Con frecuencia aludimos al papel crucial del tiempo
en la política. Hasta los meses previos a los comicios de agosto y octubre, el
Poder Ejecutivo marcaba el tiempo y la agenda de la política: una presidencia
omnipresente, apuntalada por mensajes emitidos por la cadena oficial, que
confiaba en que los sufragios obtenidos en 2011 asegurarían, de allí en más,
una permanencia prolongada en el poder.
Ese hechizo hegemónico fue barrido por los
resultados electorales con el agravante de que esa personalidad dominante, en
quien sus seguidores proyectaban las ilusiones de continuidad, sufrió los
efectos de varios percances de salud. Cayó de este modo el telón sobre las
relaciones de verticalidad, que dieron el tono a nuestra política a lo largo de
esta última década, y comenzó a su vez otro acto protagonizado por un conjunto
heterogéneo de actores. Todos ellos, con sus más y sus menos, pretenden ocupar
el espacio que antes llenaba una voz predominante.
En un santiamén hemos pasado de la verticalidad a
la horizontalidad de los liderazgos. Este fenómeno, tan súbito como
contundente, recorre con crudeza las tres fuerzas principales que, después de
octubre, se destacan en el panorama electoral: el Frente para la Victoria
(31%), el Partido Justicialista disidente u opositor (25%) y la Unión Cívica
Radical y sus aliados (24-25%). Nadie, en rigor, sobresale en estos días; en un
caso, por derrota e impedimento; en los otros, por fragmentación, un tozudo
faccionalismo y la emergencia de candidaturas aún en formación en cuanto a su
alcance nacional. En la Argentina de estos días, la política de superficie es
coral.
¿Por qué hablamos de nuevo de la política de
superficie? Porque ésta es la política que se difunde y consume en un espacio
acotado en el cual (datos de la reciente encuesta de Latinobarómetro) sólo el
30% de la muestra está interesado en la política y apenas un 14% participa en
partidos y organizaciones. Eso sí -otra paradoja argentina-, cuando nos toca
emitir el voto, la participación electoral es alta. En este espacio
circunscripto cunden los debates sin que todavía asome algún atisbo de
concertación de políticas de Estado. Un indicio positivo, al respecto, es el
Acuerdo Democrático que propicia el Club Político Argentino.
No obstante, ese lugar de la política, que ahora
remeda un laberinto, acogió el ímpetu de un "modelo" que, creían sus
ejecutores, iba a transformar la estructura y la ideología de la Argentina.
Palabras que se llevó, aunque no del todo, el viento del descontento electoral
y social. El problema, en consecuencia, consiste en colmar con premura un vacío
inesperado. Por eso, desde el lunes pasado, el oficialismo busca retomar la
iniciativa reorganizando el Gabinete y remodelando gestos que refuercen la
imagen presidencial con una simpática puesta en escena hogareña y una enfática
convocatoria a profundizar ese modelo.
En este trance, es posible que en lo inmediato
tengamos en funciones una presidencia más distante, obligada a arbitrar entre
tendencias opuestas en el seno del Gabinete. Si bien se conserva intacto el
dogma de las regulaciones y de un estatismo creciente en la economía, las duras
exigencias del turbulento proceso sucesorio del peronismo llevarán a plantear
otras demandas más atentas a no desperdiciar votos en aras de un farragoso
intervencionismo económico. La energía y rapidez verbal con que se comunicarán
las decisiones de los funcionarios chocará con la persistencia de la inflación
y del déficit energético, con la errática política de inversiones y, en
general, con el pesado desplazamiento de la economía en ausencia de un plan
integral que nos saque del pozo de la desconfianza.
Debido a esta suma de factores no se vislumbra, por
el momento, un cambio de velocidad en la superficie de la política, como si
ésta, tanto en el oficialismo como en las oposiciones, hubiese perdido impulso,
trabada por una gestión gubernamental ineficiente, incapaz de alentar
modificaciones de fondo, y por un paquete de proyectos provenientes de los
sectores opositores que no han llegado todavía a traducirse en ofertas convincentes.
Las consignas, bueno es recordarlo, no son programas. Sirven tan sólo para
seguir apostando a favor de liderazgos que descansan en creencias de ocasión y
se modifican según los dictados de la oportunidad. No deberíamos sortear la
trampa del dogmatismo con meros oportunismos.
La lentitud de estos comportamientos contrasta con
la velocidad con que crece la inseguridad y se deteriora el tejido social. Se
está desenvolviendo así, de manera espontánea, una historia subterránea con un
ritmo que se intensifica según una lógica propia, indemne al control del
Estado. Mientras la politización ideológica del Gobierno insista en controlar
presuntos enemigos y desvía la función de los servicios de información o de las
inspecciones fiscales para su propio provecho, las bandas del crimen organizado
perforan fronteras, se instalan en los grandes mercados urbanos y se desplazan
sin mayores obstáculos de un punto a otro del país. Es un mundo que está
fabricando una historia paralela: la historia y el sistema social de la
ilegalidad.
Ésta es la cosecha de un oficialismo empeñado en
perseguir un fantasmagórico elenco destituyente (medios de comunicación,
corporaciones y otras yerbas) en vez de atender a un concepto primordial del
Estado que es condición necesaria de la asignación de bienes públicos y de una
adecuada administración de justicia. Aludimos al Estado que, ante todo,
reivindica efectivamente en su territorio el monopolio legítimo de la fuerza
(una definición, hoy de moda entre nosotros si nos atenemos a lo dicho por la
Iglesia y la Corte Suprema, que viene de Hobbes y actualizó Max Weber). Esta
reivindicación cruje a lo largo de nuestro régimen federal porque hemos
olvidado lo esencial: desde una orilla, la economía inflacionaria destruye a
los más pobres, o a los que sobreviven con los flacos salarios de la
informalidad; desde la otra, los resortes oxidados de la seguridad no responden
a esos nuevos desafíos de la ilegalidad. Éste es el juego de pinzas que nos
atenaza.
Para salir del encierro es preciso reformular la
ética reformista; pero este atributo requiere tiempos de elaboración y
ejecución que se escapan de las manos, a no ser que nos embarquemos de
inmediato en un gran esfuerzo de reconstrucción. Por ahora, éste es un
repertorio de buenos propósitos sin mayor incidencia en los procesos de
declinación que nos agobian. En estos itinerarios descendentes, lo peor que
podría pasarnos -y lamentablemente, de no reaccionar con premura, vamos en
camino a eso- es entregarnos al destino de una sociedad que "naturaliza"
el crimen, las bandas organizadas del narcotráfico y el penoso paisaje de la
mendicidad, reflejo directo de la exclusión social.
Situaciones semejantes abundan en las ciudades,
megalópolis y territorios sin control estatal en América latina. Envueltas en
la resignación e impotencia que estallan en rebeliones esporádicas, en estas
sociedades los hechos extraordinarios de la criminalidad, o los acontecimientos
inesperados de la violencia, se convierten en normalidad cotidiana, en
costumbres viciosas del mal vivir (en la encuesta citada, el 62% considera que
la inseguridad en nuestro país no podrá revertirse en el corto ni en el mediano
plazo).
¿Abrirán estos signos el camino de la renovación y
de las reformas necesarias? Habrá que explorar las nuevas tendencias mientras
el interrogante sigue en suspenso. Menudo desafío para las oposiciones.
© LA NACION.
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