Majestuoso testimonio de un poder agostado

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viernes, 3 de mayo de 2013

Los mitos del peronismo disidente




Por  | LA NACION


¿Dónde queda la sede central del peronismo disidente? ¿Existe ese domicilio? ¿Es un movimiento, un partido, una interna, un club, una sociedad de socorros mutuos o un fantasma? Lo llamé a Julio Bárbaro y lo tomé por sorpresa: "¿Qué somos? -me respondió-. Los restos de algo... en busca de un jefe". Ese "algo" es más un aroma que una flor. No se trata del peronismo perdido, sino de su perfume, puesto que al expandirse y masificarse, al cambiar y volver a cambiar, y al tener tantos colores e ideologías, ya ni siquiera constituye una identidad política. Como el todo es la nada, el peronismo emula a la generala: hay que tachar la doble para empezar a hablar. Quiero decir, para empezar a hablar de proyectos y rumbos concretos ya no vale decirse peronista para definirse a sí mismo, como ya no sirve de mucho declararse un ser humano. Hay que ver qué clase de peronista y qué clase de ser humano, porque dentro de esos vastos envases vacíos pueden entrar derechas e izquierdas, nacionalistas o liberales, ángeles o demonios.

Uno podría decir que el progresismo disidente es aquel que no acepta la violación de las reglas de juego republicanas y que rechaza a la vez ese simulacro izquierdoso que encubre, en verdad, políticas reaccionarias y una distribución inequitativa de la riqueza. Con el peronismo disidente el asunto se torna más complejo. Los kirchneristas, tal como observa Alejandro Katz en alguno de sus escritos, no tienen una utopía adelante, sino atrás. Su utopía siempre se encuentra en el pasado. La idea melancólica del kirchnerismo consiste en volver al 45 y al 73. Los peronistas disidentes, en cambio, no tienen adónde regresar, como no sea a esos lugares míticos que simbólicamente les fueron arrebatados, y no se atreven siquiera a explicar en público que el peronismo evolucionó con autocríticas y errores, se hizo más democrático, federal y republicano, y que los Kirchner no hicieron más que hacerlo retroceder varios casilleros. Sin apropiarse de este último relato democratizador, sin hacerlo carne, los disidentes no podrían armar una segunda renovación peronista. No tendrían una dialéctica sólida para sostenerla, y es por eso que no hay a la vista quórum ni energía ni convicción para llevarla a cabo. Tal vez sería creíble en figuras como Felipe Solá o Eduardo Amadeo. Pero se caería a pedazos en boca de Moyano, Rodríguez Saá, Barrionuevo o De la Sota, que son la encarnación de la prehistoria.
Tampoco podrían denunciar con verosimilitud que el kirchnerismo no representa al peronismo auténtico porque fue cooptado por el setentismo imberbe y por el neocamporismo. La denuncia de esa impostura tampoco es consistente. Por lo tanto, no parece existir un elemento unificador en el peronismo disidente que no sea su odio a Cristina. Su conjunto es, por ahora, la expresión testimonial e inarticulada de esa rabieta. Los restos de algo en busca de un jefe.
Tal vez lo más interesante de este colectivo lo conformen esos extraños peronistas que son y no son disidentes. En algunas encuestas recientes, se descubrió que la mitad de los que votarían por Sergio Massa quiere al kirchnerismo y que la otra mitad directamente lo aborrece. Algo parecido ocurre con la grey de Daniel Scioli. Otros sondeos muestran que existe una creciente porción de bonaerenses que vive la angustia y la incertidumbre: el divisionismo y la virulencia antikirchnerista y prokirchnerista se ha colado en sus casas, ha separado familias y ha quebrado amistades. Esa gente aspira a un liderazgo unificador, que junte de vuelta a las partes, saque a todos de este laberinto y los lleve sin muchos sobresaltos a algún sitio nuevo, que queda en un modesto y reconciliador futuro.
Esa intención de voto, dentro de la que brilla aquella doble y antagónica confluencia, deja mudos y sin discurso político a Massa y a Scioli, que no quieren malquistarse con ninguna de las dos mitades enfrentadas. Sus eventuales candidaturas dependen, desde luego, de decisiones de índole personal, pero resultan cruciales para toda la sociedad argentina: si triunfan o fracasan en la provincia de Buenos Aires pueden abrir o sepultar para siempre el proyecto de re-reelección. Es en ese terreno donde se juega todo. Y hay dos escenarios posibles. Que, pese a los vientos que soplan en contra, el Frente para la Victoria vuelva a salirse con la suya. O que exista un voto castigo. La segunda opción cambia, a su vez, el tablero político nacional, termina con el abuso de mayorías y prepara un cambio moderado en el país. Sin un crac económico no puede existir un vuelco copernicano. Los argentinos únicamente han modificado de manera drástica sus creencias políticas después de catástrofes