Los debates económicos rara vez terminan con un KO técnico. Pero el gran
debate político de los últimos años entre los keynesianos, que abogan por
mantener y, de hecho, aumentar el gasto público durante una depresión, y los
austerianos, que exigen recortes inmediatos del gasto, se acerca a ello, al
menos en el mundo de las ideas. En estos momentos, la postura austeriana ha
caído por su propio peso; no solo es que sus predicciones sobre el mundo real
fuesen completamente erróneas, sino que la investigación académica que se
invocaba para respaldar esa postura ha resultado estar plagada de
equivocaciones, omisiones y estadísticas dudosas.
Aun así, sigue habiendo dos grandes preguntas. La primera: ¿cómo llegó
la doctrina de la austeridad a ser tan influyente en un primer momento? Y la
segunda: ¿cambiarán en algo las políticas ahora que las principales
afirmaciones austerianas se han convertido en carnaza para los programas de
humor de madrugada?
Sobre la primera pregunta: la preponderancia de los austerianos en los
círculos influyentes debería inquietar a cualquiera a quien le guste creer que
la política se basa en hechos reales o, incluso, que está muy influida por
ellos. Después de todo, los dos principales estudios que ofrecen la supuesta
justificación intelectual de la austeridad —el de Alberto Alesina y Silvia
Ardagna sobre la “austeridad expansiva” y el de Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff
sobre el peligroso “umbral” de la deuda, situado en el 90% del PIB— tuvieron
que enfrentarse a críticas devastadoras nada más publicarse.
Y los estudios no resistieron un análisis pormenorizado. Hacia finales
de 2010, el Fondo Monetario Internacional (FMI) refundió el estudio de Alesina
y Ardagna con datos mejores e invalidó sus hallazgos, mientras que muchos
economistas plantearon dudas fundamentales sobre el de Reinhart y Rogoff mucho
antes de que conociésemos el famoso error de Excel. Por otra parte, los
acontecimientos del mundo real —el estancamiento en Irlanda, que fue el primer
modelo de austeridad, la caída de los tipos de interés en Estados Unidos, que
se suponía que iba a enfrentarse a una crisis fiscal inminente— rápidamente
convirtieron las predicciones austerianas en sandeces.
Sin embargo, la austeridad mantuvo e incluso reforzó su dominio sobre la
opinión de la élite. ¿Por qué?
Parte de la respuesta seguramente resida en el deseo generalizado de ver
la economía como una obra que ensalza la moral y las virtudes, de convertirla
en un cuento sobre el exceso y sus consecuencias. Hemos vivido por encima de
nuestras posibilidades, cuenta la historia, y ahora estamos pagando el precio
inevitable. Los economistas pueden explicar hasta la saciedad que esto es un
error, que la razón por la que tenemos un paro tan elevado no es que gastásemos
demasiado en el pasado, sino que estamos gastando demasiado poco ahora y que
este problema puede y debería resolverse. Da igual; muchas personas tienen el
sentimiento visceral de que hemos pecado y debemos buscar la redención mediante
el sufrimiento (y ni los argumentos económicos ni la observación de que la
gente que ahora sufre no es en absoluto la misma que pecó durante los años de
la burbuja sirven de mucho).
Pero no se trata solo del enfrentamiento entre la emoción y la lógica.
No es posible entender la influencia de la doctrina de la austeridad sin hablar
sobre las clases y la desigualdad.
A fin de cuentas, ¿qué es lo que quiere la gente de la política
económica? Resulta que la respuesta depende de a quién preguntemos, una
cuestión documentada en un reciente artículo de investigación de los politólogos
Benjamin Page, Larry Bartels y Jason Seawright. El artículo compara las
preferencias políticas de los estadounidenses corrientes con las de los muy
ricos y los resultados son reveladores.
Así, al estadounidense medio le preocupan un poco los déficits presupuestarios,
lo cual no es ninguna sorpresa dado el constante aluvión de historias de miedo
sobre el déficit en los medios de comunicación, pero los ricos, en su inmensa
mayoría, consideran que el déficit es el problema más importante al que nos
enfrentamos. ¿Y cómo debería reducirse el déficit presupuestario? Los ricos
están a favor de recortar el gasto federal en asistencia sanitaria y la
Seguridad Social —es decir, en “derechos a prestaciones”—, mientras que los
ciudadanos en general quieren realmente que aumente el gasto en esos programas.
Han captado la idea: el plan de austeridad se parece mucho a la simple
expresión de las preferencias de la clase superior, oculta tras una fachada de
rigor académico. Lo que quiere el 1% con los ingresos más altos se convierte en
lo que las ciencias económicas dicen que debemos hacer.
¿Realmente redunda en interés de los ricos una depresión prolongada? Es
dudoso, dado que una economía próspera suele ser buena para casi todo el mundo.
Lo que sí es cierto, sin embargo, es que los años transcurridos desde que
tomamos el camino de la austeridad han sido pésimos para los trabajadores, pero
nada malos para los ricos, que se han beneficiado del aumento de los rentdimientos
y de los precios de las acciones aun cuando el paro a largo plazo empeora.
Puede que el 1% no desee realmente una economía débil, pero les está yendo lo
bastante bien como para dejarse llevar por sus perjuicios.
Y esto hace que uno se pregunte hasta qué punto cambiará las cosas el
hundimiento intelectual de la postura austeriana. En la medida en que tengamos
una política del 1%, por el 1 % y para el 1 %, ¿no seguiremos viendo únicamente
nuevas justificaciones para las viejas políticas de siempre?
Espero que no; me gustaría creer que las ideas y los hechos importan, al
menos un poco. De lo contrario, ¿qué estoy haciendo con mi vida? Pero supongo
que veremos qué grado de cinismo está justificado.
Paul Krugman es profesor de Economía de Princeton y premio Nobel de 2008
© New York Times Service 2013
Traducción de News Clips.
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