" Sueño
con una África en paz consigo misma", dijo alguna vez Nelson
Mandela. A lo largo de su vida buscó materializar ese sueño en un
continente tumultuoso y un país que intentaba una transición de complicaciones
casi sin precedentes en el mundo moderno. Pocas veces fue tan merecido un
Premio Nobel de la Paz como el que recibió él en 1993.
Escribo
estas líneas con el mismo sueño de Mandela: el de una paz que permita construir un país ejemplar ,
no sólo en lo político y lo económico, sino también en lo humano: que el país
sea mejor, que todos seamos mejores y que haya entre nosotros una amistad
cívica robusta basada en el respeto recíproco e igualitario.
Ahora que
acaba de morir, quisiera reflexionar sobre las lecciones que Mandela deja
no sólo para el mundo, sino también para la Argentina.
La primera enseñanza es la necesidad de una justicia
reparadora para todos, que cure heridas, deje atrás el pasado y dirija el país
hacia el futuro. Mandela fue líder del Congreso Nacional Africano, que se
enfrentó al atroz régimen del apartheid . Dentro de este
régimen, una minoría blanca de 20% de la población de Sudáfrica oprimía a la
mayoría negra a través de un sistema legal que incluía la segregación barrial,
del transporte, del sistema de salud y de la educación, sostenida por la
violencia abierta del Estado. En ese contexto, Mandela fue encarcelado durante
27 años. Tras su liberación, se convirtió en el primer presidente negro electo
democráticamente en Sudáfrica.
En su discurso inaugural, Mandela afirmó:
"Llegó el momento de cerrar las heridas. El momento para cerrar la brecha
de los abismos que nos dividen. El tiempo para construir está sobre
nosotros". Para ello, estableció la Comisión para la Reconciliación y la
Verdad. Liderada por el arzobispo Desmond Tutu, su meta fue reconstruir el
tejido social devastado por el apartheid . En su libro Sin
perdón no hay futuro , Tutu explica que decidieron rechazar el modelo
de la justicia punitiva de los juicios de Nuremberg y el modelo de la amnistía
fácil que lleva a la amnesia nacional. En cambio, optaron por un modelo de
justicia reparadora que consistía de dos partes: las víctimas, por un lado,
relataban las atrocidades que habían sufrido -las transcripciones son
desgarradoras- sin ser sujetos a preguntas u hostigamiento por parte de
abogados; por otro lado, los victimarios, a cambio del arrepentimiento, el
perdón y una amnistía, confesaban sus crímenes y brindaban toda la información
que tuvieran en relación con el funcionamiento del sistema del apartheid .
La justicia reparadora no busca el castigo o la
retribución, sino sanar relaciones que se habían roto, rehabilitar a la víctima
y al victimario. Al contrario de lo que uno podría suponer, el foco de la
Comisión no eran los detalles que pudieran brindar los victimarios, sino las
declaraciones personales de las víctimas. La voz de las víctimas lideraba el
proceso. De ese modo, se les devolvía la iniciativa, podían tomar las riendas
de sus vidas y sus historias y restaurar así la dignidad humana atropellada y
violentada por el apartheid . En el caso del victimario, la
Comisión requería arrepentimiento y una confesión completa: la verdad absoluta.
Sin embargo, jamás buscó hostigar o perseguir a ninguna figura. Cuando el ex
presidente P.W. Botha, un ferviente adherente al sistema de segregación, se
negó a declarar ante la Comisión, el propio Mandela lo llamó para decirle que
si su temor era ser maltratado, él mismo se sentaría a su lado durante la
declaración.
Para la justicia reparadora no alcanza con
recuperar a la víctima: también había que recuperar la humanidad eclipsada del
victimario. Era necesario un proceso de restauración social que, en vez de
expulsarlo, lo incluyera. En un libro reciente, New Beginnings: South
Africa and Argentina , Claudia Hilb profundiza sobre las diferencias
entre los juicios argentinos y la comisión sudafricana. Recomiendo también Walk
with Us and Listen: Political Reconciliation in Africa, de Charles
Villa-Vicencio, quien fue director ejecutivo del Instituto para la Justicia y
la Reconciliación y principal investigador de la Comisión que lideró Tutu.
