Majestuoso testimonio de un poder agostado

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miércoles, 17 de octubre de 2012

Las razones del federalismo


 

 

La vía evolutiva a través de los Estatutos ha sido clausurada por el propio TC. La opción federal no es una panacea, sino un programa que puede proveer un horizonte razonable para una mayoría de españoles.

 


Hemos estado haciendo federalismo sin saberlo o sin decirlo durante demasiado tiempo. La apertura e indeterminación de la Constitución española de 1978, la autonomía como un principio dispositivo susceptible de muy diversas concreciones fue, sin duda, un gran acierto de la Transición. Otorgó un gran protagonismo a los actores (Gobiernos central y autónomos, partidos políticos) que permitió diversos ritmos y niveles de autogobierno. Sin embargo, esta inicial virtud devino en fuente de crecientes problemas y las mismas razones de su éxito original se convirtieron en fuente de innegables disfuncionalidades y recentralizaciones.
Esta contingencia crónica ha generado tres efectos muy negativos. En primer lugar, la confusión, cuando no la tergiversación, de lo que supone el federalismo como sistema y tradición política democrática. España es, de hecho, el único país del mundo en el que para buena parte de la opinión la federación no implica la construcción de una Unión federal, sino la “balcanización” y la “fractura” del Estado. Habrá que sospechar, sin embargo, que alguna suerte de virtualidad política tendrá el federalismo cuando más del 55% de la población mundial (65% del PIB global), vive bajo distintos arreglos federales. En segundo lugar, ha impedido que los españoles nos reconozcamos como ciudadanos de un sistema que ha llegado a ser de hecho —a saltos y con déficits— un sistema político federal. La federalización del Estado de las autonomías es innegable, y así se reconoce en las investigaciones de política comparada, pues posee el núcleo esencial de toda federación: niveles sustantivos de autogobierno y Gobierno compartido garantizados constitucionalmente. En tercer lugar, tan reiterada ambigüedad ha impedido asimismo no solo entender cabalmente el funcionamiento del sistema, sino disponer de un proyecto de futuro que, basándose en un análisis riguroso de sus principales problemas, señale un horizonte de reformas preciso y contrastado en otros países federales.

España es el único país del mundo en el que el término implica “balcanización” y “fractura”

