Todos tienen
razón: 30 años de democracia deben
ser celebrados. Ha de celebrarse la continuidad del sistema institucional;
también, la política de defensa de los derechos humanos y los otros derechos
obtenidos, algunos de ellos antiguos, como el que permite interrumpir un
matrimonio, y otros más jóvenes, como la unión de personas de un mismo sexo.
Sí, 30 años de democracia deben ser celebrados.
Pero al final de la celebración -las fiestas de las palabras y la de la Plaza,
la de la autoexaltación y la del homenaje colectivo- queda un sabor extraño:
como si para los argentinos la democracia fuera la ausencia de dictadura.
Es comprensible. La memoria de la dictadura es tan
horrenda que, por el solo hecho de no vivir ya bajo su espeso manto de locura,
la democracia parece convertirse en más de lo que muchos pudimos, alguna vez,
imaginar.
"Ya se
sabe -hizo decir Cervantes al Quijote- que toda comparación es odiosa, y, así,
no hay para qué comparar a nadie con nadie." Pero, entre nosotros, la
comparación de la democracia con la dictadura no parece ser ni tan odiosa ni
tan inútil. Treinta años después, la dictadura se ha
transformado en un espejo mágico: al reflejarse en él, nuestra escuálida democracia embellece
sus rasgos, estiliza sus formas y confiere a sus protagonistas el aura de
quienes se sienten dignos de figurar en el Gran Libro de la Historia.
Poderosa para enaltecer el tiempo presente a la luz
de los fantasmas de una época monstruosa, la dictadura no lo es tanto, sin
embargo, como para amenazar a esta democracia que, sin temores ni controles,
dedica más esfuerzo a la complacencia que al rigor de las tareas que debe
cumplir: retirado el espejo, y observado nuestro país bajo la cruda luz
crepuscular que lo ilumina, pocas razones tenemos los argentinos para
enorgullecernos de lo construido desde entonces.
En 1986, el ensayista mexicano Enrique Krauze
publicó un libro famosamente titulado Por una democracia sin adjetivos .
En él reclamaba para México, gobernado continuadamente desde hacía 60 años por
el Partido Revolucionario Institucional, un régimen democrático: no más
distinciones, decía, entre democracia social, democracia de mercado, democracia
formal, democracia real, democracia económica. Simplemente, democracia. Diez
años más tarde, los académicos norteamericanos David Collier y Steven Levitsky
dieron a conocer un trabajo importante: "Por una democracia con
adjetivos". En él, intentaron "precisar la noción de democracia"
y crear "varias formas y subtipos" para entender mejor los numerosos
y diversos regímenes surgidos de la caída del Muro de Berlín y de la retirada
de las dictaduras en América latina. Una de las conclusiones de aquel trabajo
subrayaba la conveniencia, para una mejor comprensión del concepto, de pensar
la democracia en términos de grado y no sólo ni principalmente de manera
dicotómica: más allá de la alternativa entre autoritarismo y democracia,
Collier y Levitsky identificaron regímenes posautoritarios "híbridos"
o de carácter "mixto". Muchas investigaciones recientes, decían los
autores, "parecen reflejar una creciente preocupación respecto de que la
sola existencia (y persistencia) de procedimientos democráticos básicos no garantiza
la existencia de la gama más amplia del tipo de resultados políticos,
económicos y sociales que hemos llegado a asociar con la democracia, tal como
es practicada en el Occidente industrializado".
La noción misma de "grados de democracia"
resulta incómoda, no sólo porque mitiga la satisfacción por compartir "ese
régimen que no es una dictadura"; es especialmente incómoda porque obliga
a preguntarse qué grados diversos de democracia ha vivido nuestra frágil
república desde 1983 y, sobre todo, si en esos grados nos hemos movido hacia
una democracia de mejor o de peor calidad. Y, si esa noción es incómoda, las
respuestas que es posible dar a estas preguntas lo son más aún. Por eso, la
celebración es principalmente la invocación de ese espejo mágico que nos
devuelve una imagen reconfortante, la puesta en la escena pública de esa
dictadura contra la que nos comparamos: otras comparaciones serían,
seguramente, como dice el Quijote, odiosas. Ésta es reparadora: no ser como
aquello, no ser ya, ¡y nunca más serlo!, aquello, se convierte así en una
aspiración lograda.