La segunda enseñanza que nos deja Mandela es que en
una democracia las instituciones están siempre por encima de las personas.
Antes de su presidencia, los analistas preveían un país sumido en el caos y la
guerra civil. Había un esfuerzo titánico por delante. La revista Foreign Policy
lo explicaba: "La Comisión Electoral Independiente de Sudáfrica se
enfrentó con una tarea de enormes dimensiones en enero de 1994. El órgano de
reciente creación tenía menos de cuatro meses para organizar y poner en
práctica las primeras elecciones democráticas completamente inclusivas del
país. Había mucho en juego. Una votación exitosa señalaría un nuevo comienzo
para la nación después de la era del apartheid . El fracaso
significaría la guerra civil".
En contra de todos los pronósticos, Mandela logró
reconciliar a los sudafricanos. Pero el proceso de paz no se hubiera
consolidado sin su liderazgo ejemplar. Mandela, víctima en primera persona de
las crueldades del régimen, decidió incluir en el gabinete a su antecesor, De
Klerk, y a otros miembros del gobierno que sostuvo el apartheid .
Esos gestos de reconciliación fueron clave para que el resto de la población se
convenciera de que la paz y el trabajo conjunto entre la mayoría negra y la
minoría blanca eran posibles. Los testimonios de las víctimas hablan por sí
solos: "La razón por la cual mi vida cambió es que aprendí a partir del
ejemplo de nuestro presidente. Él, después de haber pasado por todas esas
atrocidades al igual que nosotros, pudo perdonar y por eso yo me he vuelto más
tolerante y comprensivo, cosa que antes no era", dijo una de las víctimas.
Para el mundo, Mandela es el símbolo de la nueva
Sudáfrica. Para su pueblo, fue una figura amada y un ejemplo por seguir.
Durante los cinco años de su presidencia, Mandela encarnó para muchos la esperanza
de una Sudáfrica reconciliada. Por eso sorprendió que al finalizar su primer
mandato no decidiera buscar su reelección. La Constitución sudafricana lo
permitía, pero Mandela no quiso aferrarse al poder, ni siquiera permanecer
cerca de él. Jamás buscó otro cargo político. En cambio, creó la Fundación
Nelson Mandela y utilizó su popularidad a nivel mundial para fijar una agenda
en diferentes cuestiones sociales, como la lucha contra el VIH y el desarrollo
rural.
Mandela no pensó que su liderazgo fuera insustituible
para el pueblo sudafricano. No fue un líder mesiánico, no se creyó la
encarnación del pueblo. Su gesto revela que el proyecto de país trascendía a
las personas. Las instituciones republicanas de la alternancia democrática
debían ser suficientes para asegurar una continuidad más allá de su figura
personal. En las instituciones, y no en líderes coyunturales, debía recaer la
confianza del pueblo. Sobre ellas, y no sobre la figura de un líder amado y
carismático, se construiría la nación.
La Argentina fue el primer país latinoamericano en
visitar oficialmente al flamante presidente Mandela, gesto que éste retribuyó
visitando a nuestro país en 1998. Pero no hemos sido capaces de asimilar sus
enseñanzas: desde el poder se cuestionan diariamente las instituciones
republicanas y hay heridas que todavía no hemos podido curar.
En su autobiografía, El largo camino hacia
la libertad , Mandela escribió: "Hay que reconocer que cuando hay
algo mal en la forma de gobernarnos la culpa no está escrita en los astros,
sino en nosotros mismos. Hay que saber que depende de nosotros, como africanos,
cambiar esta situación. Hay que afirmar la voluntad de hacerlo, hay que
convencerse de que ningún obstáculo es lo suficientemente grande como para
impedir el surgimiento africano".
Los invito a leer otra vez sus palabras,
reemplazando ahora "africano" por "argentino". Quizá nos
aliente a pensar, trabajar y vivir todos los días con ese espíritu.
© LA NACION.
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