son más las empresas
argentinas, mexicanas, chilenas, colombianas y peruanas, entre otras, que
producen en Brasil bienes para el mercado brasileño.
Aun así, es evidente que necesitamos avanzar mucho más. Debemos acelerar
la integración para profundizarla y extenderla. Las perspectivas inmediatas,
desde luego, no bastarán para cumplir esta labor. He subrayado que necesitamos
un pensamiento que sea verdaderamente estratégico, que afronte los retos de la
integración y las grandes perspectivas de futuro mediante la propuesta de ideas
valientes e innovadoras. Debemos llegar más allá de los Gobiernos, aunque estos
sean esenciales. La integración es un objetivo maravilloso que solo conseguiremos
si comprometemos a la sociedad civil de toda nuestra región —los sindicatos,
las empresas, las universidades, la Iglesia y los jóvenes— con el proceso.
Es fundamental que obtengamos el respaldo público para este proceso.
Debemos hacer comprender a todo el mundo cuánto podemos ganar en bienestar
económico, soberanía política, igualdad social y progreso cultural y científico
si unimos nuestros destinos.
Luiz Inácio Lula da Silva fue presidente de Brasil y hoy
trabaja en iniciativas globales con el Instituto Lula. Se le puede seguir en
Facebook, facebook.com/lula.)
© 2013, Instituto Luiz Inácio Lula da Silva.
Distribuido por The New
York Times Syndicate.
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.
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