CRISTINA
F. PEREDA Washington/EL
PAÍS
“Estoy muy contenta de estar en el gran Estado
de Texas...” Así comenzó su discurso Jackie Kennedy en la noche del 21 de
noviembre de 1963. Acompañaba al presidente en un acto celebrado por una de las
organizaciones hispanas de Houston (Texas). “Me siento muy feliz de estar hoy
aquí, pero para que quede totalmente claro, invito a mi esposa a que diga unas
palabras también”. John Fitzgerald Kennedy, apenas 15 horas antes de morir, se
había convertido en el primer presidente estadounidense en reconocer la
importancia del voto hispano.
Sus
palabras, recibidas con un fuerte aplauso y gritos de ¡Viva Kennedy! eran un
agradecimiento a la campaña que hicieron a su favor los mexicanos desde Texas
hasta California, contribuyendo a su victoria en 1960. Entonces, Kennedy perdió
el respaldo de los electores blancos de Texas por 150.000 votos. El 85% de los
texanos de origen mexicano, cerca de 200.000, compensaron esa pérdida ayudando
a que el candidato demócrata venciera en un Estado clave para llegar a la Casa
Blanca.
Kennedy
también venció en Nuevo México, California, Arizona e Illinois, pero tardaría
tres años en reconocer la influencia de los votantes hispanos y el trabajo de
numerosas organizaciones locales que, bajo mismo lema que escuchó la última
noche de su vida, Viva Kennedy, recabaron votos para su campaña.
La
mayoría de esas asociaciones pertenecían a LULAC, La Liga de Ciudadanos
Latinoamericanos Unidos, que apenas un mes antes de la visita del
presidente demócrata ni siquiera se atrevía a soñar con su presencia en aquella ceremonia. Pero allí estuvo
Kennedy y allí, rodeado por un grupo de mariachis, ofreció un breve discurso en
el que habló de América Latina como un aliado para la paz y la prosperidad en
el hemisferio.
Los historiadores han bautizado
aquella aparición como la primera ocasión en que un presidente de EE UU celebra
el poder y la influencia del voto hispano en las elecciones. Desde 1960 hasta
2012, el grupo de población -y de votantes- de mayor crecimiento demográfico de
las últimas décadas ha demostrado que su palabra puede decidir quién es el
próximo inquilino de la Casa Blanca.
Kennedy
logró el 85% del voto mexicano-americano. Cuatro décadas después, un
republicano de Texas, George W. Bush, sería el último candidato de su partido
en llegar a la presidencia con un amplio respaldo de los hispanos, el 40%. Ese
porcentaje ha sido marcado ya como la cifra mágica que deberá superar cualquier
republicano para regresar a Washington. Obama lo ha puesto aún más difícil: su
reelección se debe, en buena parte, al 70% de los hispanos que le dieron su
voto.
El
respaldo hispano a Kennedy, un candidato demócrata de Massachusetts, superó uno
de los mayores obstáculos de la época al voto de las minorías raciales. Cuando
muchos establecimientos públicos todavía colgaban carteles que prohibían el
paso a negros y mexicanos, cuando éstos aún debían pagar la llamada “tasa
electoral” (poll tax) para votar, los bautizados como clubes ‘Viva Kennedy’
desafiaron las normas registrando a votantes en el Sur del país.
El
presidente demócrata sería precisamente el responsable de allanar el camino
para las históricas leyes de Derechos Civiles (1964) y de Derecho a Voto
(1965), que acabaría aprobando su sucesor. Centradas fundamentalmente en
eliminar la discriminación que afectaba a millones de afroamericanos en todo el
país, especialmente en los Estados sureños, los estadounidenses de origen
mexicano también abogaron por eliminar medidas como las tasas electorales, un
obstáculo de 1,5 dólares que impedía que muchos de ellos ejercieran su derecho
a votar.
Desde
1960, el voto de los hispanos se ha multiplicado hasta los 12.5 millones que se
estima participaron en las últimas elecciones. Muchos han identificado la
primera victoria de Obama, en 2008, como la primera muestra del poder hispano.
Pero puede que Kennedy, casi medio siglo antes, supiera que su influencia solo
acababa de empezar.
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