¿A qué nos referimos cuando hablamos de federalismo? En primer lugar, al abandono del concepto y vocabulario de la soberanía, que implica la exorbitante exigencia de un centro monopolizador del poder político, indelegable e indivisible. La visión federal de la democracia reemplaza la concepción jerárquica y piramidal del poder político —“mando y control”— por otra bien diferente: horizontal, de competencias repartidas, en red, pero coordinadas (federadas). En su propia etimología, el federalismo remite a la construcción política de la confianza (fides) mediante pacto entre iguales (foedus). Si la soberanía siempre constituyó un imposible sueño de la razón en la historia del pensamiento, en el ámbito de nuestro sistema político multinivel, la Unión Europea, carece simplemente de sentido. Demasiado caro está pagando Europa haber abandonado el aliento federal originario, para abandonarse a las resistencias “soberanas” de Estados inanes ante los mercados financieros. En segundo lugar, el federalismo postula la construcción de un Estado de Estados, o lo que es lo mismo la articulación de autogobierno y gobierno compartido. Esto es, un equilibrio negociado y respetado que concilie la mayor autonomía política de las partes con la inclusión participativa en una voluntad común. Las evidencias empíricas disponibles en nuestro país contradicen las percepciones sobre la ruinosa complejidad de este modelo. En lo que respecta al autogobierno, la proximidad de las autonomías a las preferencias de los ciudadanos ha permitido aumentar la calidad de las políticas públicas, disminuir los costes de su provisión, experimentar soluciones diferentes, innovar y competir. La merma de control en razón de la mayor dificultad en la atribución de responsabilidades se ha resuelto parcialmente mediante aprendizaje cívico y voto sofisticado. En lo que atañe al gobierno compartido, los estereotipos sobre el fracaso de las relaciones intergubernamentales multilaterales tampoco se sostienen: es constatable un aumento continuo (si bien heterogéneo) de la actividad de los órganos multilaterales, con predominio de estrategias de búsqueda de soluciones. Surge también una demanda de no duplicación y coordinación no jerárquica de la Administración y Gobierno centrales. Se suele hablar a estos efectos de federalismo cooperativo y es evidente que el sistema español ha generado mecanismos valiosos de cooperación. Debe, sin embargo, discutirse muy bien su alcance, porque el “federalismo cooperativo” de impronta alemana se basa en una peculiar tradición de Gobierno neocorporativo y de consenso que no solo diluye las responsabilidades políticas de los diferentes niveles, sino que genera continuas trampas de decisión conjunta y alberga una innegable recentralización de las competencias estatutarias.
En tercer lugar, federalismo implica unidad en la diversidad cultural y nacional, un concepto pluralista, no nacionalista de nación. El federalismo, en contra de lo que se suele creer no concierne solo al “Estado”, no deja a la nación como campo libre a los nacionalismos de varia índole, sino que posee su propia alternativa. Especialmente cuestiona la vieja ecuación: “Un Estado, una nación” (Estado nacional), o su mímesis: “Una nación, un Estado” (Principio de las nacionalidades). El federalismo defiende abiertamente la neta superioridad ético-política de la convivencia de varias naciones en el seno del mismo sistema en un proyecto de tolerancia, lealtad, confianza y respeto mutuo. Supera el vocabulario de las esencias nacionales, de la cosificación defensiva de las identidades, no las blinda ni las aísla volviéndolas excluyentes. Atendiendo el (muy desigual y plural) valor político y cultural de la nación para los ciudadanos, propone una perspectiva de identidades superpuestas, una federación plurinacional, una nación de naciones.
En cuarto lugar, el federalismo postula, como eje central de su modelo, la igualdad y la solidaridad interterritorial. La evidencia empírica de la política comparada muestra con claridad que el federalismo no dificulta la igualdad entre los territorios. En España también en esto las evidencias contrastan con las percepciones: los estudios más solventes prueban que la igualdad no se ha visto dañada por la diversidad cultural y política, que las distancias entre los diferentes niveles de bienestar entre comunidades autónomas han disminuido. Pero con un coste y esfuerzo fiscal muy mal repartidos. Propone el federalismo una igualdad compleja, ajena a la uniformidad, en razón del autogobierno y experimentación que defiende, pero que sitúa en la base del proyecto común la cohesión territorial a partir de algunos postulados básicos: suficiencia financiera, corresponsabilidad fiscal, transparencia y proporcionalidad (ordinalidad).

El retorno de la política frente a “los mercados” reclama la visión federal: más política y más Europa

El federalismo no es una panacea, sino un programa que defiende una cultura política, principios y valores propios, así como un eficacísimo diseño institucional muy adaptativo a contextos cambiantes. Unos y otras pueden ser reinterpretados desde diversas ideologías democráticas (liberalismo, socialismo, nacionalismo o ecologismo). Y aporta, además, un espacio de encuentro para una discusión muy aquilatada y contrastada sobre la ingente experiencia institucional disponible en muchos países y diferentes contextos económicos y sociales. Puede proveer de un horizonte razonable a una mayoría de españoles. Una solución federal explícita a nuestros problemas federales que requiere la reforma de la Constitución, pues la vía evolutiva a través de los Estatutos ha sido clausurada por el propio Tribunal Constitucional.
Podría aducirse que no es este el momento, que en estos momentos ni las buenas razones federales pueden competir con la exaltación política de las pasiones nacionales, ni la ocasión es propicia para esgrimirlas, dado el contexto de crisis económica que reclama muy otras prioridades. Todo lo contrario, es preciso recordar que, por una parte, el federalismo promueve sus propias pasiones políticas, anteponiendo la empatía al resentimiento entre comunidades; y que, por otra, en el seno de la crisis presente, el inaplazable retorno de la política frente a “los mercados” nos reclama la visión federal: más política y más Europa.
Ramón Máiz es catedrático de Ciencia Política de la Universidad de Santiago de Compostela. Autor de La Frontera Interior y miembro de "Federalistas en Red".

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