Con el telón
de fondo de los saqueos, rebeliones policiales, crimen organizado, violencia
asesina de las barras bravas del futbol, ruptura de los lazos sociales y pérdida
de vidas humanas, no faltan voces que proclaman, ante semejante
concurso de signos destructivos, el derrumbe del Estado. El Estado, aclaremos,
en su triple dimensión: nacional, provincial y municipal.
En verdad,
más que un derrumbe, experimentamos en estos días una reproducción de crisis,
con mayor o menor intensidad según las circunstancias, lo suficientemente
efectiva para arrojar el saldo de una frustrante privación de bienes públicos en el
contexto de persistentes desigualdades. En los sectores excluidos, de padres a
hijos, el ciclo vital de la existencia coincide con un ciclo histórico de
declinación. La Argentina, en efecto, sigue cayendo, y cuando ese hecho se
disimula los datos en que tal maniobra pretende sustentarse provienen, en
cuanto por caso a la brecha de ingresos, del engaño institucionalizado del
Indec.
Para colmo esa caída se inscribe en el marco del
proyecto esperanzado, que acaba de cumplir 30 años, de la democracia
republicana. El sentimiento de decadencia tiene, por consiguiente, tantos
efectos dañinos como las causas que lo producen. Mientras el poder en las
alturas sobrevive prisionero de sus propios encubrimientos, del temor a que se
rasgue el velo judicial sobre actos corruptos y de la negación de la realidad,
la falta de apego a las normas penetra en los intersticios de la sociedad
despreciando la ley e introduciendo la violencia como instrumento normalizado
para dirimir conflictos y hasta rivalidades deportivas.
Estos rasgos típicos de la anomia son los de una
sociedad que ha sustituido la violencia política, afortunadamente superada, por
la violencia social. Frente a tantas corrupciones, barbarie en lugar de
diálogos cívicos, explotación de los miserables y pasiones en pugna, las
interpretaciones en boga corren el riesgo de abandonar el imperativo más
necesario en esta hora, que no es otro que el de la razón pública aplicada a
resolver problemas y a despejar el horizonte de la crisis.
¿Por dónde empezar, por consiguiente, en esta
turbulenta escena? Ante todo es preciso reconocer lo principal y alentar a las
oposiciones, si el oficialismo sigue empantanado en sus errores, a que ofrezcan
al país un camino de reconstrucción. Este camino, obviamente, es abrupto y
plagado de obstáculos porque la lección más terminante que se desprende de los
acontecimientos de las últimas semanas es que la Argentina está involucionando
otra vez, después de agitarse en torno a palabreríos y fabricación de relatos,
hacia el punto crítico de la malformación fiscal del Estado y del correlato de
esta carencia, que se cifra en el desfinanciamiento de las provincias.
Triple ineptitud, por tanto: para distribuir
recursos, para gastar e invertir y para controlar internamente los resortes del
Estado. Durante años, las dirigencias provinciales y nacionales dejaron de lado
el deber de construir el cimiento de las relaciones estatales con la materia
prima de policías educadas, bien pagas y sujetas a criterios meritocráticos.
Oscilamos así entre la represión autoritaria de antaño y la licencia del
presente. Debido a esta defección permanecemos instalados en la política de lo
peor hasta el punto de no saber quien es el delincuente: si el que delinque
fuera de la ley o aquel que lo hace tras el uniforme de las agencias que
deberían prevenir y hacer cumplir dichas leyes. En el atentado al gobernador de
la provincia de Santa Fe, valga el ejemplo, participaron dos policías.
Esta última -la que se genera desde la entraña del
Estado en la forma de dinero y agresiones criminales- es la corrupción más
destructiva, pues sustrae del Estado el monopolio de la violencia al
transformarlo de legítimo en ilegítimo. Frecuentemente, las policías no son
vistas, según la óptica habitual, como agentes del orden sino como vehículos
del desorden. Este es el pacto espurio que suele cundir entre nosotros: para
apaciguar esa corrupción se hace la vista gorda o se pacta con ella.
Así estamos, en vísperas de un cimbronazo en el
reordenamiento fiscal del régimen federal que, lamentablemente, anuncia más
emisión monetaria, un mayor desfinanciamiento del sistema de seguridad social
o, acaso, el vértigo del endeudamiento provincial a cualquier costo. Por
cierto, si bien hay aquí involucrados aspectos técnicos, sobre ellos está
planeando la ruptura del contrato de la ciudadanía fiscal: el quiebre del
principio básico sin el cual la democracia republicana padece de incapacidad e
insuficiencia para asignar bienes públicos.
Este contrato puede ser visto desde dos
perspectivas: desde el ángulo del ciudadano que paga impuestos y desde el
ángulo de los gobernantes -legisladores y ejecutores- que hacen debida
distribución y uso de esa masa de recursos. A mayor calidad en esa conversión
entre los que se recibe y otorga, menor posibilidad de que sobrevengan
conflictos por parte de una ciudadanía aquejada por sensación de impotencia y
percepciones de despojo.
Este cuadro es acaso aleccionador por las
contradicciones que refleja. Por el lado de la captación de recursos, la
presión fiscal creció como nunca en la historia contemporánea del país. Muy
diferente es, en cambio, la otra cara de este proceso, que no atendió a los
requerimientos de la coparticipación federal y dilapidó esa bolsa de impuestos
como el agua en la arena. En rigor, derrocharon como nuevos ricos.
Merced a políticas de subsidios mal dirigidos en
beneficio de la megalópolis de la ciudad de Buenos Aires y del conurbano
bonaerense, de desinversión en energía y, en general, de inconsistencia en
aplicar mecanismos de control intraestatales para mejorar la calidad de las
políticas públicas (el caso más decepcionante al respecto es el de la educación
pública, que produce malos resultados con recursos crecientes), el contrato de
la ciudadanía fiscal se está deteriorando aceleradamente. La responsabilidad
les cabe en consecuencia a la administración del Estado y a las mayorías del
régimen representativo, que no han sabido responder a las expectativas
ciudadanas.
De esta manera, después de haber intentado producir
una conciencia falsificada de la realidad, hemos vuelto a soportar el desafío
de las cuestiones que estallaban con furia hace más de diez años. Al modo de
una caricatura del eterno retorno, hoy nos asaltan, aunque con menor
virulencia, la cuestión fiscal, la cuestión monetaria, ahora erosionada por la
inflación, y la cuestión que atañe a la fragmentación del sistema de partidos.
Estos nudos resistentes nos advierten que la Argentina no puede seguir girando
alrededor de asuntos cruciales no resueltos.
Por trayectos diferentes, dirimiendo las
justificaciones de lo que pasa mediante relatos antagónicos, siempre regresa
nuestra inveterada propensión a inclinar hacia abajo el plano de la historia.
Las oposiciones deben arrancar con ímpetu -hoy amanece con miedo a saqueos-
para recrear las condiciones que detengan este deterioro. Ofertas convincentes
que rehabiliten la ética pública, la disciplina fiscal, recuperen la moneda
para combatir la pobreza y pongan en buena forma al Estado. Sería deseable que
el oficialismo también lo haga porque el reverso de estas intenciones es
conocido: consiste en acentuar más la declinación.
© LA NACION.
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