La vía evolutiva a
través de los Estatutos ha sido clausurada por el propio TC. La opción federal
no es una panacea, sino un programa que puede proveer un horizonte razonable
para una mayoría de españoles.
Hemos estado haciendo
federalismo sin saberlo o sin decirlo durante demasiado tiempo. La apertura e
indeterminación de la
Constitución española de 1978, la autonomía como un principio
dispositivo susceptible de muy diversas concreciones fue, sin duda, un gran
acierto de la
Transición. Otorgó un gran protagonismo a los actores
(Gobiernos central y autónomos, partidos políticos) que permitió diversos
ritmos y niveles de autogobierno. Sin embargo, esta inicial virtud devino en
fuente de crecientes problemas y las mismas razones de su éxito original se
convirtieron en fuente de innegables disfuncionalidades y recentralizaciones.
Esta contingencia
crónica ha generado tres efectos muy negativos. En primer lugar, la confusión,
cuando no la tergiversación, de lo que supone el federalismo como sistema y
tradición política democrática. España es, de hecho, el único país del mundo en
el que para buena parte de la opinión la federación no implica la construcción
de una Unión federal, sino la “balcanización” y la “fractura” del Estado. Habrá
que sospechar, sin embargo, que alguna suerte de virtualidad política tendrá el
federalismo cuando más del 55% de la población mundial (65% del PIB global),
vive bajo distintos arreglos federales. En segundo lugar, ha impedido que los
españoles nos reconozcamos como ciudadanos de un sistema que ha llegado a ser
de hecho —a saltos y con déficits— un sistema político federal. La
federalización del Estado de las autonomías es innegable, y así se reconoce en
las investigaciones de política comparada, pues posee el núcleo esencial de
toda federación: niveles sustantivos de autogobierno y Gobierno compartido
garantizados constitucionalmente. En tercer lugar, tan reiterada ambigüedad ha
impedido asimismo no solo entender cabalmente el funcionamiento del sistema,
sino disponer de un proyecto de futuro que, basándose en un análisis riguroso
de sus principales problemas, señale un horizonte de reformas preciso y
contrastado en otros países federales.
¿A qué nos referimos
cuando hablamos de federalismo? En primer lugar, al abandono
del concepto y vocabulario de la soberanía, que implica la exorbitante exigencia
de un centro monopolizador del poder político, indelegable e indivisible. La
visión federal de la democracia reemplaza la concepción jerárquica y piramidal
del poder político —“mando y control”— por otra bien diferente: horizontal, de
competencias repartidas, en red, pero coordinadas (federadas). En su propia
etimología, el federalismo remite a la construcción política de la confianza (fides) mediante pacto entre iguales (foedus). Si la soberanía siempre constituyó un
imposible sueño de la razón en la historia del pensamiento, en el ámbito de
nuestro sistema político multinivel, la Unión Europea ,
carece simplemente de sentido. Demasiado caro está pagando Europa haber
abandonado el aliento federal originario, para abandonarse a las resistencias
“soberanas” de Estados inanes ante los mercados financieros. En segundo lugar,
el federalismo postula la construcción de un Estado de Estados, o lo que es lo
mismo la articulación de autogobierno y gobierno compartido. Esto es, un equilibrio negociado y
respetado que concilie la mayor autonomía política de las partes con la
inclusión participativa en una voluntad común. Las evidencias empíricas
disponibles en nuestro país contradicen las percepciones sobre la ruinosa
complejidad de este modelo. En lo que respecta al autogobierno, la proximidad
de las autonomías a las preferencias de los ciudadanos ha permitido aumentar la
calidad de las políticas públicas, disminuir los costes de su provisión,
experimentar soluciones diferentes, innovar y competir. La merma de control en
razón de la mayor dificultad en la atribución de responsabilidades se ha
resuelto parcialmente mediante aprendizaje cívico y voto sofisticado. En lo que
atañe al gobierno compartido, los estereotipos sobre el fracaso de las
relaciones intergubernamentales multilaterales tampoco se sostienen: es
constatable un aumento continuo (si bien heterogéneo) de la actividad de los
órganos multilaterales, con predominio de estrategias de búsqueda de
soluciones. Surge también una demanda de no duplicación y coordinación no
jerárquica de la
Administración y Gobierno centrales. Se suele hablar a estos
efectos de federalismo cooperativo y es evidente que el sistema español ha
generado mecanismos valiosos de cooperación. Debe, sin embargo, discutirse muy
bien su alcance, porque el “federalismo cooperativo” de impronta alemana se
basa en una peculiar tradición de Gobierno neocorporativo y de consenso que no
solo diluye las responsabilidades políticas de los diferentes niveles, sino que
genera continuas trampas de decisión conjunta y alberga una innegable
recentralización de las competencias estatutarias.