Si nuestra sociedad está satisfecha con ese logro
es porque la democracia argentina es cada vez más mezquina: concede allí donde
el costo, material o simbólico, es modesto o inexistente. Los derechos que han
ido incorporándose exigen poco de quienes no se benefician de ellos. Exigen
poco: quizá sea ésa la forma de expresarlo. La democracia que hemos sabido
construir es poco exigente, y la sociedad se siente satisfecha con ella: la
celebra, se conforma con que no sea como aquello otro, no la interroga ni la
cuestiona ni se pregunta si podría ser mejor y en ese caso cómo hacerlo.
Pero, al cabo de 30 años de darle la oportunidad
ininterrumpida de ser algo más que un modo de selección de gobernantes, quizá
haya llegado la hora de aceptar que si bien la Argentina tiene en efecto un
régimen democrático no es, sin embargo, para utilizar la distinción de
Guillermo O'Donnell, un Estado democrático: el aparato institucional y legal
del Estado no ha sabido garantizar el derecho de los ciudadanos a una
protección justa y equitativa en sus relaciones sociales y económicas.
Si de grados de democracia se trata, no queda más
que aceptar que nuestro país ha descendido, desde el primer gobierno surgido de
elecciones libres en 1983, en la escala con que es posible juzgar la calidad de
nuestra vida común. Desde entonces, la ampliación del mundo de la pobreza y de
la marginación y la degradación sostenida de los bienes públicos -desde las
infraestructuras hasta, principalmente, la educación- han ido convirtiendo a
nuestro país en un archipiélago en el que islas de miseria permanente son
fronterizas de territorios de opulencia, en el que las provincias y los grandes
municipios funcionan como feudos y la calidad de los bienes privados se ha ido
distanciando, cada vez más, de la de los bienes públicos. Las promesas de cada
gobierno, desde entonces, han terminado fundamentalmente en fracaso,
frustración y dolor. Nada hace pensar que será diferente.
Como conjunto de asunciones acerca de qué debe ser
la ciudadanía y qué debe ser la libertad, nuestra democracia abreva en dos
tradiciones, la liberal y la republicana. La primera sostiene que la libertad
consiste en la capacidad de las personas de elegir sus propios valores y metas
vitales, sin interferencia ni coerción alguna del Estado ni de los otros. Para
la segunda, la libertad depende de nuestra capacidad de concebir y compartir el
autogobierno colectivo. La idea liberal pone el énfasis en la libertad
individual y sus derechos; la republicana, en la ciudadanía y sus deberes. En
la tensión entre ambas tradiciones se resuelven las dificultades y los
proyectos reales de las sociedades integradas del mundo actual, y la
alternativa prevalencia de una sobre otra orienta y modela los destinos
colectivos. La idea liberal no siempre es mezquina: en muchas de sus versiones
sostiene que el gobierno debe asegurar a todos los ciudadanos un nivel decente
de ingresos, vivienda, salud y educación porque quienes están aplastados por
necesidades económicas no son verdaderamente libres para tomar decisiones sobre
sus propias vidas. La idea republicana no es necesariamente intolerante con la
libertad individual.
En ambas tradiciones, la preocupación es a un mismo
tiempo por el presente y por el futuro: cómo articular lo público con lo
privado, cómo construir destinos individuales y colectivos, cómo vivir juntos.
Pero sometida a la erosión producida por la destrucción de la vida pública, la
mayor degradación que ha sufrido esa democracia cuya celebración realizamos
satisfechos es justamente su incapacidad para crear visiones compartidas de un
futuro común, y el desamparo en que deja a una parte cada vez mayor de la
población para decidir sobre su propio destino. Ni libertad individual ni
autogobierno colectivo, ni decisiones individuales ni deliberación entre
ciudadanos iguales sobre el bien común y el futuro de la comunidad política.
La democracia es a la vez refractaria a los
adjetivos -debe ser tan sólo eso que designa nuestra elección de un modo de
vida en común-, y está necesitada de ellos, para que podamos comprenderla y
mejorarla. La nuestra, empobrecida, ya no está amenazada por posibles
dictaduras: está amenazada por sí misma. No es que se trate de una democracia
sin adjetivos ni de una democracia adjetivada. Se trata, y nada podría ser
peor, de una democracia sin vocación de ser algo más que la ausencia de una
dictadura.
© LA NACION.
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