¿Dónde
queda la sede central del peronismo disidente? ¿Existe
ese domicilio? ¿Es un movimiento, un partido, una interna, un club, una
sociedad de socorros mutuos o un fantasma? Lo llamé a Julio Bárbaro y lo tomé
por sorpresa: "¿Qué somos? -me respondió-. Los restos de algo... en busca
de un jefe". Ese "algo" es más un aroma que una flor. No se
trata del peronismo perdido, sino de su perfume, puesto que al expandirse y
masificarse, al cambiar y volver a cambiar, y al tener tantos colores e
ideologías, ya ni siquiera constituye una identidad política. Como el todo es
la nada, el peronismo emula a la generala: hay que tachar la doble para empezar
a hablar. Quiero decir, para empezar a hablar de proyectos y rumbos concretos
ya no vale decirse peronista para definirse a sí mismo, como ya no sirve de
mucho declararse un ser humano. Hay que ver qué clase de peronista y qué clase
de ser humano, porque dentro de esos vastos envases vacíos pueden entrar
derechas e izquierdas, nacionalistas o liberales, ángeles o demonios.
Uno
podría decir que el progresismo disidente es aquel que no acepta la violación
de las reglas de juego republicanas y que rechaza a la vez ese simulacro
izquierdoso que encubre, en verdad, políticas reaccionarias y una distribución
inequitativa de la riqueza. Con el peronismo disidente el asunto se torna más
complejo. Los kirchneristas, tal como observa Alejandro Katz en alguno de sus
escritos, no tienen una utopía adelante, sino atrás. Su utopía siempre se
encuentra en el pasado. La idea melancólica del kirchnerismo consiste en volver
al 45 y al 73. Los peronistas disidentes, en cambio, no tienen adónde regresar,
como no sea a esos lugares míticos que simbólicamente les fueron arrebatados, y
no se atreven siquiera a explicar en público que el peronismo evolucionó con
autocríticas y errores, se hizo más democrático, federal y republicano, y que
los Kirchner no hicieron más que hacerlo retroceder varios casilleros. Sin
apropiarse de este último relato democratizador, sin hacerlo carne, los
disidentes no podrían armar una segunda renovación peronista. No tendrían una
dialéctica sólida para sostenerla, y es por eso que no hay a la vista quórum ni
energía ni convicción para llevarla a cabo. Tal vez sería creíble en figuras
como Felipe Solá o Eduardo Amadeo. Pero se caería a pedazos en boca de Moyano,
Rodríguez Saá, Barrionuevo o De la Sota, que son la encarnación de la
prehistoria.
Tampoco
podrían denunciar con verosimilitud que el kirchnerismo no representa al
peronismo auténtico porque fue cooptado por el setentismo imberbe y por el
neocamporismo. La denuncia de esa impostura tampoco es consistente. Por lo
tanto, no parece existir un elemento unificador en el peronismo disidente que
no sea su odio a Cristina. Su conjunto es, por ahora, la expresión testimonial
e inarticulada de esa rabieta. Los restos de algo en busca de un jefe.
Tal
vez lo más interesante de este colectivo lo conformen esos extraños peronistas
que son y no son disidentes. En algunas encuestas recientes, se descubrió que
la mitad de los que votarían por Sergio Massa quiere al kirchnerismo y que la
otra mitad directamente lo aborrece. Algo parecido ocurre con la grey de Daniel
Scioli. Otros sondeos muestran que existe una creciente porción de bonaerenses
que vive la angustia y la incertidumbre: el divisionismo y la virulencia
antikirchnerista y prokirchnerista se ha colado en sus casas, ha separado
familias y ha quebrado amistades. Esa gente aspira a un liderazgo unificador,
que junte de vuelta a las partes, saque a todos de este laberinto y los lleve
sin muchos sobresaltos a algún sitio nuevo, que queda en un modesto y
reconciliador futuro.
