Una mirada atenta a lo que ha ocurrido con el
narcotráfico en Colombia y en México ayudaría a evitar que el país adopte
políticas de resultado incierto.
Por Juan Gabriel Tokatlian |
Una serie de noticias sobre México
publicadas recientemente muestran un patrón que ya estuvo
presente en Colombia y otros países de la cuenca del Caribe. La "guerra
contra las drogas" cumple en esos lugares una secuencia fatídica y
frustrante.
En el
período señalado, las noticias mostraron que la acción (capturas y muertes) más
frontal de Méxicocontra el cartel de Los Zetas
fue notable , pero tuvo escaso impacto sobre el negocio y la
violencia ligada a las drogas. Según la Secretaría de Defensa mexicana, durante
2013 los militares confiscaron algo más de 2,5 toneladas de cocaína: en ese
mismo año, un país sin fuerzas armadas como Costa Rica confiscó 19,8 toneladas.
A pesar de los enormes dineros federales disponibles para llevar a cabo
reformas de las policías estatales, los resultados en México han sido magros.
Después de años de aumento de grupos de autodefensa ciudadana para combatir la narco-criminalidad,
distintos estados, Michoacán por ejemplo, presentan desbordes que no pueden ser controlados por
las autoridades locales o nacionales.
Según una investigación del periódico El Universal,
la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA) forjó acuerdos escritos, sin el
aval del gobierno mexicano, con el cartel de Sinaloa para lograr información
sobre otras bandas de narcotraficantes. Se buscaba que esa información llegara,
después, al Estado mexicano y éste pudiera desmantelar a competidores como Los
Zetas y el cartel del Golfo. En medio de todo lo anterior, y a pesar de los
mediocres resultados en materia de crecimiento, empleo, productividad e ingreso
per cápita logrados por el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte
(Nafta), firmado en 1994, la trascendental reforma energética del presidente
Enrique Peña Nieto y la eventualidad de más cambios en favor del mercado han convertido
a México, como en los años 90, en el nuevo "modelo" regional por
seguir en cuanto apertura, liberalización y desregulación.
El caso de México y las drogas es un perfecto
manual de la cruzada antinarcóticos; manual que parece estar siendo leído por
algunos actores de la política argentina. Si de mirarse en el espejo mexicano
se trata, es muy importante tomar nota de la secuencia histórica vivida por ese
país en el tema de las drogas; secuencia que no es muy distinta de la vivida
por otros países del área.
Durante años, el Estado se hace el distraído frente
a la aparición, el avance y la consolidación del narcotráfico y el crimen
organizado. El lucrativo emporio de las drogas crece, se expande y arraiga,
ante los ojos de diferentes administraciones y ante la misma sociedad sin que
nadie, al parecer, lo vea. El Estado, más por presiones externas que por
demandas internas (aunque éstas aumentan porque los costos colectivos superan
los beneficios individuales que genera el narcotráfico) decide que es tiempo de
"hacer algo" frente a lo que empieza a definir como una
"amenaza" a la seguridad nacional. El Estado, ya parcialmente
penetrado por la narcocriminalidad, y con algunas agencias oficiales cooptadas
por el narcotráfico, asume que el "flagelo de las drogas" necesita
"mano dura". En este momento el rol de la DEA y otras agencias de
seguridad de Estados Unidos se hace más visible y empiezan el auspicio y la
legitimación de la dirigencia nacional de turno, que, con "valor",
está dispuesta a enfrentar al narcotráfico hasta que se derrame la última gota
de sangre del último mexicano, del último colombiano.
El Estado, que hasta entonces había recurrido a un
tácito modus vivendi con la criminalidad organizada, decide pasar al modus
pugnandi. Así, decide incrementar el despliegue de la policía para luchar
contra el "principal enemigo" de la comunidad. De manera casi
sorpresiva y muy rápidamente, descubre que los cuerpos policiales están
seriamente corrompidos por los años de infiltración y control de grupos criminales.
A esa altura, el Estado sólo podrá demostrar su "compromiso" contra
las drogas, de acuerdo con lo que ahora se exige interna y externamente,
mediante la participación directa de las fuerzas armadas en el combate
antinarcóticos. Esa misión irregular, sólo cuestionada por unos pocos miembros
de las fuerzas armadas, se cumple con relativa ineficiencia: los militares,
convertidos en combatientes del crimen, se equivocan, se corroen, se
desmoralizan, mientras el "flagelo" no cede. Al mismo tiempo, la situación
en materia de derechos humanos empeora de modo significativo. Pero siempre
habrá otras prioridades que hacen que a nivel oficial las relaciones de Estados
Unidos con el país en cuestión sean "inmejorables" y que los
organismos internacionales consideren que hay otros casos de violación de
derechos humanos en el mundo que demandan mayor atención. Ello conduce a grados
alarmantes de impunidad.
En ese contexto, el Estado no tiene mejor idea que
crear grupos armados parainstitucionales con escaso cuestionamiento desde la
sociedad. Las "autodefensas", la "comunidad vigilante", el
"paramilitarismo salvador" son el epítome de que, por fin, se
responderá a la violencia de los narcos con una "sociedad en armas"
que sabrá defenderse mejor. Las fuerzas armadas hacen muy poco por persuadir al
poder político civil de los riesgos de lo que se ha iniciado; más aún, muchos
oficiales alientan esa práctica, pues confían que en algún momento los propios
militares sabrán cómo desarmar a los civiles armados.
Pero un día el Estado descubre que ya no controla
el engendro de Leviatán parainstitucional que permitió crecer. Todo empeora.
Sin embargo, el Estado (y Washington, que juega su propio juego en la
"guerra contras las drogas") sigue afirmando que la cruzada antinarcóticos
es un éxito.
Este contexto no impide que al mismo tiempo en el
país en cuestión se puedan hacer jugosos negocios, de distinto tipo, con muy
buenas ganancias, a pesar de que las fronteras entre lo legal y lo ilícito son
cada vez más borrosas. En realidad, el auge del narcotráfico eleva los costos
en materia de seguridad de las empresas nacionales y extranjeras, pero los
principales actores se ajustan al nuevo entorno de negocios. El poderío narco
no altera las ecuaciones de poder vigentes. Estado debilitado y mercado
capturado conviven ante una criminalidad organizada que, gradualmente, se
convierte a nivel local en una nueva clase criminal ya no emergente, sino
consolidada.
Mirar esta secuencia tal como se dio en varios
países de la región y hoy epitomiza México es crucial para la Argentina. Ya hay
varios actores nacionales que pugnan para que el país también se sume a la
"guerra contra las drogas". Que sean conscientes del camino que
quieren emprender.
© LA NACION.
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