En tercer lugar,
federalismo implica unidad en la diversidad cultural y nacional, un concepto pluralista, no
nacionalista de nación. El federalismo, en contra de lo que se suele creer no
concierne solo al “Estado”, no deja a la nación como campo libre a los
nacionalismos de varia índole, sino que posee su propia alternativa.
Especialmente cuestiona la vieja ecuación: “Un Estado, una nación” (Estado
nacional), o su mímesis: “Una nación, un Estado” (Principio de las
nacionalidades). El federalismo defiende abiertamente la neta superioridad
ético-política de la convivencia de varias naciones en el seno del mismo
sistema en un proyecto de tolerancia, lealtad, confianza y respeto mutuo.
Supera el vocabulario de las esencias nacionales, de la cosificación defensiva
de las identidades, no las blinda ni las aísla volviéndolas excluyentes.
Atendiendo el (muy desigual y plural) valor político y cultural de la nación
para los ciudadanos, propone una perspectiva de identidades superpuestas, una
federación plurinacional, una nación de naciones.
En cuarto lugar, el
federalismo postula, como eje central de su modelo, la igualdad
y la solidaridad interterritorial. La evidencia empírica de la política
comparada muestra con claridad que el federalismo no dificulta la igualdad
entre los territorios. En España también en esto las evidencias contrastan con
las percepciones: los estudios más solventes prueban que la igualdad no se ha
visto dañada por la diversidad cultural y política, que las distancias entre
los diferentes niveles de bienestar entre comunidades autónomas han disminuido.
Pero con un coste y esfuerzo fiscal muy mal repartidos. Propone el federalismo
una igualdad compleja, ajena a la uniformidad, en razón del autogobierno y
experimentación que defiende, pero que sitúa en la base del proyecto común la
cohesión territorial a partir de algunos postulados básicos: suficiencia
financiera, corresponsabilidad fiscal, transparencia y proporcionalidad
(ordinalidad).
El retorno de la política frente a “los
mercados” reclama la visión federal: más política y más Europa
El federalismo no es una
panacea, sino un programa que defiende una cultura política, principios y valores
propios, así como un eficacísimo diseño institucional muy adaptativo a
contextos cambiantes. Unos y otras pueden ser reinterpretados desde diversas
ideologías democráticas (liberalismo, socialismo, nacionalismo o ecologismo). Y
aporta, además, un espacio de encuentro para una discusión muy aquilatada y
contrastada sobre la ingente experiencia institucional disponible en muchos
países y diferentes contextos económicos y sociales. Puede proveer de un
horizonte razonable a una mayoría de españoles. Una solución federal explícita
a nuestros problemas federales que requiere la reforma de la Constitución , pues la
vía evolutiva a través de los Estatutos ha sido clausurada por el propio
Tribunal Constitucional.
Podría aducirse que no
es este el momento, que en estos momentos ni las buenas razones federales
pueden competir con la exaltación política de las pasiones nacionales, ni la
ocasión es propicia para esgrimirlas, dado el contexto de crisis económica que
reclama muy otras prioridades. Todo lo contrario, es preciso recordar que, por
una parte, el federalismo promueve sus propias pasiones políticas, anteponiendo
la empatía al resentimiento entre comunidades; y que, por otra, en el seno de
la crisis presente, el inaplazable retorno de la política frente a “los
mercados” nos reclama la visión federal: más política y más Europa.
Ramón Máiz es catedrático de Ciencia Política de la Universidad de
Santiago de Compostela. Autor de La
Frontera Interior y miembro de "Federalistas en
Red".
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