Esa
intención de voto, dentro de la que brilla aquella doble y antagónica
confluencia, deja mudos y sin discurso político a Massa y a Scioli, que no
quieren malquistarse con ninguna de las dos mitades enfrentadas. Sus eventuales
candidaturas dependen, desde luego, de decisiones de índole personal, pero
resultan cruciales para toda la sociedad argentina: si triunfan o fracasan en
la provincia de Buenos Aires pueden abrir o sepultar para siempre el proyecto
de re-reelección. Es en ese terreno donde se juega todo. Y hay dos escenarios
posibles. Que, pese a los vientos que soplan en contra, el Frente para la
Victoria vuelva a salirse con la suya. O que exista un voto castigo. La segunda
opción cambia, a su vez, el tablero político nacional, termina con el abuso de
mayorías y prepara un cambio moderado en el país. Sin un crac económico no
puede existir un vuelco copernicano. Los argentinos únicamente han modificado
de manera drástica sus creencias políticas después de catástrofes económicas:
la hiperinflación y el 2001. Ningún economista prevé una situación explosiva de
ese tenor. Aunque el deterioro ha entrado en una peligrosa e imprevisible
dinámica propia. Muchos agoreros han anunciado repetidas veces el Apocalipsis y
éste no se produjo. Eso no descarta, naturalmente, que alguna vez pueda
acontecer. La enfermedad económica se parece un poco al alcoholismo. Decía
Raymond Chandler que el médico le advierte una y otra vez al alcohólico que si
no deja de comportarse de esa manera, su vida se destruirá, pero como el adicto
continúa bebiendo y aparentemente no pasa nada durante muchos años, como no
sean esas oscuras resacas de rutina, resulta que avanza diciéndose a sí mismo
que la medicina anuncia desastres que jamás ocurren, que la ciencia es una
superchería y que no puede estar más equivocada. El punto, asevera Chandler, es
que cuando se desencadena el mal suceden todas esas cosas juntas y al mismo
tiempo: se revientan el hígado, la vesícula, los riñones, los pulmones, y de
pronto el alcohólico implosiona sin recordar la vieja admonición de su médico.
La tormenta perfecta. Si eso ocurriera en el país (Dios no lo permita), el
peronismo kirchnerista y el disidente pagarían juntos la cuenta. Si ese momento
dramático jamás termina de desencadenarse, lo más probable es que los
peronistas que sintetizan a las dos Argentinas enfrentadas puedan sacar muchos
votos de la coyuntura.
El
otro actor relevante de la disidencia es Francisco de Narváez, cuya buena
performance se debe a que existe un 30% de antikirchnerismo feroz en el
electorado de la provincia. El Colorado tiene la simpatía de esa multitud
enojada, y su gran desafío es lograr que un 25% del resto, que es menos
inflexible y hostil, se pliegue a su propuesta. Ha calado muy hondo entre la
población bonaerense politizada la idea de que los años 90 fueron tóxicos.
Algunos encuestólogos llegan a esa conclusión cuando, en los sondeos
cualitativos, encuentran expresiones críticas a la era menemista y temores
frente a lo que esos ciudadanos denominan "el gobierno de los ricos".
"A nosotros no nos fue bien cuando gobernaron los ricos", se oye en
una parte significativa del electorado. De Narváez es notoriamente un hombre
rico y por lo tanto debe ofrecer garantías especiales en esta materia para
penetrar en aquellos bolsones y cautivar más voluntades.
Su
socio e íntimo enemigo, Mauricio Macri, también desempeña un rol, aunque por
ahora esté ausente de esa contienda. Fuera de la General Paz, ¿es Pro una
fuerza neoperonista? A veces parece que lo fuera, por su espíritu de alianzas
provinciales y también porque el ex presidente de Boca coquetea consciente o
inconscientemente en esos terrenos remotos con ser una especie de conservador
popular. El macrismo, al menos en su táctica electoral, también se maneja en un
desconcertante equilibrio entre la continuidad y la ruptura, aunque se
encuentre por supuesto más cerca de esta última.
Es paradojal, pero sus mejores
amigos y sus peores adversarios se ubican en el peronismo disidente, y por
momentos Mauricio insinuó ser el jefe que tanto buscaban. El asunto fracasó
porque en su corazón late otra idea. Para Macri el peronismo disidente, en sus
múltiples versiones, no debe ser visto como un puente, sino como un tapón.
Scioli, por ejemplo, es percibido por muchos votantes como un puente entre el
planeta cristinista y un nuevo mundo. Macri lo ve, en cambio, como un tapón que
le impide a la sociedad dar un paso verdadero fuera de la lógica que nos ha
gobernado durante diez años. Claro, Mauricio sueña con ser el gran elector de
esa nueva época y con dinamitar los puentes, para construir una nueva forma de
la política. No excluye la idea de recibir peronistas en su campamento, siempre
y cuando se cobijen bajo su sombra. Cree que el argentino no vota ideologías,
sino personas, y que, independientemente de lo que suceda este año, en 2015
quedarán en pie muy pocos dirigentes con capacidad presidencial. Cuenta Macri,
por trabajo y por decantación, con ser en su momento el más presentable de
todos ellos. Su plan, llegado el caso, sería poner una aspiradora y llenar de
radicales, peronistas y liberales su partido. Puesto que no cree en cortes del
tipo peronismo-antiperonismo, o progresismo-centroderecha. La pista de ese
corte que se propone puede rastrearse en el título del nuevo ensayo de su
asesor Jaime Durán Barba: se publicará en breve y se llama Autoritarismo o democracia.
Todos
estos liderazgos, como se ve, son contradictorios y están en formación. Hacen
un difícil equilibrio, viven en la incertidumbre y en los bordes, y practican
la ambigüedad. Son necesariamente líquidos, diría Zygmunt Bauman, frente a un
proyecto oficial hecho de concreto puro. Pero lleno de evidentes grietas e
inquietantes crujidos.
© LA NACION.
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