económicas: la hiperinflación y el 2001. Ningún economista prevé una situación explosiva de ese tenor. Aunque el deterioro ha entrado en una peligrosa e imprevisible dinámica propia. Muchos agoreros han anunciado repetidas veces el Apocalipsis y éste no se produjo. Eso no descarta, naturalmente, que alguna vez pueda acontecer. La enfermedad económica se parece un poco al alcoholismo. Decía Raymond Chandler que el médico le advierte una y otra vez al alcohólico que si no deja de comportarse de esa manera, su vida se destruirá, pero como el adicto continúa bebiendo y aparentemente no pasa nada durante muchos años, como no sean esas oscuras resacas de rutina, resulta que avanza diciéndose a sí mismo que la medicina anuncia desastres que jamás ocurren, que la ciencia es una superchería y que no puede estar más equivocada. El punto, asevera Chandler, es que cuando se desencadena el mal suceden todas esas cosas juntas y al mismo tiempo: se revientan el hígado, la vesícula, los riñones, los pulmones, y de pronto el alcohólico implosiona sin recordar la vieja admonición de su médico. La tormenta perfecta. Si eso ocurriera en el país (Dios no lo permita), el peronismo kirchnerista y el disidente pagarían juntos la cuenta. Si ese momento dramático jamás termina de desencadenarse, lo más probable es que los peronistas que sintetizan a las dos Argentinas enfrentadas puedan sacar muchos votos de la coyuntura.
El otro actor relevante de la disidencia es Francisco de Narváez, cuya buena performance se debe a que existe un 30% de antikirchnerismo feroz en el electorado de la provincia. El Colorado tiene la simpatía de esa multitud enojada, y su gran desafío es lograr que un 25% del resto, que es menos inflexible y hostil, se pliegue a su propuesta. Ha calado muy hondo entre la población bonaerense politizada la idea de que los años 90 fueron tóxicos. Algunos encuestólogos llegan a esa conclusión cuando, en los sondeos cualitativos, encuentran expresiones críticas a la era menemista y temores frente a lo que esos ciudadanos denominan "el gobierno de los ricos". "A nosotros no nos fue bien cuando gobernaron los ricos", se oye en una parte significativa del electorado. De Narváez es notoriamente un hombre rico y por lo tanto debe ofrecer garantías especiales en esta materia para penetrar en aquellos bolsones y cautivar más voluntades.
Su socio e íntimo enemigo, Mauricio Macri, también desempeña un rol, aunque por ahora esté ausente de esa contienda. Fuera de la General Paz, ¿es Pro una fuerza neoperonista? A veces parece que lo fuera, por su espíritu de alianzas provinciales y también porque el ex presidente de Boca coquetea consciente o inconscientemente en esos terrenos remotos con ser una especie de conservador popular. El macrismo, al menos en su táctica electoral, también se maneja en un desconcertante equilibrio entre la continuidad y la ruptura, aunque se encuentre por supuesto más cerca de esta última. 
Es paradojal, pero sus mejores amigos y sus peores adversarios se ubican en el peronismo disidente, y por momentos Mauricio insinuó ser el jefe que tanto buscaban. El asunto fracasó porque en su corazón late otra idea. Para Macri el peronismo disidente, en sus múltiples versiones, no debe ser visto como un puente, sino como un tapón. Scioli, por ejemplo, es percibido por muchos votantes como un puente entre el planeta cristinista y un nuevo mundo. Macri lo ve, en cambio, como un tapón que le impide a la sociedad dar un paso verdadero fuera de la lógica que nos ha gobernado durante diez años. Claro, Mauricio sueña con ser el gran elector de esa nueva época y con dinamitar los puentes, para construir una nueva forma de la política. No excluye la idea de recibir peronistas en su campamento, siempre y cuando se cobijen bajo su sombra. Cree que el argentino no vota ideologías, sino personas, y que, independientemente de lo que suceda este año, en 2015 quedarán en pie muy pocos dirigentes con capacidad presidencial. Cuenta Macri, por trabajo y por decantación, con ser en su momento el más presentable de todos ellos. Su plan, llegado el caso, sería poner una aspiradora y llenar de radicales, peronistas y liberales su partido. Puesto que no cree en cortes del tipo peronismo-antiperonismo, o progresismo-centroderecha. La pista de ese corte que se propone puede rastrearse en el título del nuevo ensayo de su asesor Jaime Durán Barba: se publicará en breve y se llama Autoritarismo o democracia.
Todos estos liderazgos, como se ve, son contradictorios y están en formación. Hacen un difícil equilibrio, viven en la incertidumbre y en los bordes, y practican la ambigüedad. Son necesariamente líquidos, diría Zygmunt Bauman, frente a un proyecto oficial hecho de concreto puro. Pero lleno de evidentes grietas e inquietantes crujidos.
© LA NACION.

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